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Al Socaire de El blog de Angel Arias

Un cuento chino

Siempre me gustó leer, aunque reconozco que mi afición literaria no surgió por leer a Montesquieu ni a Cortázar, sino de ser cómplice en las Aventuras de Guillermo y en el pasear imaginario junto a Salgari por sus descripciones apasionantes de gentes, paisajes y animales casi mitológicos que, por entonces, solo tenía ocasión de encontrar, enjaulados, en el circo Price.

Cuando alguna efemérides debía ser orlada con un regalo, y me consultaban sobre lo que prefería, yo pedía un libro. Debía tener nueve o diez años cuando llegaron a mis manos varios libritos, con la denominación genérica de "Los mejores cuentos de todos los países", editados por Araluce.

La mayoría de las historias eran entretenidas, y de ellas podía deducirse una moraleja, que mi imaginación de niño adornaba con recompensas personales, aventuras insólitas e ilusiones vencidas. Eran joyas mínimas, algunas ilustradas con una representación sugerente, a todo color.

Pero los cuentos chinos se me resistían. Me resultaban ininteligibles. Aunque los leía una y otra vez (como todos los demás), no les encontraba sentido; se escapaban de mi mundo. Se difuminaban, ligeros, como vapores en el cuarto de mi imaginación.

Solo me queda el débil recuerdo de uno de ellos, que creo se titulaba "El lector infatigable".

Narraba la historia de un joven que había heredado de su padre, únicamente, una biblioteca con miles de libros y un consejo: "Lee".

El cumplimiento de aquella instrucción de su progenitor le aisló del mundo, pero le dió un gran conocimiento de todas las cosas. En particular, los volúmenes titulados "Anales de la dinastía Han", que estaba ya a punto de concluir, al tiempo que se le acababa la juventud.

Así estaban las cosas, cuando, entre las páginas del último tomo, se le apareció una diminuta figura de mujer, residente en ese volumen, de extremada belleza, y de la que el joven erudito se enamoró perdidamente.

No consigo completar con exactitud el resto del cuento, pero supongo que discurriría entre difíciles pruebas que el joven hechizado tuvo que superar para conseguir doblegar el corazón de la aparecida -recobrado un tamaño normal, añado desde mi visión de adulto-, para alcanzar el trofeo de casarse con ella y, por supuesto, a su debido tiempo, tener ese hijo imprescindible en los cuentos chinos, con el que se acababa sellando el amor de una pareja, garantizando así el futuro de la estirpe.

Lo que sí me quedó grabado es que, al final del cuento, aquel ser sobrenatural desaparecía, comprometido con volver al mundo de la fantasía al que nunca dejó de pertenecer, y el lector empedernido se quedaba, padre y rico, pero solitario.

¿Cuál sería la enseñanza?: No tenía a mano a niños chinos para ayudarme a extraerla, así que me compuse la mía. Si cumples con lo que te ordenan tus mayores, tarde o temprano los espíritus te recompensarán con bienes terrenales; pero si te enamoras de una elucubración, no esperes que se quede a vivir contigo toda tu vida.

Ya sé que a mis lectores de hoy esto les parecerá un cuento chino.

Aunque, últimamente, en mi país...nos hemos aficionados a los cuentos chinos, que no son las historias escritas para chinos, sino los inventos de algunos para tratar de convencernos de lo que no tiene coherencia. A los adultos, como sucedía a los niños que leíamos cuentos chinos en Occidente, les resulta imposible o muy difícil extraer una moraleja, encontrar el sentido a lo que se nos cuenta.

 

 

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