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Al Socaire de El blog de Angel Arias

Sociedad

Macrofiestas, megaiglesias, hiperestadios, teramanifestaciones

Lo pequeño será hermoso, pero lo grande es magnífico. Así deben pensar quienes se afanan por construir espacios de aglomeración cada vez más imponentes, y así lo aceptan quienes los llenan.

Unos, generan necesidades y deseos, poniendo la tramoya en un escenario que, por grande que sea, resulta apenas visible desde las gradas, en donde los otros, aunque crean participar como espectadores, son parte principal del espectáculo.

Porque el espectáculo no es lo que se produce, sino el hecho mismo de la que congregación, el convertirse en multitud, sentirse masa. Los asistentes asumen, y no importa que no lo reconozcan así, que su papel principal, su única aportación al evento, sea cual sea el pretexto por el que han acudido a la llamada, es aportar su cuerpo serrano en el hueco que se les designe.

Cuando más multitudinaria la fiesta, mejor. Si la iglesia tiene espacio para reunir a cien mil fieles del predicador inspirado, genial. Si el estadio sirve para congregar a tantos devotos de un par de virtuosos con un baloncito que su desplazamiento sea capaz de colapsar las vías de una ciudad varias horas, espléndido.

Si la convocatoria consigue que la manifestación aglutine tantos descontentos que existan más participantes en ella que indiferentes en las aceras ante la exhibición de protesta, un éxito.

De cuando en cuando, se produce una llamada de atención para poner en evidencia que, aunque nos comportemos o queramos aparecer como una masa homogénea, las estampidas nos van a afectar individualmente; las muertes, podrán ser solo la nuestra; las creencias y mitos nos implicarán a la postre solo a nosotros; las magníficas exhibiciones de destreza ajena no mejorarán nuestra pobreza mental y el participar en una congregación de descontentos por la crisis no nos sacará del desempleo.

Porque, haciendo más grande el espacio, solo damos cabida a más necesitados.

 

El rumbo incierto del sindicalismo

Se ha convenido en presentar, como resultado de análisis que me aventuro a juzgar de bastante superficiales, que los sindicatos de trabajadores, con los perfiles que han quedado autorizados por la Constitución de 1978, cumplen en España un papel sustancial en la defensa de los derechos de los más débiles en las relaciones de producción.

No se concede, en general, la misma importancia a las agrupaciones de empresarios, que se siguen llamando patronales. Parece, en este caso, admitirse que los que ponen las ideas y el capital para conformar esos entes que el devenir del dios mercado ha tornado, cada vez más, en sometidos a avatares misteriosos (1), no necesitarían tanto de formar coaliciones para trasladar sus intereses a las mesas de negociaciones, pues los propios gobiernos del Estado ya se encargarían de protegerlos.

No pretendo que se me vea como un simple o un terrorista argumental al exponer tan torpemente estas razones, que podrán ser más o menos entendidas, pero que están apoyadas en la observación. Forman parte de mi apreciación, ya de perro viejo, al advertir cómo discurren las relaciones, -a nivel global, no de empresa- entre los colectivos de empleados por cuenta ajena y la masa variopinta de quienes tienen, según el imaginario popular, solo la vista puesta en los resultados económicos.

La cuestión de la separación de poderes en el territorio empresarial ha perdido vigencia y, en particular los dirigentes sindicales, -pero también se contagian de este error los responsables patronales-, siguen manejando viejos esquemas que es imprescindible cambiar. No es época de lucha, sino de concertación; no es tiempo de reinvindicaciones, sino de colaboración; no hay que mirar solo a lo que nos interesa, sino que es imprescindible elevarse para tener la visión de todo el campo de acción.

Los sindicatos ya no defienden, aunque lo digan, ni mantenimiento de los empleos ni mejora de las condiciones de trabajo. No pueden hacerlo, porque no saben, ni quieren, ni tienen los elementos para hacerlo. En un Estado desarrollado, con garantías jurídicas provenientes de una legislación avanzada y seria, las huelgas son falsas herramientas de actuación, que no hacen más que perjudicar, justamente, a los colectivos que se pretende defender. Y aún más: ignoran a los más débiles, por más que alardean de tomarlos en consideración.

Los más débiles, en una situación de crisis, no son los que tienen trabajo, aunque sea precario. Son los que lo han perdido, los que no lo han tenido nunca, los muy jóvenes que no saben cómo orientar su camino (formación profesional, estudios, universitarios, emigración, ...), los más capaces que están infrautilizados por la sociedad, los enfermos sin recursos, los que carecen de ingresos, ...

Aquí estamos, pues. Con una masa insoportable de prejubilados y jubilados que son, en buena medida, el resultado de correcciones, ajustes de plantilla, ERES y Planes de regulación de todo pelaje, y que cargan sobre las arcas exangües del Estado, sin producción alguna, aunque estén sus receptores en edad y conocimientos de producir.

No han conseguido los sindicatos incorporar a más jóvenes al mundo laboral, para lo que basta presentar las cifras: una cuarta parte de los menores de 25 años no tiene trabajo, ni preparación para conseguirlo; y la mitad de ese colectivo tan sensible -para todos, no solo para ellos- no produce. Escribo esto, porque, en la confusión con la que se ofrecen las cifras, interpreto que esa otra cuarta parte que completa la primera a la que me refiero en este párrafo, estudia o hace que estudia.

Pero lo peor, en mi opinión, es que los líderes sindicales no saben qué proponer. Me refiero a propuestas que sean factibles, que no sean solo desiderata política, intenciones sin fuerza para devenir reales. Ellos han sido también coautores de la situación a la que hemos llegado, con reinvindicaciones que no tenían acomodo en lo posible, sin visión de futuro para conseguir la incorporación razonable de jóvenes y mujeres, sin producir descalabros, sin llegar a entender lo que es el equilibrio precario que da vida a la rentabilidad de las empresas.

Podrá doler, pero se necesita un nuevo sindicalismo. Capaz de negociar, de forma inteligente y pragmática, desde el profundo conocimiento de la realidad empresarial y social, medidas y soluciones.

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(1) Me refiero, válganme la sintaxis y la semántica, a las empresas.

 

El Club de la Tragedia: Huelga general, drama particular

El 14 de noviembre de 2012 hubo una huelga general en España. La segunda en este año, récord confío que insuperable conseguido por el Gobierno de Rajoy. Escribo este Comentario en tiempo pasado, aunque lo redacto el mismo día para el que están convocadas las manifestaciones y las 24 horas de inactividad, porque se lo que va a pasar.

Conozco exactamente las consecuencias prácticas que se derivarán, sea cual sea el seguimiento de la huelga, el número de manifestantes, los incidentes por los que se quemarán contenedores y se destruirán algunos autos o se violentarán las estanterías de un par de hipermercados. No importa que las procesiones de descontentos se desarrollen pacíficas y ordenadas o den motivo para unas cuantas carreras a lo justicias y ladrones infantiles, que haya heridos o todos se vayan a sus casas como si no hubieran roto un plato y sin el mínimo rasguño.

No pasará nada.

Nada relevante para el jubilado que, con su pensión de 700 euros, seguirá comprando las dos barras de pan y el yogur desnatado con el que aguantará los últimos días de mes; nada relevante para el padre o madre de familia en el que el hijo o la hija minusválido, sin plaza para el centro asistencial de la localidad, le reclamará el cien por cien de su tiempo y otro tanto de su ánimo; nada digno de mención para el parado de larga duración, ya sin prestaciones, que desde hace cinco años no encuentra, cumplida al parecer su edad, trabajo en ningún sitio; nada que no se conozca para el en otro momento ilusionado promotor que ha perdido todo su patrimonio en una aventura empresarial en la que nadie le ayudó; poco que contar para el maestro al que, un mal día, despidieron porque se redujeron las aportaciones al centro en el que enseñaba geografía o cualquier disciplina inútil, como matemáticas, música o latín.

Nada de particular para los jóvenes que no tienen trabajo, ni estudios válidos, ni padres ricos o influyentes, ni familiares en la política activa de un partido mayoritario. Ni para los que emigraron porque no tenían sitio, ni para los que volvieron sin tenerlo. Ni...

Los dramas particulares no tienen cabida en una huelga general. Las huelgas generales no ofrecen propuestas, demandan soluciones. Los que se manifiestan en ella están expresando muchas cosas, pero, en general, no tienen miedo a perder lo que tienen. Bien porque ya lo han perdido o porque su puesto de trabajo está bien defendido por ser funcionarios o porque nunca lo han tenido.

