Macrofiestas, megaiglesias, hiperestadios, teramanifestaciones
Lo pequeño será hermoso, pero lo grande es magnífico. Así deben pensar quienes se afanan por construir espacios de aglomeración cada vez más imponentes, y así lo aceptan quienes los llenan.
Unos, generan necesidades y deseos, poniendo la tramoya en un escenario que, por grande que sea, resulta apenas visible desde las gradas, en donde los otros, aunque crean participar como espectadores, son parte principal del espectáculo.
Porque el espectáculo no es lo que se produce, sino el hecho mismo de la que congregación, el convertirse en multitud, sentirse masa. Los asistentes asumen, y no importa que no lo reconozcan así, que su papel principal, su única aportación al evento, sea cual sea el pretexto por el que han acudido a la llamada, es aportar su cuerpo serrano en el hueco que se les designe.
Cuando más multitudinaria la fiesta, mejor. Si la iglesia tiene espacio para reunir a cien mil fieles del predicador inspirado, genial. Si el estadio sirve para congregar a tantos devotos de un par de virtuosos con un baloncito que su desplazamiento sea capaz de colapsar las vías de una ciudad varias horas, espléndido.
Si la convocatoria consigue que la manifestación aglutine tantos descontentos que existan más participantes en ella que indiferentes en las aceras ante la exhibición de protesta, un éxito.
De cuando en cuando, se produce una llamada de atención para poner en evidencia que, aunque nos comportemos o queramos aparecer como una masa homogénea, las estampidas nos van a afectar individualmente; las muertes, podrán ser solo la nuestra; las creencias y mitos nos implicarán a la postre solo a nosotros; las magníficas exhibiciones de destreza ajena no mejorarán nuestra pobreza mental y el participar en una congregación de descontentos por la crisis no nos sacará del desempleo.
Porque, haciendo más grande el espacio, solo damos cabida a más necesitados.
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