El rumbo incierto del sindicalismo
Se ha convenido en presentar, como resultado de análisis que me aventuro a juzgar de bastante superficiales, que los sindicatos de trabajadores, con los perfiles que han quedado autorizados por la Constitución de 1978, cumplen en España un papel sustancial en la defensa de los derechos de los más débiles en las relaciones de producción.
No se concede, en general, la misma importancia a las agrupaciones de empresarios, que se siguen llamando patronales. Parece, en este caso, admitirse que los que ponen las ideas y el capital para conformar esos entes que el devenir del dios mercado ha tornado, cada vez más, en sometidos a avatares misteriosos (1), no necesitarían tanto de formar coaliciones para trasladar sus intereses a las mesas de negociaciones, pues los propios gobiernos del Estado ya se encargarían de protegerlos.
No pretendo que se me vea como un simple o un terrorista argumental al exponer tan torpemente estas razones, que podrán ser más o menos entendidas, pero que están apoyadas en la observación. Forman parte de mi apreciación, ya de perro viejo, al advertir cómo discurren las relaciones, -a nivel global, no de empresa- entre los colectivos de empleados por cuenta ajena y la masa variopinta de quienes tienen, según el imaginario popular, solo la vista puesta en los resultados económicos.
La cuestión de la separación de poderes en el territorio empresarial ha perdido vigencia y, en particular los dirigentes sindicales, -pero también se contagian de este error los responsables patronales-, siguen manejando viejos esquemas que es imprescindible cambiar. No es época de lucha, sino de concertación; no es tiempo de reinvindicaciones, sino de colaboración; no hay que mirar solo a lo que nos interesa, sino que es imprescindible elevarse para tener la visión de todo el campo de acción.
Los sindicatos ya no defienden, aunque lo digan, ni mantenimiento de los empleos ni mejora de las condiciones de trabajo. No pueden hacerlo, porque no saben, ni quieren, ni tienen los elementos para hacerlo. En un Estado desarrollado, con garantías jurídicas provenientes de una legislación avanzada y seria, las huelgas son falsas herramientas de actuación, que no hacen más que perjudicar, justamente, a los colectivos que se pretende defender. Y aún más: ignoran a los más débiles, por más que alardean de tomarlos en consideración.
Los más débiles, en una situación de crisis, no son los que tienen trabajo, aunque sea precario. Son los que lo han perdido, los que no lo han tenido nunca, los muy jóvenes que no saben cómo orientar su camino (formación profesional, estudios, universitarios, emigración, ...), los más capaces que están infrautilizados por la sociedad, los enfermos sin recursos, los que carecen de ingresos, ...
Aquí estamos, pues. Con una masa insoportable de prejubilados y jubilados que son, en buena medida, el resultado de correcciones, ajustes de plantilla, ERES y Planes de regulación de todo pelaje, y que cargan sobre las arcas exangües del Estado, sin producción alguna, aunque estén sus receptores en edad y conocimientos de producir.
No han conseguido los sindicatos incorporar a más jóvenes al mundo laboral, para lo que basta presentar las cifras: una cuarta parte de los menores de 25 años no tiene trabajo, ni preparación para conseguirlo; y la mitad de ese colectivo tan sensible -para todos, no solo para ellos- no produce. Escribo esto, porque, en la confusión con la que se ofrecen las cifras, interpreto que esa otra cuarta parte que completa la primera a la que me refiero en este párrafo, estudia o hace que estudia.
Pero lo peor, en mi opinión, es que los líderes sindicales no saben qué proponer. Me refiero a propuestas que sean factibles, que no sean solo desiderata política, intenciones sin fuerza para devenir reales. Ellos han sido también coautores de la situación a la que hemos llegado, con reinvindicaciones que no tenían acomodo en lo posible, sin visión de futuro para conseguir la incorporación razonable de jóvenes y mujeres, sin producir descalabros, sin llegar a entender lo que es el equilibrio precario que da vida a la rentabilidad de las empresas.
Podrá doler, pero se necesita un nuevo sindicalismo. Capaz de negociar, de forma inteligente y pragmática, desde el profundo conocimiento de la realidad empresarial y social, medidas y soluciones.
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(1) Me refiero, válganme la sintaxis y la semántica, a las empresas.
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