Nos sobran motivos para ir a una huelga general. El país está roto, inerme, hace agua por demasiadas partes. Solo que si todos estamos en la calle para manifestarnos en una huelga general, no quedaría nadie para atender a la maquinaria.

Y lo que más necesitamos no son gentes que expresen su descontento. En eso, estamos todos de acuerdo. Necesitamos quienes ofrezcan propuestas, ilusión, empuje, soluciones.

Para eso, hay que estar de acuerdo con la oportunidad de una huelga general, pero trabajando en corregir lo que está mal. ¿Cuántos están, hoy, actuando para que sea, de veras, un éxito, esta convocatoria?

Este silencio es sobrecogedor.

El Club de la Tragedia: No es país para pobres

El deterioro nos hace a todos maestros de la filosofía de andar por casa, que es la manera cómoda de poner a pasear lo obvio por los desperfectos de lo que fue otrora esplendoroso.

Contemplando las ruinas de nuestro estado social y de derecho, a los aficionados a la poesía nos vienen a la mente los versos que inspiró a Rodrigo Caro en el siglo XVI la visión de la itálica famosa. Por todas partes vemos mustios collados, trágicos teatros, cenizas desdichadas.

No es España hoy por hoy, país para pobres, pero vuelve a ser un magnífico país para ricos, para gentes de buen ver y rígido talante que miran solo o fundamentalmente por lo suyo, y que, dándose cuenta -o fingiendo no habérsela dado-, se aprovechan de la desgracia de los demás para meterles un poco más profundo el calzador de su infortunio.

No es país, en esta etapa del via crucis, España, para jóvenes, que se nos van a hacer las alemanias, en donde les prometen el oro y el moro, a cambio de hacernos a los que quedamos viéndolos marchar, algo más inermes, todavía.

España no es ahora país para inteligentes, que se refugian, conducidos a latigazos, desprecios y penurias, en las cuevas de la soledad, en donde se lamen sus heridas; o que se niegan a bajar de sus pedestales en donde juegan a estilitas anunciando, entre Simón y Jeremías, males apocalípticos, sin moverse del sitio.

No es país, España, para valientes, que andan enzarzados en disputas de galgos y podencos con los que no saben ni donde tienen la mano derecha, o que se dejan empujar, falsificados, por quienes se lanzan a la calle gritando su disconformidad, sin saber qué hacer con los culpables, pero aún peor, sin saber qué hacer en absoluto.

No es España, país; es -confío en que solo por culpa de espejismos de los que habrá que liberarse- solo tierra yerma con los colores pardos de la sequía mental y de angustias, y derrotas presentidas antes de liberar batalla alguna.

 

El Club de la Tragedia: Desquiciados o desahuciados

El suicidio de una señora en Baracaldo, que decidió tirarse por la ventana cuando la comisión judicial que se proponía desahuciarla de su vivienda subía por la escalera, ha avivado un debate sustancial: la fortaleza del derecho del acreedor para despojar al deudor de alguno de sus bienes, resarciéndose así total o parcialmente de lo que se le adeuda.

La situación se enclava dentro de un amplio capítulo del derecho -tanto práctico como dogmático- que trata del cumplimiento de las obligaciones, y el tema ha ocupado y ocupa tantas páginas de brillante literatura jurídica que sería ridículo por mi parte introducir ni siquiera la pluma para mojarla en la tinta del abundante material disponible.

Incumplimientos de obligaciones hay a diario, por miles, quizá por cientos de miles, y su variada casuística se resuelve, dada su naturaleza variopinta, también de distintas maneras. El perdón otorgado por el acreedor o la reducción de la deuda a un valor soportable por quien debe, son algunas formas de salir al paso de las situaciones críticas.

Por supuesto. incluso en los casos resueltos de forma más benevolente con el incumplidor, el asunto no deja de tener consecuencias, aunque no sean otras que la pérdida de capacidad de crédito del que no atendió a sus obligaciones y el escaldamiento del acreedor, que mirará con mayor cuidado en lo sucesivo los sitios en los que confía para obtener réditos a su patrimonio.

Pero lo que se ha puesto con mayor fuerza sobre el tapete mediático, alumbrándolo con la luz de opiniones con fuerte base humanitaria, es la situación de quienes, habiendo suscrito un crédito con una entidad financiera para comprarse una vivienda, se encuentran ahora con que no pueden pagarlo y, en algunos casos, dada la disminución drástica del precio de la vivienda, no se pueden librar de la deuda contraída, incluso aunque entreguen el inmueble que ya tenían parcialmente pgado.

La sabiduría jurídica y la presión popular han puesto en valor la opción de la dación en pago, que es, contado llanamente, la entrega del bien hipotecado-en general, se está hablando de inmuebles-, dando por satisfecha con ello completamente la deuda en que se haya incurrido frente al acreedor financiero. Se liquida con ello la obligación, cualquiera que sea el montante por pagar.

Vengo observando que algunos comentaristas de la situación, con intenciones no siempre claras, confunden, me atrevo a decir que a sabiendas, dación en pago, de la posible protección del inquilino arrendatario, circunstancialmente insolvente frente al desahucio de la vivienda que ocupa.

Y hay, en esto como en todo, multitud de variantes que no pueden ponerse en el mismo saco, sin grave riesgo de incurrir en injusticias, discriminaciones o tratamientos heterogéneos para los mismos supuestos fácticos y, ya en el terreno puramente procesal, tensando la cuerda hacia los profesionales del derecho, ya sean éstos jueces, letrados o miembros de la policía judicial y el propio sistema que ordena la seguridad jurídica, que es parte de la seguridad económica en que se organiza nuestra convivencia.

Porque es muy distinto, por ejemplo, el caso en que es la propia entidad prestamista, títpicamente una sociedad bancaria, la que ha hecho o asumido como elemento básico, antes de conceder el crédito, la valoración del inmueble que se ha hipotecado y con aquella valoración y garantía, ha deducido las cuotas a pagar y señalado el interés aplicable. En esta situación, no parece, a primera vista, justo que la carga de la situación sobrevenida por la pérdida de valor del bien en el mercado, descanse únicamente en la responsabilidad del deudor.

La caída del mercado inmobiliario afecta a todos los que han invertido en inmuebles, tengan o no créditos pendientes. Muchos, seguirán pagando sus cuotas, aunque la realidad les haya hecho conscientes de que su patrimonio ha disminuído. No sé cuántos exactamente han perdido los inmuebles por no poder afrontar los pagos pendientes-las cifras que se manejan, ignoro con qué exactitud, hablan del orden de 400.000 desahuciados. Pero me gustaría también conocer el número de los que sí están cumpliendo con sus compromisos, con las dificultades y estrecheces que cada caso concreto ayudaría a valorar.

El completo análisis de lo que está pasando nos lleva, en mi opinión, a definir unos elementos muy precisos para aplicar dos recursos económico-procesales drásticos, como son la dación en pago y el desahucio, este último como medida extrema, que no solo redunda en beneficio del acreedor, sino que involucra la credibilidad del nuestro estado social y de derecho.

Poner toda la casuística en un mismo saco, es dejar patas arriba, de forma estrictamente libertaria, los baremos de coherencia, credibilidad y solvencia de la sociedad. Una cuestión de tan hondo calado que no se puede dejar a merced de algaradas callejeras, manifestaciones viscerales contra las entidades financieras o la protesta anárquica, teñida o no con los colores ácratas, respecto a lo que estamos haciendo desde las estructuras sociales, para repartir adecuadamente los beneficios, las cargas y las responsabilidades en una sociedad organizada, no sometida al imperio de un caos rampante.  

 

Carta abierta a una famosa

Carta abierta a una famosa

El 13 de octubre de 2012, cuando caminábamos por la calle Mayor de Toledo, nos encontramos -mi esposa y yo- inesperadamente con Aurora Díaz Guía, autoconsiderada "famosa", porque ha aireado en un programa de gran difusión mediática su presunta relación sentimental con el torero Jaime Ostos, de la que habría resultado la concepción de su hija, Gisela y que, como consecuencia de una demanda de paternidad por la que se exigió al presunto padre someterse a unas pruebas de ADN que no quiso éste realizar, junto a otras circunstancias que valoró el juez de instancia, pasó a llamarse Gisela Ostos Díaz (antes, Gisela Febres).

