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Al Socaire de El blog de Angel Arias

Rescatados ¿o prisioneros?

Apoyados en su versatilidad, conseguida a través de los siglos, los parlantes hacen de sus lenguas un recurso amoldable, que les sirve no solo para expresar más o menos correctamente sus deseos, los hechos que han vivido o las ideas que se les ocurren, sino que lo utilizan, especialmente si son hábiles con él, como herramienta multiuso.

Con hábito y pericia, se pueden esmascarar situaciones, decir sin contenidos, orientar las explicaciones hacia los lugares deseados en circunstancias confusas y, especialmente en temas político-económicos (pero no solo) convertir el tratamiento de las cuestiones delicadas en un lugar común, disminuyendo el valor de las señales, hasta que, teniéndolas por obvias, pasan desapercibidas a los restantes ciudadanos.

España -la economía española- se encuentra, por lo que nos cuentan los que llevan el control de los dineros públicos y lo que sufrimos en nuestras carnes de ciudadanos de a pie, en situación de no poder pagar sus compromisos de deuda. Al menos, se nos explica, no en corto plazo.

Por ello, se necesita acudir a préstamos complementarios, y como quienes ahora no le conceden crédito quienes eran sus prestamistas anteriores, deben de ayudarle -claro que nunca por caridad, sino por intereses- quienes tienen objetivos a más largo plazo, teóricamente compartidos con los nuestros, aunque nunca se sabrá hasta que los nubarrones se disipen.

El gobierno de Rajoy, ayudado en su descrédito por la oposición socialista -y no digamos por otras facciones del espectro político, todas empujando hacia abajo la cabeza apenas sobresaliente del país, entre la mierda- reconoce, por fin (después de un agosto tórrido, en 2012)- que España precisa ser rescatada, aunque algún ministro matiza que no es sino una forma de hablar y que no hay rescate sino ayuda negociada y , e incluso, otr@, llevad@ por su imaginación, expresa la opinión de que "no tiene porqué ser malo".

Por supuesto, todo es según el color con que se mira, y no merece la pena elucubrar sobre las bondades entre ser rescatado de una hoguera cuando se le están quemando a uno los pies. Pero resulta imprescindible saber, manteniendo la glosa sobre este caso figurado, si quienes nos liberan del suplicio son las hermanitas de la Caridad, canívales ávidos de carne humana o especialistas en tratar quemaduras de tercer grado.

Con los elementos de que dispongo -los mismos que cualquier ciudadano ilustrado por los periódicos, por supuesto-, opino que no estamos siendo rescatados de la situación de insolvencia, sino que nos han convertido en prisioneros de intereses superiores a los nuestros y dudosamente coincidentes con los nuestros.

Somos un país de segunda categoría, en el que el desorden de ideas propias, la devoción estúpida a los talentos ajenos y una innata capacidad de sufrimiento derivada de un complejo de inferioridad, adobado con sentimientos de culpabilidad inexplicables, nos hace apetecibles para que seres externos a nuestros problemas ensayen fórmulas de sacarnos hasta el último suspiro, indicándonos, de paso, que estamos en el sitio equivocado, viviendo por encima de nuestras posibilidades.

Esto es una guerra -admitamos que justa-, y en cualquier conflicto, solo cabe rendirse o resistir con todas las armas al alcance.

 

El Club de la Tragedia: Revisores y revisionistas

Hay acuerdo entre los que analizan hechos pasados en que, como la historia la escriben los vencedores y no solamente manejan el lápiz, también se encargan de destruir la mayor parte de las huellas que nos hubieran permitido después ahondar en las miserias intrínsecas a toda victoria, si se pudiera escuchar también a los derrotados.

El tremendo destrozo causado en las libertades, el respeto a las creencias ajenas y la quiebra en la solidaridad con los desfavorecidos de fortuna que, con caldo de cultivo especial en la larga guerra civil en España (1936-1939) tuvo el abono interesado en la presión demoledora sobre muchos derechos que ejerció la élite de los vencedores en las dos primeras décadas posteriores, generó, en las promociones que no vivieron aquellos momentos, un efecto colateral que califico de especialmente pernicioso.

Lo llamo, reconociendo que se ha acabado convirtiendo en un estado colectivo -en el sentido de generalizado o muy mayoritario- permanente, revisionismo estructural. Los españoles hemos consolidado, como sociedad, la situación de duda, de inseguridad. Y en ella hemos asentado nuestro comportamiento ante las dificultades.

Prisioneras nuestras instituciones de la angustia por no ser claramente capaces de dilucidar lo que más conveniente, llevamos décadas generando residuos de esta indecisión.

