Disputas al margen de las civilizaciones
Empezamos la segunda quincena de noviembre de 2012 con un recrudecimiento -así lo denominan los expertos, si es que hay expertos en estas artes del desencuentro- de la tensión entre palestinos e israelíes. Con otras palabras: la guerra que tienen planteada desde los apaños de Camp David (1) se cobrará nuevas víctimas, (especialmente entre los palestinos, pertenezcan o no a Hamás y simpaticen o no con la Yihad islámica), hasta que los intereses económicos de los judíos norteamericanos encuentren un nuevo punto de equilibrio inestable.
Hubo un tiempo en que un iluso denostado, que pilotó, hasta encallarlo en los arrecifes de la avidez internacional, el barco de los intereses españoles, defendió la necesidad de una alianza entre civilizaciones.
Por supuesto, la propuesta era una tontería (acepciones 3 y 4 del Diccionario de la RAE). Ningún grupo está dispuesto a compartir en un mismo cuenco las "costumbres, ideas, cultura o arte de un pueblo o comunidad" (definición de la RAE) sin que, ante todo, se le reconozca su superioridad frente a todas las demás opciones. Desde el mejor cocido lo hace mi madre, pasando por los mejores aires son los de mi pueblo, se llega, en camino natural, hasta qué se creerán esos, si la razón está indubitadamente de nuestro lado.
Es relativamente sencillo, si se toma uno el interés de no quedarse en lo superficial, comprender que los pueblos no discutirán, jamás, por cuestión e civilizaciones, que es un quítame allá esas pajas, comparado con el estímulo central de las apetencias humanas. La clave está siempre, lo estuvo siempre, lo estará por siempre jamás hasta la destrucción de la especie de la que formamos parte, en la posesión de la tierra; en especial, de la tierra fértil, esto es, con agua.
Cuando se disipa el polvo de las batallas por imaginarias discrepancias religiosas, ideológicas, culturales, aparece, diáfano, el motivo que nos hace discrepar a los humanos: dominar la Tierra. Está en la Biblia. Solo que Dios se lo dijo a muchos patriarcas al mismo tiempo, y en esta carrera desenfrenada hacia la destrucción, cada tribu cree tener el auxilio de la superioridad para alcanzar el objetivo.
Me ha producido una intensa emoción el advertir, una vez más, que en la disputa regulada por la presidencia de los Estados Unidos, ambos contrincantes recurren a los sentimientos religiosos y a la convicción indemostrable de que el pueblo norteamericano tiene una vocación o designio divinos.
Retomando la situación desde la Unión Europea, no me atrevo a valorar cuántos desencuentros y destrozos pueden ser atribuíbles al agnosticismo admitido de muchos de sus dirigentes o a la pluralidad de matices, convertidos en relevantes, que han separado, en este continente con mentes viejas, a los creyentes, sin que nadie parezca haberse dado cuenta de que toda diferencia es, siempre, producto de una mentira originaria, de una falsedad instrumental.
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(1) También podemos remontarnos a la declaración de Balfour (1917), o a guerra árabe israelí de 1948, provocada por la nada inocente intromisión de las Naciones Unidas en la zona, arrojando sobre ella el ascua del reciente incendio.