Nada me uniría a tales hechos, ni tendría interés alguno en escribir sobre ellos, sino fuera porque la citada Aurora estuvo ocupando, junto a dos de sus hijos, y durante aproximadamente un año, un piso de mi propiedad en Toledo, por el que, incumpliendo el contrato de arrendamiento, no me abonó la renta ni asumió los gastos de electricidad y agua a que venía obligada. No contenta con esa actuación, hurtó de la vivienda la mayor parte de los muebles y enseres (el piso se encontraba totalmente amueblado y dotado), deshizo otros y estropeó, a sabiendas o con la ayuda de un perro que introdujo en él, la tarima y las paredes, en comportamiento que solo cabe calificar de vandálico.

El Juzgado, después de un largo procedimiento (que solo con indulgencia infinita cabría calificar de "exprés"), ejecutó el desahucio, para comprobar que Aurora y sus hijos lo habían abandonado con anterioridad, dejando como recuerdo, junto a montones ingentes de basura, diversa documentación familiar, relativa a sus padres, sus hijos, junto a fotografía y escritos personales.

De la conversación que mantuvimos el pasado día 13, solo puedo confirmar la desfachatez con la que actúa esa señora, que pretendió ser víctima de enfermedades y malas suertes, manifestando que tenía la voluntad de pagarnos lo que nos debe, porque estaba preparando nuevas intervenciones mediáticas.

Por la documentación abandonada, y de la que tomamos judicialmente posesión en el momento del desahucio, por encontrarse en el piso del que somos propietarios, se desprende también que Aurora Díaz ha estado incursa en múltiples procedimientos judiciales, por estafa alguno de ellos, y por falta de pago de los arriendos en la mayoría. Se demuestra así que se ha convertido en una maestra del engaño, lo que no podemos sino lamentar, no ya por nosotros, ni por quienes han sido víctimas de sus actuaciones, sino porque tiene con ella, al menos, a un hijo menor de edad, fruto de una de sus relaciones.

Si fuéramos amigos de airear trapos sucios de otros para obtener beneficio económico de ellos, acudiríamos a uno de los muchos programas del Corazón para contar esta penosa historia que complementa las vivencias de Aurora Díaz. Pero no lo somos.

Unicamente me limito a expresar ahora, como hice ayer personalmente a la propia Aurora, que está haciéndole daño a la educación de sus hijos menores, afectando a la reputación de los que ya son mayores de edad y mancillando, con un comportamiento inexplicable, la memoria de su primer marido, el gran pintor Julio Ruzafa, de su padre -el muy estimable músico murciano Manuel Díaz Cano- y, en su búsqueda obsesiva de gentes a las que estafar, a su propia consideración y respeto.

 

El Club de la Tragedia: Hacia atrás

Se nos ha dicho con tanto énfasis que un síntoma de vejez es creerse que cualquier tiempo pasado fue mejor, y que la juventud posee en sí misma el empuje para avanzar, que olvidamos hacer el análisis de lo que tenemos, como Humanidad, y si ha merecido la pena, y a quiénes.

Empiezo por lo más obvio: nuestra sensibilidad ambiental es consecuencia del gran deterioro de la naturaleza que hemos provocado. Especialmente, en los últimos cincuenta años. Podemos sentirnos emocionados a la vista de un paisaje impoluto, pero quedan pocos y, desde luego, no están cerca de nuestras viviendas.

He sido testigo personal, como todos los de mi generación, de que podíamos pescar y bañarnos en esos ríos que hoy pretendemos (en vano: nos cuesta demasiado) recuperar, jugábamos al balón en lo que hoy es un bloque de adefésicos edificios, respirábamos a pleno pulmón entre los árboles donde se ubica un parque industrial abandonado.

Podemos presumir de haber disminuído la pobreza en el mundo, e inventarnos un índice para seguir su evolución y tranquilizar nuestras conciencias. Pero, como somos muchos más para repartir casi lo mismo (¿o menos?), son muchas más las personas que sufren y mueren cada año de enfermedades superables, desnutrición o condiciones higiénicas deplorables.

No me engañan las cifras. La delantera que nos han tomado los muy ricos es mucho mayor. Y la clase media tiene tantas capas como un hojaldre, pero en el medio no hay crema pastelera, sino, simplemente, pasteleros. 

(Una anécdota para complacidos: Mi amigo el padre servita Javier contaba hace poco que tuvo que hacerse cargo de un colega que falleció de accidente en Mozambique. Murió desangrado, sin asistencia médica, entre tierras de nadie, pero no faltaron quienes acudieron a quitarle las pocas pertenencias que llevaba encima. Al recordar olores y detalles de la morgue, Javier encontró la palabra para describirlo: "dantesco". Expone, pero no se lamenta, que se han reducido las vocaciones y son muy pocos y que no dan abasto: no ya para hacer apostolado, sino para atender a tanta necesidad.)

Tenemos muchos aparatos eléctricos o a pilas que nos acercan la música, la imagen, voces y los hechos muy apartados -solo si queremos, claro, y, en general, solo "para estar bien informados"- a nuestra intimidad. Estamos conectados al mundo (escribo para occidente, en particular), pero no nos interesa que lo que sucede en otras partes, incluído en el piso del vecino de al lado, nos contagie de problemas. Vamos servido con "lo nuestro". Nos encerramos en nuestra complacencia, protegidos sólidamente para que no nos afecte negativamente.

Somos hoy más conscientes de nuestros derechos que de nuestros deberes. Acumulamos litigios en los juzgados, que colapsan la adminístración de justicia. Es cierto que hace tiempo que, en nuestras latitudes, no hacemos una guerra. Pero es que no se necesita empañar de sangre el tapete europeo para conseguir los objetivos.

Objetivos de unos pocos; a los demás, nos llevan, adormecidos, hacia atrás. ¿O queremos creernos de otra cosa?

 

Un cuento chino

Siempre me gustó leer, aunque reconozco que mi afición literaria no surgió por leer a Montesquieu ni a Cortázar, sino de ser cómplice en las Aventuras de Guillermo y en el pasear imaginario junto a Salgari por sus descripciones apasionantes de gentes, paisajes y animales casi mitológicos que, por entonces, solo tenía ocasión de encontrar, enjaulados, en el circo Price.

Cuando alguna efemérides debía ser orlada con un regalo, y me consultaban sobre lo que prefería, yo pedía un libro. Debía tener nueve o diez años cuando llegaron a mis manos varios libritos, con la denominación genérica de "Los mejores cuentos de todos los países", editados por Araluce.

La mayoría de las historias eran entretenidas, y de ellas podía deducirse una moraleja, que mi imaginación de niño adornaba con recompensas personales, aventuras insólitas e ilusiones vencidas. Eran joyas mínimas, algunas ilustradas con una representación sugerente, a todo color.

Pero los cuentos chinos se me resistían. Me resultaban ininteligibles. Aunque los leía una y otra vez (como todos los demás), no les encontraba sentido; se escapaban de mi mundo. Se difuminaban, ligeros, como vapores en el cuarto de mi imaginación.

Solo me queda el débil recuerdo de uno de ellos, que creo se titulaba "El lector infatigable".

Narraba la historia de un joven que había heredado de su padre, únicamente, una biblioteca con miles de libros y un consejo: "Lee".

El cumplimiento de aquella instrucción de su progenitor le aisló del mundo, pero le dió un gran conocimiento de todas las cosas. En particular, los volúmenes titulados "Anales de la dinastía Han", que estaba ya a punto de concluir, al tiempo que se le acababa la juventud.

Así estaban las cosas, cuando, entre las páginas del último tomo, se le apareció una diminuta figura de mujer, residente en ese volumen, de extremada belleza, y de la que el joven erudito se enamoró perdidamente.

No consigo completar con exactitud el resto del cuento, pero supongo que discurriría entre difíciles pruebas que el joven hechizado tuvo que superar para conseguir doblegar el corazón de la aparecida -recobrado un tamaño normal, añado desde mi visión de adulto-, para alcanzar el trofeo de casarse con ella y, por supuesto, a su debido tiempo, tener ese hijo imprescindible en los cuentos chinos, con el que se acababa sellando el amor de una pareja, garantizando así el futuro de la estirpe.