¿Efectos? Lamentables... Inseguridad jurídica, no exactamente la de un país habanero, pero sí la de quien tiene tal empacho mental que no alcanza a distinguir lo mejor de lo óptimo, lo aconsejable de lo bueno. Indefinición respecto a las condiciones básicas que regularían la convivencia, convertidos hoy en tierra de acogida sin haber sido capaces de resolver lo más urgente de las necesidades de los que ya están asentados.

Estado de derechos, en fin, y no de deberes. Defensores, entre ejemplos de la distonía que nos anquilosa, en los foros internacionales, de principios que, en nuestra pobreza económica (a veces, mental), somos incapaces de cumplir.

Aquellos vencedores se sentían armados con una trilogía -por supuesto, de factura interesada- que decían les protegía y justificaba: la verdad de la religión católica, el amor a la madre Patria, y el odio visceral al comunismo. Desmoronada hoy esta triada, ridiculizada en sus raíces sin haber conseguido sustituirla por nada coherente, la inseguridad se ha adueñado de la mayoría de los resquicios.

El español medio no cree en nada, desconfía de todos, critica cualquier cosa, niega cualquier autoridad o designio.

Es imprescindible que, remontándonos sobre las dudas, aparezcan personajes con poder de convicción que nos restituyan la confianza, cortando con las espadas de la eficacia y la respetabilidad, los nudos gordianos en los que se nos ha convertido nuestra ansia colectiva de revisarlo todo, ponerlo todo en cuestión, alborotar cada cajón de la sociedad y la cultura, sin alternativas, sin método, hasta sin ganas.

Tenemos que salir de aquí. De esto.

 

El síndrome de la dependencia ocupacional

A principios de septiembre de cada año, las gentes educadas en las formalidades de la convivencia ordenada y pacífica preguntan  a sus amistades y colegas si han pasado unas buenas vacaciones y les desean que superen con éxito el síndrome postvacacional.

Este conjunto de síntomas, -inventados como la casi totalidad de los que reciben la culta denominación de síndrome-, pretende construir un perfil común a las dificultades que, en esencia, quienes tienen trabajo remunerado y, con mayor frecuencia entre funcionarios, han de superar para alcanzar el nivel de actividad que tenían antes de sus vacaciones.

Dado que la mayor parte de los que forman la población activa oficial tienen su período de asueto prolongado en agosto -lo que garantiza la plena ocupación, hasta el abigarramiento, de los lugares de destino ese mes y, paralelamente, que se encuentren vacíos, hasta la desolación, el resto del año-, septiembre es el mes por excelencia en donde se producen los mayores ataques de síndrome postvacacional.

Son muchos los que creen que este síndrome no tiene cura, y que se trata de una servidumbre más -una pejiguera, diríamos- de nuestra avanzada civilización occidental. En los casos más graves, incluso. el ritmo normal no se recupera ya y cada vacación supone el declinar persistente de las ganas de trabajar, hasta niveles que pueden llegar, si no se les trata adecuadamente, a la nulidad absoluta, la dejación total de funciones, el colapso de "la misión" que el individuo debería desempeñar en la estructura productiva.

Mi propuesta es llamar a las cosas por su nombre y analizar las causas verdaderas de ese malestar, eliminando de raiz el pretexto. En mi opinión, no contrastada por los sabios de esta aldea, es que la ausencia total, durante todo un mes (e incluso, más), de preocupaciones relacionadas con un trabajo que se concibe como un castigo, una obligación estresante con la que no se guarda relación afectiva alguna, es el núcleo de la cuestión. Ahí hay que acudir al rescate.

"Para lo que me pagan", suele ser la frase que identifica la presencia de esa carcoma mental. Analizado desde ese ámbito, el "síndrome" revela que se carácter no es postvacacional, no trae consecuencia de las vacaciones, sino que, justamente a la inversa, es el resultante de la dependencia ocupacional, no apetecida, del individuo, que no es vista como un servicio a la colectividad, sino como un castigo .

Lo que hay que cambiar, pues, es la preparación para las vacaciones, haciéndolas una etapa de tensión y no de relajación, de forma que se desee, con ansia, volver al trabajo.

Mi propuesta, coherente con esta teoría, es que los períodos vacacionales se deben conceder a quienes tengan la suerte de tener trabajo remunerado, aleatoriamente -no soy cruel y, si así se solicita por los interesados, se agruparán aquellos por familias directas (1)- mediante extracción de bombos, semejantes a los que se utilizan para la Lotería. Nadie sabrá, a priori, cuando le tocará ir de vacaciones.

