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Al Socaire de El blog de Angel Arias

De sátrapas, revolucionarios y otros intereses en los países árabes (y 2)

Quienes se han lanzado a la arena del análisis de las razones por las que la actitud revolucionaria se ha extendido entre los países árabes, han puesto el énfasis sobre la explosión de la voluntad de forzar la caída de unos regímenes totalitarios, surgida, fundamentalmente, de la movilización de una población joven, que deseaba para sus países una estructura democrática similar a las occidentales.

Tenemos que discrepar frontalmente de esta explicación voluntarista, que desconoce el perfil de esa juventud árabe -adolescentes, en su mayoría- a la que se atribuyen voluntades de asimilación con Europa o Norteamérica.

Pocos han tenido la oportunidad de viajar al extranjero y,son aún menos los afortunados que han podido estudiar fuera del propio país: lo que sabe del exterior es, sobre todo, por el turismo, en su mayor parte por transmisión oral de quienes han tenido contactos directos, a los que que se añade la imaginación la intuición y las películas que alimentan la versión europea del sueño americano.

Tampoco pueden asociarse los motivos de un movimiento que se ha encendido, con práctica simultaneidad, en países con mayorías religiosas y étnicas muy diferentes, a una identidad de móviles políticos o a un deseo repentino de implantar en la zona una determinada forma de entender la doctrina de Mahoma: no es exactamente una cuestión de suníes, chiíes o alahuíes lo que subyace en el descontento: la etnia tiene más fuerza que las peculiaridades en manifestarse con normas el Altísimo.

No nos parece que sea así, como lo quieren los comentaristas oficiales, sino que la mecha que ha prendido el subyacente malestar de la mayoría es el haber intuído que existía una repentina oportunidad de cambiar la situación, por contagio respecto a lo que había sucedido en Egipto y Túnez, países en los que existía ya una contestación organizada al poder establecido.

Ese descontento no estaba impulsado inicialmente por los jóvenes, sino por los más venerados de las etnias y grupos religiosos, que allí siguen siendo los ancianos. Y el objetivo, desde luego, no podía ser otro que provocar la salida de quienes se encontraban en el poder y sus camarillas, favoreciendo un nuevo reparto de las fichas del juego de intereses en el que aparecieran nuevos rostros.

Además de las expectativas autóctonas, el cambio de actitud en la posición mantenida por los intereses empresariales extranjeros (norteamericanos, frances y alemanes y, en menor medida, italianos) en los países árabes estaría jugando un papel sustancial.

Los capitales extranjeros venían masticando el temor creciente a que la reproducción sine díe de las dinastías dominantes en esos países, a la muerte de los actuales dictadores, los condujera a una gran inestabilidad, dado el perfil mucho más bajo de los sucesores y han preferido alimentar, en lo que entendían podía ser un desmantelamiento controlado, el impulso renovador que estaba dispuesto a aflorar desde las clases menos favorecidas.

Pero si en Egipto y Túnez los militares y una parte de los líderes morales y religiosos -en realidad, económicos- aparecieron como dispuestos para alinenarse de inmediato con las peticiones de apertura democrática, una vez que los presidentes -corruptos, sí, mas, ¿quién tira la primera piedra, sintiéndose libre de mancha?-, sus familias e  inmediatos apoyos entendieron garantizada la salida ordenada de sus país y el respeto a los capitales que habían situado fuera de las fronteras, la situación no es la misma en los demás feudos del Magreb y Makreb.

En Siria y Libia, en concreto, el régimen dictatorial detenta la fuerza militar y cuenta con el apoyo sólido de las élites económicas, funcionariales e incluso, de las intelectuales del país, sin que exista una alternativa creíble de recambio.

La fuerza persuasiva de las potencias extranjeras, por la vía diplomática y empresarial, está lejos de ser suficiente para convencer a los clanes dominantes para que abandonen por las buenas el poder y dejen que los países en los que han campado a sus anchas experimenten -con las armas- en el sinuoso camino de una revolución popular sin líderes claros ni programa inteligible.

Por eso, nos parece extremadamente delicada la intervención occidental en el escenario de la guerra civil libia, tomando claro partido por los revolucionarios. Cierto que Libia tiene solo 5 millones de habitantes y que Al Gadafi es un sátrapa enajenado, pero la oposición al régimen no constituye hoy una alternativa, por lo que será imprescindible, una vez que se logre la deposición del coronel autor del Libro Verde, generar una estructura que cree estabilidad en el país.

¿Cómo?. Puede creerse ingenuamente que ese germen existe ya en Libia - pero no hay razón para pensar que sea así. Y no digamos nada de Siria, un desierto ideológico en el que se ha venido ahogando sistemáticamente cualquier oposición a la familia "reinante".

Además, como se demostró en Irak (y en Afganistán), los occidentales no saben cómo crear estructuras democráticas en los países árabes. Nunca los han entendido más que como colonias para sacarles el fruto de sus territorios.

Así que solo se puede imaginar que la inestabilidad se prolongará por mucho tiempo, y, no hay que descartar que, si no se está atento a demostrar con exhibición de fuerza bélica a lo que se está dispuesto, la intervención del fanático régimen iraní -que puede arrastrar incluso a sus exóticos aliados sudamericanos- nos llevaría a una complicada situación en la zona, preludio de un complejo escenario de confrontación.

Lejos, por cierto, una vez más (y va la tercera) del intocable territorio de los Estados Unidos de América.

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