Lo que sí me quedó grabado es que, al final del cuento, aquel ser sobrenatural desaparecía, comprometido con volver al mundo de la fantasía al que nunca dejó de pertenecer, y el lector empedernido se quedaba, padre y rico, pero solitario.

¿Cuál sería la enseñanza?: No tenía a mano a niños chinos para ayudarme a extraerla, así que me compuse la mía. Si cumples con lo que te ordenan tus mayores, tarde o temprano los espíritus te recompensarán con bienes terrenales; pero si te enamoras de una elucubración, no esperes que se quede a vivir contigo toda tu vida.

Ya sé que a mis lectores de hoy esto les parecerá un cuento chino.

Aunque, últimamente, en mi país...nos hemos aficionados a los cuentos chinos, que no son las historias escritas para chinos, sino los inventos de algunos para tratar de convencernos de lo que no tiene coherencia. A los adultos, como sucedía a los niños que leíamos cuentos chinos en Occidente, les resulta imposible o muy difícil extraer una moraleja, encontrar el sentido a lo que se nos cuenta.

 

 

El Club de la Tragedia: Menos lobos, Caperucitas

Está en la naturaleza del deseo de provocar el aprecio ajeno, exagerar los méritos propios. Cuando la narración de las hazañas imaginadas alcanza dimensiones descabelladas, (pasando, pues, de castaño oscuro) el que las oye suele utilizar alguna frase hecha, descalificándolas.

Por ejemplo, puede que diga: "Eso no te lo crees ni tú"; "Al cocer, mengua"; "Ya será menos" o incluso, "Apaga y vámonos"; Y si lo que se está aguantando "no tiene pies ni cabeza", si se peinan canas, habrá quien recurra a una frase caída hoy en desuso: "Tienes más cuento que Calleja".

Me parece más propio, sin embargo, ya que estamos en zona de lobos, advertir a quienes nos quieren convencer de que se están dejando el pellejo en batallas por rescatarnos del peligro en noche oscura, con una expresión que viene más al dedo, como anillo, o pellizco de monja: "Menos lobos, Caperucita".

Esta expresión tiene el mismo empaque que la que en Asturias, donde somos muy precisos con el lenguaje, concretamos con tiros largos: "Ya t´oyí, y al platu vendrás, peru, mastuerzu, de ónde saques que con la que tá cayendo, ¿vas facer algo viniendo como vienes de alpargates?".

Recordemos que no hace ni siquiera un año, en este bosquete hispano, los Pulgarcitos andábamos llevando cestas con mermelada y panecillos a la abuelita de Hänsel y Gretel que, -lo que ya son ganas de tocarnos los pinreles-, habitaba en el bosque, que es como decir, estaba en una Residencia de mayores, pero de las de pago.

Después de haber hecho la visita obligada por el catecismo, y como comprobábamos por la oscuridad creciente que se nos echaba la noche encima, teniendo aquellos pelos, desorientados además por algunos ladridos que tomamos por aullidos de licántropos, y temiendo que no pudiéramos llegar de vuelta a nuestra casita de chocolate sin destrozar los zapatos de charol que nos habían costado un riñón y la mitad de otro, y para los que no teníamos repuesto, llamamos al 012 (emergencias), solicitando protección.

Para nuestra desgracia, el número al que llamamos resultó equivocado, y no conectamos con la Protección Civil de los Siete Enanitos sino con el departamento de Caperucitas, sección Caperucitas Azules, que prometió enviar un destacamento y nos ordenó que no nos moviéramos, estuviéramos donde estuviéramos, que nos sacarían de allí (o de aquí), porque tenían la inspiración de Alicia en El Pais de las Maravillas, con la ventaja de que nos habían mirado desde El otro lado del Espejo.

Y ahí estamos, en medio del bosque, en noche cerrada, sin que osemos (que no viene de oso, sino de osar) avanzar ni para delante ni para atrás. Nadie  ha venido, por supuesto, la batería de nuestro móvil está a punto de agotarse, porque aquí no tenemos donde enchufarlo, pero acabamos de recibir una llamada enigmática en la que una voz desconocida, con acento que nos ha parecido extranjero, nos ha anunciado: "Operativo resuelto. Vamos para allá de inmediato"

Apenas nos ha dado tiempo a gritar, "¡Menos lobos, Caperucitas!", y nos hemos puesto a correr hacia cualquier parte, despavoridos. 

El mito del desarrollo sostenible

El 27 de septiembre de 2012, entre las actividades programadas por el Comité del Instituto de Ingeniería de España (General Arrando, 38, Madrid) en apoyo de una iniciativa de las Naciones Unidas, preparé una conferencia sobre "El tejido industrial y el desarrollo sostenible".

Es, desde luego, un tema atractivo y bastante manoseado. Mi tesis doctoral sobre "El desarrollo industrial del Principado de Asturias a partir de la experiencia reciente", abarcaba, hace unas décadas, la misma problemática de fondo.

En mi opinión, la cuestión irresoluble desde el mercado es la distribución homogénea de la tecnología, lo que está imbricado, de forma sustancial, con la disponibilidad financiera, cuyo control no solo permanece en pocas manos, sino que se concentra aún más.

Aunque no tiene mucho sentido hablar de Países Tecnológicamente Más Desarrollados (PTMD), sino de estructuras industriales situadas en ellos que son dominantes, la debilidad de los entramados en los Países Tecnológicamente Menos Desarrrollados (PTmD), hace improbable que surjan en ellos grupos empresariales nacionales que, por mucho que se confíe en las ventajas de la globalización de los mercados,  alcancen una posición competitiva fuera de sus fronteras.

La realidad confirma esta sospecha. Las multinacionales pueden ubicar alguno de sus centros de producción en los PTmD, pero los mercados a cuidar siguen estando en los PTMDs.  

La reducción de empleo disponible que implica la incorporación de tecnologías más eficientens, está produciendo, de manera complementaria, un flujo emigratorio perverso. No por culpa de la tecnología, sino de la corrupción del término de sostenibilidad (o sustentabilidad), que he llamado ausencia de tecnoeconomía o Inmovilismo Sostenible (IS).

La tecnoeconomía supondría la subordinación de la economía a la difusión de los conocimientos técnicos relevantes, sustrayéndolos del mercado financiero e incorporándolos a la filantropía global.

Si no se corrige, seguirá sucediendo -entre otros efectos- que los habitantes de las zonas más deprimidas tendrán que emigrar para ocupar los puestos de trabajo subvalorados en las economías desarrolladas. Mientras tanto, los mejores tecnocientíficos serán captados por los grupos empresariales de los países más avanzados, cerrando así el acceso general a la tecnología y controlando, internamente, su generación y dinamismo.

 

Propuestas para que Toledo no se convierta en Tolero ( y 2)

Necesita Toledo, como más urgente, la construcción de más escaleras mecánicas que conecten el casco histórico con el resto de la ciudad. Está desde hace mucho prevista una que lleve desde la puerta del Sol al Miradero, interrumpida por falta, dicen, de fondos. Cada día, cientos de estudiantes y otros peatones deben realizar el penoso ascenso (y volver), perdiendo así tiempos valiosos, a la par que agotan energías. Mucho se lograría de tener esa vía de conexión, unificando la ciudad.

Hay un trenecito que cubre un itinerario turístico y que tiene, por lo que he comprobado, mucha aceptación. Los autobuses urbanos -demasiado grandes para circular por las estrechas calles- no tienen la misma aceptación y hacen el recorrido, la mayor parte de las veces vacíos. Urge la revisión de ese servicio.

Toledo es, hoy por hoy, una ciudad demasiado ruidosa; en el casco urbano no se duerme a gusto. A cualquier hora de la noche, grupitos de borrachuelos entablan discusiones estúpidas o mantienen insulsas charlas que despiertan y desvelan a los vecinos. Nadie viene a interrumpirlos (apetece, desde luego, lanzar agua sobre sus cerebros reblandecidos por el alcohol, al grito de ¡Agua va, desconsiderados!)

Han quitado la oficina de policía del centro, y quien desee realizar una denuncia, deberá hacer el camino hacia la central (sí, situada, abajo, muy abajo), y no le facilitarán allí, desde luego, las cosas. No sé de cuántos miembros dispone el servicio municipal de policía, pero no se les ve por el centro histórico, salvo para regular -como quien maneja un mecano- el tráfico de mercancías a primeras horas de la mañana (antes de las once), momentos en que decenas de furgonetas colapsan las calles interiores, navegando entre sufridos transeúntes que esquivan, como pueden, los vehículos conducidos por atareados repartidores.

