Sobre el lascivo encanto de las dictaduras
Si tuviéramos mejor capacidad de análisis y más tiempo para ejercitarla, tal vez podríamos trazar con pincelada segura el camino que condujo, desde aquellas estructuras sociales presididas por emisarios divinos, tipos cultos y recios a pesar de su gusto por el oropel, que incluso se creyeron pertenecientes a árboles genealógicos que les unían a lo metafísico (hablamos de faraones, emperadores indopersas, etc.), a esta miseria actual en la que dictadores de inequívoca calaña sicópata llevan treinta o cuarenta años dominando cualquier movimiento de rebeldía en sus amados pueblos, ordenando sofocar con sangre, fuego y oraciones toda disidencia.
Queremos creer que la razón de poner en solfa ese tercermundismo insostenible, pero consentido por las grandes potencias, ha sido el impulso juvenil de una revolución desde abajo, nacida de la consciencia de un mundo global en el que otros jóvenes, más allá del horizonte, tienen un nivel de vida que parece propio del Paraíso, disfrutan de una libertad que nadie vigila, y deben disponer de tantos medios a su alcance que pueden decidir si estudian, trabajan o vegetan, sin que el látigo de algún sexagenario les cruce la cara.
Y tenemos que conceder valor especial, además, en la movilización de una revuelta que responde al clamor de un ¡basta ya! (a la hipocresía, a la falsedad, al dominio, a la pernada, a la imposición de silencios) a esas mujeres que van ahora con la cara descubierta, que, por debajo incluso de los sharis y los burkas, llevan sus brazos y muslos al aire, exponen su femineidad sin tapujos, y hablan, gritan, demostrando que, también en esos países, tienen -por lo menos- la misma capacidad intelectual que los varones.
No temen, ni unos ni otras, que caiga sobre ellas ningún energúmeno enarbolando la bandera de Alá para obligarles a callarse la boca, a volver a los rediles y a ellas, además, a ponerse un trapo mesacamilla para hacerlas desaparecer visualmente del espacio.
Ver y oir (en la traducción simultánea al español) el 22 de febrero de 2011 a un tal Gadafi, presidente de Libia, vomitar amenazas de muerte contra cualquiera que se mueva contra él, insultando soezmente a quienes manifiestan, inequívocamente, que lo que desean es que se vaya para siempre del país, supuso para cualquier alma sensible un esfuerzo titánico de resistencia al vómito, una apelación al sentimiento de vergüenza ajena (y, por lo que nos atañe, también propia).
Era imposible no tener presente que de las decisiones de ese individuo, indudablemente poseído de sí, ególatra, iluminado, déspota, tirano, insano, afectaban a millones de seres humanos. Entre los afectados, además, nos encontrábamos nosotros, españoles dependientes del suministro de petróleo y gas natural libio, pueblo sin coherencia en muchas cosas que habíamos estado batiendo el agua de una inasumible amistad con el dictador.
Los acontecimientos que, desde enero, han venido sucediéndose, en una imagen que puede asimilarse a un fuego que se propaga, entre los países árabes en donde se habían implantado, con la connivencia norteamericana y europea, dictaduras duraderas, con intenciones de reproducirse en dinastías, deben hacernos reflexionar, y mucho, sobre lo que llamábamos "alianza de civilizaciones", "cooperación para el desarrollo", etc., pero también, sobre nuestro real conocimiento de las poblaciones de los países árabes.
Hemos estado imaginando, porque convenía a los intereses de los países dominantes, desde el pedestal de nuestra petulancia judeocristiana, que las poblaciones musulmanas no habían evolucionado y que las dictaduras les convenían a su idiosincrasia paleta.
Ahí están, verdaderamente emergentes, explosivas, imparables, esas multitudes: pidiendo, de una vez por todas, democracia. No lo hacen en nombre de Alá, sino en nombre de la justicia y de la libertad, principios generales que decimos defender como fundamentales en nuestro espacio de convivencia más próxima.
No estará de más poner también de manifiesto que quienes citan divinos mensajes, acogotados contra las cuerdas mientras buscan una mínima gatera de tolerancia que les permita escurrir el bulto para disfrutar de la riqueza que han robado a los suyos y que hemos alimentado entre todos, son precisamente los que quieren permanecer en el poder que han usurpado a sus pueblos.
Podíamos hablar de revolución, pero nos gusta más llamarla evolución, rescate de la esencia que hace al hombre y a la mujer dueños de su destino, sin sátrapas, pero también sin plutócratas condescendientes ensimismados por el lascivo encanto de las dictaduras.
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R.G.F. -