De algo excepcionalmente positivo debo dar cuenta. Se han hecho, recientemente, magníficas recuperaciones de edificios antiguos que se destinan a restaurantes que, por lo que tengo comprobado, están regidos por comerciantes inteligentes y que ofrecen buen servicio. Esta labor sí que está muy bien enfocada, y lo prueba el éxito que están cosechando.

Pero, ¿quiénes viven en el centro de Toledo viejo?. No funcionarios, salvo contadas excepciones. Los políticos y funcionarios de la ciudad imperial prefieren vivir en Madrid y en localidades próximas, desplazándose a diario a sus despachos. Hay algunos pisos ocupados por extranjeros, otros alquilados a empleados de los comercios de la zona; muchos, vacíos, en los que carteles de "se vende" o "se alquila" demuestran a las claras que la oferta es superior a la demanda.

Hay un espacio especialmente infrautilizado, y para el que se ha hecho ya cierta inversión, pero que no se ha apoyado suficientemente para que cobre todo su valor. El paseo junto al Tajo, en el que deberían plantarse muchos árboles (en Toledo tenemos sol y agua), y crear zonas de esparcimiento, dotándolos de restaurantes, cafeterías y ofertas comerciales de entidad.

Toledo tiene muchas posibilidades por explorar. También en la ordenación de las rehabilitaciones, algunas de las cuales no se están haciendo con respeto hacia la unidad del conjunto, incluso encubriendo la vista de edificios singulares o falseando, con materiales erróneos, la verdadera recuperación homogénea que debiera pretenderse de una ciudad-joya.

Hagamos por Toledo. Por hacer de la ciudad un entorno plenamente funcional, habitable con comodidad, para el habitante del siglo XXI. Como lo consiguieron, en su momento, los anteriores pobladores. Teniendo en cuenta que hoy las exigencias de comodidad y nivel de vida han variado, pero deben ser compatibles con la Historia que deseamos contar.

 

 

El Club de la Tragedia: Miedo a los mineros

En las profundidades de la Tierra, allí donde dominan las tinieblas, los quechua creen todavía que no alcanzan los poderes de Dios y que, si se quiere salir con bien, hay que contentar a Tio, que es lo mismo, pero distinto: cada uno en su zona.

Cuando oigo contar cosas de los mineros, en especial de los mineros del carbón de las cuencas asturleonesas, y los escucho a ellos mismos (los que quedan y los que han sido), tengo casi siempre la impresión de que, perteneciendo al mismo reino de las cosas, sus historias -problemas, desventuras, éxitos-, se creyeran formando parte de otro mundo.

Desde muchos lados se presenta lo suyo como un espacio donde los asuntos discurren de otra manera, envueltos en oscuridad, o sea, en las tinieblas.

El miedo a los mineros debe estar anclado en alguna víscera del sentir colectivo, y se saca a pasear con solo nombrar la palabra: mineros.

Los ejemplos sobran, y algunos provienen de tales alturas de la erudición oficial que deben ser aceptadas como cúspides de las pirámides de la ignorancia, la mala uva, retorcidas intenciones o una combinación de tales esencias.

Un estudioso laureado de la Historia de España, el futuro cardenal primado Enrique Herrera Oria, publicaba en el III Año Triunfal (1939, para los despistados), un libro para que los jóvenes aprendieran a conocer sus raíces, bajo el evocador título de "España es mi madre", esta reflexión que pretendía desenmascarar a los mineros:

"En Asturias hay mucha gente buena; no todos son mineros" (pág, 200).

La clara indicación, se completaba, unas páginas después, (311 y ss.) con un pintoresco dibujo de las vidas de esos hombres malos:

"Oviedo sí que está en gran apuro. Es buena ciudad, pero cerca están los mineros de las minas de carbón de Mieres, La Felguera, Ujo, Turón...Estos mineros se pasan, con la cara y las manos ennegrecidas por el polvo del carbón, horas y horas en el fondo de profundas galerías, picando las rocas de carbón de piedra. Ganan muy buenos jornales: quince, veinte y veinticinco pesetas diarias. Parece que estos mineros debían estar contentos.

"Pero todos los días leen periódicos escritos por los jefes rojos. Estos periódicos, en grandes títulos, les dicen un día y otro día: ¡Mineros, hay que acabar con los ricos y los que van a misa. Hay que matarlos a todos, porque son enemigos del obrero. ¡Cuántos blasfemos hay entre los mineros!"

"Bajo tierra tienen ocultos miles de fusiles y cientos de miles de cartuchos(...)"

Aquellas disquisiciones nos producirán hoy, cuanto menos, asombro. Sin embargo, las opiniones en torno a los móviles de los mineros, la valoración de sus reinvindicaciones y las hipótesis acerca de sus armas ocultas, siguen estando sesgadas por una anomalía: el miedo a los mineros.

Tal temor impide, a muchos, analizar una propuesta inquietante: los mineros -los que quedan- son, sin que lo sepan tal vez, la brigadilla, no de los que representan la resistencia al cambio, sino de los que demandan soluciones para que el cambio no acabe con nosotros.

Esa es y no otra es la batalla que están, que estamos, perdiendo.

 

 

El Club de la Tragedia: Revisores y revisionistas

Hay acuerdo entre los que analizan hechos pasados en que, como la historia la escriben los vencedores y no solamente manejan el lápiz, también se encargan de destruir la mayor parte de las huellas que nos hubieran permitido después ahondar en las miserias intrínsecas a toda victoria, si se pudiera escuchar también a los derrotados.

El tremendo destrozo causado en las libertades, el respeto a las creencias ajenas y la quiebra en la solidaridad con los desfavorecidos de fortuna que, con caldo de cultivo especial en la larga guerra civil en España (1936-1939) tuvo el abono interesado en la presión demoledora sobre muchos derechos que ejerció la élite de los vencedores en las dos primeras décadas posteriores, generó, en las promociones que no vivieron aquellos momentos, un efecto colateral que califico de especialmente pernicioso.

Lo llamo, reconociendo que se ha acabado convirtiendo en un estado colectivo -en el sentido de generalizado o muy mayoritario- permanente, revisionismo estructural. Los españoles hemos consolidado, como sociedad, la situación de duda, de inseguridad. Y en ella hemos asentado nuestro comportamiento ante las dificultades.

Prisioneras nuestras instituciones de la angustia por no ser claramente capaces de dilucidar lo que más conveniente, llevamos décadas generando residuos de esta indecisión.

¿Efectos? Lamentables... Inseguridad jurídica, no exactamente la de un país habanero, pero sí la de quien tiene tal empacho mental que no alcanza a distinguir lo mejor de lo óptimo, lo aconsejable de lo bueno. Indefinición respecto a las condiciones básicas que regularían la convivencia, convertidos hoy en tierra de acogida sin haber sido capaces de resolver lo más urgente de las necesidades de los que ya están asentados.

Estado de derechos, en fin, y no de deberes. Defensores, entre ejemplos de la distonía que nos anquilosa, en los foros internacionales, de principios que, en nuestra pobreza económica (a veces, mental), somos incapaces de cumplir.

Aquellos vencedores se sentían armados con una trilogía -por supuesto, de factura interesada- que decían les protegía y justificaba: la verdad de la religión católica, el amor a la madre Patria, y el odio visceral al comunismo. Desmoronada hoy esta triada, ridiculizada en sus raíces sin haber conseguido sustituirla por nada coherente, la inseguridad se ha adueñado de la mayoría de los resquicios.

El español medio no cree en nada, desconfía de todos, critica cualquier cosa, niega cualquier autoridad o designio.

Es imprescindible que, remontándonos sobre las dudas, aparezcan personajes con poder de convicción que nos restituyan la confianza, cortando con las espadas de la eficacia y la respetabilidad, los nudos gordianos en los que se nos ha convertido nuestra ansia colectiva de revisarlo todo, ponerlo todo en cuestión, alborotar cada cajón de la sociedad y la cultura, sin alternativas, sin método, hasta sin ganas.

Tenemos que salir de aquí. De esto.

 

El Club de la Tragedia: Esquelas y supervivencia

Puede que cualquier medio de información, incluso los de las llamadas ediciones digitales, esté llamado a la extinción próxima, dado el poco interés que despiertan las noticias que no hace mucho se juzgaban relevantes.

En la lucha desesperada por la supervivencia, las empresas editoriales tratan de encontrar alguna fórmula magistral que les salve de la debacle, aunque me temo que solo conseguirán, en general, prolongar su agonía, aumentando las pérdidas de sus accionistas.

Dentro de un panorama tan sombrío, los tres ejes principales que dirigen las operaciones de escarbado (1) de los directores de los medios de difusión, especialmente los que dan mayor importancia a la palabra que a la imagen, para alimentar la ilusión de rentabilidad son éstos: las esquelas, los anuncios cortos (básicamente, citas sexuales y prostitución) y fútbol.

La política, tanto la nacional como, por supuesto, la internacional, hace ya tiempo que ha dejado de interesar salvo a los protagonistas de los desaguisados, pero su número, con ser alto, resulta insuficiente para soportar una edición diaria con la relación de sus torpezas.

La cuestión de la muerte del otro, aunque se produzca en circunstancias nada dramáticas, siempre ha sido objeto de curiosidad.

Por eso, sin duda, además de las reseñas sobre catástrofes, accidentes y guerras -guardando la equivalencia general de que cien muertos foráneos equivalen aproximadamente a uno local, y que la cifra de cambio puede elevarse a mil si los fallecidos fueron habitantes de un país del que solo se sabe el nombre-, ocupa mucha atención, o sea, mucho espacio, el anuncio del fallecimiento de las gentes e, incluso, el recordatorio del mismo cuando el difunto ha pasado al olvido ilustrado (se suelen llamar efémérides)

Si el lector tiene en la mano un periódico regional, observará la importancia que se concede a las esquelas. Son testimonios de fallecimientos de personas desconocidas -por lo general-, que ocupan más o menos un octavo de página, y cuya publicación ha supuesto para los deudos un desembolso de 300 a 500 euros.

Durante algún tiempo estuve coleccionando aquellas notificaciones de defunción que, bajo el nombre del difunto, situaban el apodo personal o familiar. En Asturias los hay muy variados, algunos ofensivos, que acompañan al extinto hasta su última morada, como último testimonio de la crueldad popular.

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(1) remover la tierra, ahondando en ella, como hacen los toros cuando preparan la embestida.

 

El Club de la Tragedia: Desdoro de la Farándula

Por farándula ya no se entiende la profesión de actor y el mundo en el que, hasta hace no poco se desenvolvía su vida, obligada a la transhumancia para llevar en tránsito la imagen de su arte y trabajo, con la que nos enterábamos de las alegrías y las penas de otros, que son las que menos duelen.

Sobre todo, desde que la televisión entra en los hogares como Pedro por su casa, las "gentes de la farándula" son, básicamente, los que viven del cuento, exponiendo sus miserias, alimentadas no pocas veces por su imaginación calenturienta.

Lamentable no es tanto su peculiar comportamiento, del que, en último caso, podrían considerarse únicos responsables, sino la especial glotonería con que un público encandilado con la bazofia devora sus excrementos como como gansos glotones, embutidos por el embudo mediático que les introducen por el gaznate (lo digo de forma figurada), otras gentes que, sin serlo académicamente, por lo general, se autotitulan periodistas, perjudicando el concepto de esta noble profesión.

Si yo mandara algo en el contexto de las comunicaciones públicas, en lugar de prohibir -por ejemplo- las corridas de toros en la tele, que no hacen mal a ningún ser inteligente y a unos cuantos -no pocos- nos parecen arte verdadero, prohibiría de un plumazo todos esos programas que se llaman del corazón, cuando apelan a otras vísceras menos respetables.

Son tales exhibiciones de impudicia, lugares de descrédito a la razón más elemental, que basan su éxito en conseguir que unos vociferantes personajes se enzarcen en discusiones interminables, o se presenten como animales irracionales, azuzados por cabestros y conductores de la manado, que, dándoselas de investigadores aficionados educados por la CIA, les sacan zumo a sus -casi siempre- miserables perspectivas vitales. No es ajeno al tejemaneje el hecho de que, por haber cobrado algo a cuenta de su desnudo integral, familiares, amigos, novios, chulos, sirvientes o enemigos de los que más suenan, parezcan dispuestos a sacar y dejar que les saquen las entrañas de sus pasados y se las pongan, hechas tiras cual sórdida mojama, a secar al sol que más caliente.

La vida, que da muchas vueltas, me ha puesto en la tesitura de conocer de cerca -tanto que me ha levantado unos pocos dineros, dejándome a deber- a una personilla de ese submundo, elevada por mor de la ignorancia colectiva al pedestal de "famosa" (así se reconoce ella misma en sus escritos en la red), esto es, reconocible, infausto título conseguido, en esencia, por haberse cruzado -abriéndose de piernas, fundamentalmente- con varios desgraciados que la creyeron, supongo, digna de mayor talante y mejor suerte.

Termino como debí empezar: Recuperemos la farándula, la buena. El arte de representar y contar historias que enseñen y diviertan, concebidas y realizadas por profesionales que sepan cómo transmitir emociones, combinando la fuerza del saber cómo con la de haber estudiado el porqué.

Y destinemos al desván, cerrándolo con candado de siete llaves, el vergonzoso propósito de esas gentes que se creen con la opción de significar algo en nuestras vidas, solo porque estuvieron dispuestas a contar, con pelos y señales, lo que, en puridad, debieran haber mantenido mantenido escondido, para que con su mal olor no nos apestaran el salón de estar tranquilos.

 

El Club de la Tragedia: Por la cultura

Ocho bomberos de Mieres, a principios de julio de 2012, decidieron mostrarse en pelota picada para protestar por los recortes de sueldo que se les habían practicado. Continuaban así con una práctica que tiene ya una larga tradición en nuestro país, pues, contrariamente a lo que se piensa, no responde a una adaptación casera de la película "Full Monty".

Mostrarse físicamente desnudo para llamar la atención sobre lo mal que la vida ha tratado a uno (o a casi todos) es, por supuesto, menos drástico que quemarse a lo bonzo, e, incluso, sin afectar al desequilibrio físico o síquico, consigue un mensaje parecido al de encerrarse en el interior de una mina, para lo que no hace falta embarcarse en una huelga de hambre, siempre de incierto final.

En una primera interpretación de estos y otros actos en los que se reflejan aspectos del descontento imperante, se puede caer en la tentación de verlos, simplemente, como una muestra de egoísmo corporativo: los exhibicionistas (en cueros o en abrigo, con cascos o en careta) nos reclaman fijarnos en lo suyo, por lo que colocan el asterisco sobre su situación y no sobre la general.

De todas las exhibiciones que sirven para pedir que "se arregle lo mío", la de enseñar los culos me parece, no ya la más pacífica, sino la más acorde. Muy diferente despelotarse a, pretendiendo lo mismo, quemar neumáticos, disparar metralla con bazokas, asaltar una sucursal bancaria o convertir en rehenes a inocentes que pretenden viajar de vacaciones.

Todas estas acciones son indicación de hechos culturales y, por tanto, son cultura. No pretendo con esta afirmación hacer de provocador, en absoluto, sino seguir la senda que en el mundo específico del arte lleva ya tiempo iniciada: es la intención y no el resultado lo que cuenta.

Si alguien, por ejemplo, tiene el propósito de pintar un cuadro, aunque sea la primera vez (y acaso la última) que tome los pinceles, lo conseguido será, con mucha probabilidad, no solamente un adefesio, una aberración pictórica, sino, ante todo, una obra de arte. ¡Cuántas veces, al visitar una exposición de los sedicentes "artistas de vanguardia" no hemos tenido la impresión, no ya de que hubiéramos sido capaces de hacer lo mismo, sino que no nos hubiéramos atrevido jamás a mostrarlo en público!

Un grupo importante de representantes del "mundo de la cultura" se manifestaron, a finales del mismo mes de julio que puso a los bomberos mierenses en primera página, en contra de la subida del iva, que coloca a España a la cabeza de los países europeos que penalizan la exhibición organizada de las expresiones artísticas y literarias.

Pretenden creativos, actores, cómicos y otras gentes que quieren vivir de la cultura, que se la está matando. Discrepo algo. La cultura no se puede matar, porque ya no será posible renunciar a ver cultura en todo lo que hace el ser humano, desde la mierda del artista a los peces mal disecados, desde un trozo de árbol pintarrajeado a un papel en blanco.

Lo que se está consiguiendo es otra cosa: dificultar que se pueda vivir por el esfuerzo solitario de pretender crear sin contar con que la publicidad le pondrá el mérito; dificultar que se pueda cobrar por la reelaboración, representación, escenografía y perfeccionamiento de lo creado, facilitando, en sentido inverso, la improvisación, la vulgaridad y, sobre todo, lo trivial, lo superfluo, lo que no reclame espacio mental para que el destinatario piense, convenciéndole de que es cultura todo lo que engulle y no bazofia que le engorda sin músculo.

#Por la cultura. Por la que cuesta generar, reproducir, representar. Por la que nos hace disfrutar, por supuesto, pero, sobre todo, nos ayuda a entender, nos estimula y provoca, y nos hace un poco mejores, más críticos, también, por ello, más creativos y, por lo mismo, más humildes ante los que han perfeccionado sus cualidades y menos contemporizadores con las que no las tienen ni las aprecian.

Y, antes incluso de firmar mi adhesión al movimiento "#Por la cultura", me adscribo a una petición que, me temo, cuenta aún con menos adeptos: #Por la cordura.

 

El Club de la Tragedia: Nos engañan: pero la culpa es nuestra

El dependiente trataba de vender a una señora un queso azul -"el de la hoja", le explicaba-, animándole con que "venía muy bien de precio", y que, además, sabía más fuerte que los otros que tenía en el mostrador, porque "era de Cabrales".

Cuando les hice notar que el queso en cuestión no podía tener mucho que ver con el cabraliego, pues ni el aspecto, ni el sabor, ni el precio, se correspondían con el de la denominación de origen "Cabrales", el joven del mostrador me replicó, pretendiendo cierta picardía, que "de todas maneras, era de la zona".

"Será de la zona -le dije-, porque no voy a dudar de su palabra. Pero no tiene nada que ver con el "quesu Cabrales", de la misma manera que un colega mío que se llama Juan Carlos Rey, ni tiene que ver con los Borbones y hasta creo que ni siquiera es monárquico".

Dicen los más viejos del lugar que la primera vez que alguien te engaña es culpa suya, pero la segunda que te vuelve con la misma monserga, ya es la tuya.

Nos engañan por todas partes: el Gobierno, afirmando que están haciendo lo que hay que hacer, mientras nos hundimos cada vez más en la ciénaga que nos han preparado los especuladores norteamericanos y la insolidaridad franco-germana (aderezada, desgraciadamente, con la incompetente-ingenuidad carpetobetónica).

Nos engaña la oposición socialista, y nos engañó, como Gobierno, pretendiendo que nos encontrábamos en Tierra de Prosperidad cuando nos guiaban por desiertos en los que los brotes verdes eran ramas de plástico; nos engañan muchos banqueros, mostrando sus rasguños al lado de nuestras amputaciones y pretendiendo ser imprescindibles para salvarnos de su propia avaricia; y hasta nos engalan los bancarios, especulando para beneficio de sus principales con nuestros ahorros, negándonos créditos porque no ven más que riesgos en nuestros proyectos pero habiendo tapado sus ojos, cuando se lo ordenaron, para enguadar a los insolventes, y nos engañan, aún, cuando, para mejorar resultados, nos cargan comisiones y gastos superfluos.

Engañan no pocos profesores universitarios que, autoproclamándose genios, no aprenden, no mejoran, no investigan, y, amparados en su beca, enseñan como imprescindibles múltiples cuestiones inútiles, mientras cabalgan con su ignorancia respecto al mundo real por los reinos de taifas de las aulas, blandiendo, orgullosos, sus espadas cargadas de sobresalientes y suspensos con las que, según humores, siembran falsas expectativas o cortan de cuajo ilusiones juveniles. 

Engañan todos aquellos que por haber estudiado cuatro libros de magias, elucubraciones y ritos, ya sean curas, rabinos, imanes o sectarios de cualquier religión, se empeñan en hablarnos en nombre de dioses cuando deberían, copiando a los mejores de entre ellos, enseñarnos mejor, con su ejemplo, a ser más iguales y, por tanto, solidarios.

Engañan cuantos nos saquean el dinero y los frutos que conseguimos con nuestro esfuerzo y trabajo, y no es por el dinero -que se lo lleven a la tumba, junto a nuestro desprecio-, sino porque nos llevan con él, las ilusiones.

Nos engañan, en fin, los que acumulan desmesurados poderes y riqueza, cuando nos pretenden convencer de que lo han conseguido con honradez y trabajo o que lo han heredado dignamente de sus antepasados, que lo han, a su vez, obtenido con laureles y justicia.

Nos engañan. Y, encima, como no es la primera vez, la culpa es nuestra.

El Club de la Tragedia: Preocupaciones acuciantes, celebérrimos y nombres de calles

Mientras esperaba a que una virtuosa de la aguja le ajustase a mi esposa, una prenda comprada en un hipercomercio a sus medidas correctas, repasaba yo (en función de chófer paratodo a la americana), mentalmente, mi aún escaso vocabulario chino -que si existe, me servirá, seguro, para hacer algunas amistades en la otra vida (1)-.

Aburrido por lo prolongado de la espera, me concentré, en un barrio que no es en el que habito, en observar el movimiento de clientes ante un kiosko de periódicos y revistas.

En mi cómputo ocasional, ganó, por amplia goleada, el diario Marca, respecto a los demás medios, -contabilizándolos incluso agrupados-, que recogían información general.

Las noticias económicas del día explican que el país "se encuentra en situación límite", y, como me encontraba en una zona de las que se entienden con menor poder adquisitivo que la media, deduje, en terminología bursátil, que "ya se había descontado" en ese barrio el estado económico en que nos ha puesto el trío maravillas: la ineficiencia de los políticos, la avidez de los grandes empresarios y la ignorancia de los que creíamos que el futuro era como nos los pintaron quienes se llevaron el santo y la peana.

Por eso, porque ya descontamos la desgracia, entiendo que ha pasado a primer plano (aunque tal vez lo estaba ya antes) el análisis minucioso de los fichajes futboleros de temporada, la negativa de Nadal a enfundarse ese chándal diseñado por la mafia rusa para hacernos objeto de chirigota en los olímpicos de Londres y, aunque ya quizá en tono menor, comprender los entresijos de cuanto estén haciendo por el mundo nuestros atletas motorizados, ya sea en fórmula uno, motos de gran cilindrada o en vehículos movidos a pedales.

Los tiempos cambian y las preocupaciones se desvanecen, para satisfacción de los que defienden que la memoria humana linda con el olvido y que, en habiendo salud, lo demás no vale para un peine.

¿Dónde tenemos ejemplos de memoria colectiva? ¿En las hemerotecas, en los cementerios, en los libros de texto? Opino que, sobre todo, el interés popular se refleja en las calles. En los nombres de las calles.

Por ejemplo, en la ciudad en la que tengo puestas mis añoranzas de expatriado (Oviedo) hay todavía calles dedicadas a personalidades que cumplieron algún papel en la historia de las letras y las ciencias -sí, también, a generales y otros militares-, pero apostaría que pocos sabrían reconocer ni uno solo de sus méritos.

Quizá por eso, en esa urbe como en todas, va siendo muy normal sustituir nombres de desconocidos en las calles, dedicándolas a políticos recientes, -aunque no hayan pasado de alcaldes de barrio o concejales de cultura-, a tipos de farándula, a locos y tipos singulares, a corredores (no de bolsa), a toreros, a futbolistas y a otros personajes de la devoción popular, que resultan más acordes con la cultura imperante, la del consumo inmediato.

Estas manifestaciones efímeras de vanagloria, en la que homenajeado y el prócer complaciente comparten placa, contrastan con los nombres que aún subsisten, y que reflejan, con buen tino, la socarronería y sencillez de que disfrutaba otrora el pueblo llano: las calles de Salsipuedes, Canóniga, Campo de los Patos, La Luna, El Fontán, Mon, La Argañosa, Postigo, Tenderina o Paraguas. (2)

La nueva sabiduría popular ha tomado, en fin, sus decisiones respecto a lo que le importa del futuro: la realidad económica financiera que siga el  curso que le pete, pero como fórmula para disfrutar algo de la vida, hay que leer la prensa deportiva.

Conclusión: Los países avanzados en el control de los mercados, nos habrán quitado la cartera,  pero el himno que tendrán que oir en los estadios deportivos los ciudadanos de esas tierras, que sea el nuestro. 

Y cualquier día de estos, cuando tengamos tiempo, hasta le pondremos letra, y entonces cantaremos algo todos juntos.

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(1) Sería evidente, por el sentido de la frase, que me refiero a la (im)probable existencia de la otra vida, y no al vocabulario chino, que no solo tiene existencia demostrable, sino que hasta se me aparece creado, en mi visión egocéntrica, con la pretensión de amargarme las etapas finales de la mía.

(2) Imagínese el lector este circuito: Salga por la calle de San Roque, del antiguo Seminario Diocesano, tuerza por el Padre Suárez hasta cortar la de Fuente del Prado y métase por Fernando Alonso, todo seguido, sin abandonar luego Juan Escalante de Mendoza y, al entroncar con José López Muñiz, terminándola, gire a la derecha por Postigo Bajo hasta el Campo de los Patos. Allí nos vemos.

El Club de la Tragedia: Control de riesgos, deberes y derechos

El 18 de julio de cualquier año, para los españoles, es una buena fecha para la reflexión acerca de la naturaleza humana. En particular, resulta imprescindible para aquellos que nacieron con posterioridad a la guerra civil, que ya somos la inmensa mayoría.

Uno de los ángulos desde los que se puede analizar el conflicto que causó inmensa ruptura económica y social en este país -muy superior, desde luego, a la que existía antes del alzamiento- es el de las falsas razones que se movilizaron en el doctrinario colectivo para impulsar a los pacíficos a una guerra.

No tiene que ver con legitimidad de los gobiernos, ni con opciones políticas. Seguir escarbando en la traición al juramento expresado por militares de carrera para defender el orden establecido (la República) y, en dirección contraria, al sentido del deber de los que defendieron al gobierno salido de las urnas en las elecciones previas a la guerra civil, no produce más que confusión respecto a las razones.

Estoy convencido, después de haber escuchado muchas versiones, confesiones y críticas, de gentes que se encontraron luchando en una u otra facción que, después del fracaso de los autores del golpe militar -y sus comilitones civiles- para hacerse de inmediato con el poder, lo que propició la escalada bélica, en una espiral de violencia sin control, fue la necesidad de supervivencia.

No los ideales. Nada de eso. Ni la defensa de la religión católica, ni la mejora del nivel de vida a costa de los ricos, ni el aplastar el marxismo o las reinvidicaciones obreras, ni siquiera la consecución de un nuevo orden en el que se pudieran, para los poseedores del capital, hacer mejores negocios.

Es imposible encontrar una coherencia ideológica en cualquiera de ambos bandos. Por el contrario, todos aquellos que tuvieron un arma en la mano y el riesgo de caer muertos, tuvieron que resolver, y varias veces, el dilema de o matas o te matan. Para amortiguar la desazón de tener que acudir a ese juego continuamente, muchos utilizaron el odio indiscriminado al contrario, que fue alimentado desde la mentira.

Por eso, es muy importante controlar los riesgos de las actuaciones en períodos pacíficos, señalando los límites a los deberes y a los derechos de cada uno. Quien da a otro más de lo que merece, está cometiendo una injusticia si, para ello, desposee de lo que no le sobra al que lo ha merecido.

Y quien exige más de lo que, en justicia, le corresponde, ha de saber que está demandando, con su petición extemporánea, que se deje a otro u otros sin lo que es suyo.

 

El Club de la Tragedia: El comentario como noticia

Como ya somos todos mayores, sabemos bien que la verdad objetiva no existe y que es importante quién nos cuenta las cosas, porque de ello depende que podamos construir nuestra propia opinión.

Ignoro si en las Facultades de Periodismo (Ciencias de la Información) se esfuerzan en convencer a los educandos de que hay que ser objetivos y neutrales, pero tal propósito me parecería decididamente equivocado.

La contribución a la formación de la persona implica ayudarle a construir una opinión acerca de las cuestiones fundamentales en las que pueda encajar sus propias vivencias, y que le den las herramientas para seguir perfeccionando, a lo largo de su vida, en proceso continuo, su concepto del ser y saber ser.

Los informadores, especialmente cuando lo que comentan se dirige a destinatarios con menor formación y capacidad crítica y, por lo tanto, más proclives a dejarse impresionar por lo que se les presenta como fuentes de autoridad, tienen una gran responsabilidad, porque se convierten en garantes, no ya de la noticia, sino, por la facultad para escoger los detalles que juzguen más relelevantes de la verdad material, de la posible interpretación que, quienes no tienen acceso a las fuentes, den a la noticia.

Son varias las posibilidades de interferencia entre la verdad absoluta y la material comunicada, y de encubrir o disimular lo objetivo entre lo subjetivo. El informador debería, ante todo, preocuparse por trasladar la información que conozca sin suprimir nada de lo que entienda sustancial para comprenderla, pero separando bien lo que está comprobado de lo que es especulación. Y, si se aventura a comentar la noticia, habría de hacerlo de forma culta, instruída, pero, también, comprometida: las interpretaciones nunca son neutrales.

He oído bastantes veces que para estar bien informado hay que leerse periódicos o escuchar emisoras (de radio o televisión) de las diferentes tendencias. Esta imposible labor, que obligaría al ciudadano a estar en continua operación de filtrado y síntesis de lo que se le ofrece, ni siquiera garantizaría que obtuviéramos todos los datos y, aún disponiendo de todos los datos, es casi seguro de que no seríamos capaces de integrarlos en una conclusión perfecta, admisible por cualquiera sin reticencias.

Los cambios de informadores que se produjeron en julio de 2012 en los medios públicos no son triviales. Supongo que al Ejecutivo de Rajoy no le gustaba la forma en que estos informadores glosaban ciertas noticias y, por eso, como no se pueden cambiar los hechos, han decidido cambiar a los que nos los cuentan.

Seguramente fue incluso determinante para justificar internamente el, a la luz pública, injustificable trueque, la alta calidad profesional ampliamente reconocida de los sustituídos y, aún más, se tuo en cuenta el alto número de fieles seguidores de los programas que dirigían, esto es, su capacidad para inducir conclusiones en los informados.

Si abrigábamos dudas, no habían transcurrido 24 horas de las sustituciones cambios, y ya estábamos en situación de deducir, con hechos, las razones principales por las que se trataba de eliminar lo que el Gobierno actual consideraba una molestia para sus objetivos de poner luz en lo que le resultara más conveniente y usar la omisión donde le apetecía, sin más que analizar la forma y manera en que los sustitutos están ahora actuando.

El procedimiento seguido es de libro. Se trata de conceder más énfasis a lo que tiene poca importancia relativa, consumiendo con ello el tiempo dedicado a la información, en perjuicio, pues, de lo relevante. Se pone, simultáneamente la lupa de la noticia en el ángulo que interesa más al capataz, no al pueblo llano que somos quienes pagamos, yendo en rápida pasada de vuelo distante por lo que pudiera perjudicar la imagen del que reparte los salarios a los peones que manejan la tijera.

Volvemos, pues, a tiempos de censura. Entiéndaseme: habrá siempre sesgos en la forma en que se comentan la noticia. La ideología del que comenta es, no solo inevitable, sino imprescindible. Pero la ideología del que comenta no tiene porqué coincidir del que provoca la noticia: si es así, el modelo se convierte en servilismo. La forma de ejercer censura será más sutil, pero no por ello menos efectiva.

Si la manera de dar la noticia cuenta con la complicidad del informador, entramos en patraña. Se reduce la dosis de información, pasándola por un doble filtro y se edulcora antes de servirla; si, además, la situación está diagnosticada como enferma de diabetes, el escándalo huele a chapuza indigestible, genera aún más peligro de que no se pueda ni intuir la componenda.

Ahí la tenemos, pues. Se sustituye lo económico por lo deportivo, lo político por lo folclórico; se eligen con mimo las palabras para presentar lo que hace -o no hace- el poder y se secciona, de las tomas en directo, lo que apetezca contar de lo que dijo, sacando lo feo por su lado más favorable, casi apetecible. Del contrario, poniendo más distancias, se hace, en coherencia malévola, lo opuesto.

La consecuencia es inmediata: el comentador se hace parte de la noticia, y el comentario es, por encima de lo que sucedió, no solo malversación, sino noticia.