La sustitución del vacante por otro será, también, aleatoria, dentro del conjunto de plantilla de la empresa, institución o entidad. Cuanto menos relación tenga el sustituto con la tarea que deberá desempeñar, en realidad, mejor, aunque no será imprescindible dirigir el tiro hacia el plantel de los ineptos absolutos (las grandes organizaciones suelen dar cobijo cómodo a tales excrecencias del mercado laboral).

Cuando retorne al trabajo (los que lo tengan, obviamente), le impelerá al vacante un acuciante deseo de saber qué han hecho sus colegas con los temas pendientes, quién estará ocupando su mesa de despacho o utilizando sus herramientas, qué habrán hecho sus alumnos o colegas, qué decisiones habrá tomado el minisro o director general sustitutos, qué sentencias, decretos, demandas o réplicas habrán redactado los interinos.

Se habrá acabado con los síndromes postvacacionales.

El Club de la Tragedia: Incendiarios

España huele a humo, a rescoldo. En sentido figurado, pero -y aún nos importa más, por la cuenta que nos tendrá- en términos exactos para reflejar la realidad. El paisaje se nos está llenando de manchas negras que son restos de bosque, estepa, jara y matorrales quemados.

A la situación de penuria económica, se añade, pues, la desolación de asistir a la desaparición de masa forestal a un ritmo que triplica el de años anteriores, en un país que pretende defender su frontera sureña del ataque permanente del desierto.

La nota es aún más dramática. Los expertos en analizar las razones del fuego nos transmiten, con sólida persistencia, su sospecha de que la mayor parte de los incendios son provocados. Por individuos que creen tener razones para prender una mecha.

No voy a hacer un catálogo completo de los motivos que esgrimen los tipos incendiarios cuando son desenmascarados, siempre demasiado tarde y, además, muy de tarde en tarde.

Dicen que los bosques no se limpian como antes, que el paisaje no se cuida, solo se contempla, que todos quieren disfrutar y la mayoría escurre el bulto para no asumir el gasto.

Sea como sea, con los terrenos abonados para arder o porque se nos secan los cerebros,algunos incendios, tienen sus raíces en la estulticia: organizar una barbacoa o una paella bajo pinares sedientos, querer hacer salir conejos de sus madrigueras para cazarlos sin piedad ni lebrel, espantar jabalíes que hociquean esos prados abandonados que, sin embargo, dicen querer tanto, o ponerse a quemar rastrojos y enseres viejos en día seco y ventoso.

Otros pirómanos desvelan intenciones retorcidas por la fuerza del propósito de conseguir un beneficio individual a costa de descalabros colectivos: protestar por haber sido despedido -tal vez del mismo equipo de vigilancia de fuegos o del retén de bomberos que luchará por dominar las llamas-, perjudicar al vecino o a todo un pueblo en sus propiedades por venganza de un suceso menor, conseguir pasto para el ganado propio de lo que es monte comunal...

Muchas de las razones permanecen ocultas, porque los autores no aparecen, aunque se sepa que los ha habido. De entre todo ese elenco de culpables, hay, como he oído de los que conocen el tema, dos razones que aún me desestabilizan más el ánimo: la importancia de la hora para quien provoca el incendio y para los que deberían actuar con total urgencia para apagarlo.

Incendios que se causan a partir de las seis de la tarde para que la extinción sea más difícil -oscuridad, cambio de turnos- y administraciones regionales que, para ahorrarse unos dineros de su presupuesto, no solicitan medios de la central hasta que ya no pueden más -es decir, a destiempo-.

Si lo analizo haciendo abstracción de bosques y naturalezas, me viene la idea de que hay incendiarios también en la macroeconomía, y comportamientos similares, aunque no hayamos descubierto a los culpables, amparados como están en la oscuridad y en la movilidad de sus medios de desplazamiento para prender muchos fuegos y presumir de haber sido los primeros en llamar a los equipos de rescate.

 

El Club de la Tragedia: Esquelas y supervivencia

Puede que cualquier medio de información, incluso los de las llamadas ediciones digitales, esté llamado a la extinción próxima, dado el poco interés que despiertan las noticias que no hace mucho se juzgaban relevantes.

En la lucha desesperada por la supervivencia, las empresas editoriales tratan de encontrar alguna fórmula magistral que les salve de la debacle, aunque me temo que solo conseguirán, en general, prolongar su agonía, aumentando las pérdidas de sus accionistas.

Dentro de un panorama tan sombrío, los tres ejes principales que dirigen las operaciones de escarbado (1) de los directores de los medios de difusión, especialmente los que dan mayor importancia a la palabra que a la imagen, para alimentar la ilusión de rentabilidad son éstos: las esquelas, los anuncios cortos (básicamente, citas sexuales y prostitución) y fútbol.

La política, tanto la nacional como, por supuesto, la internacional, hace ya tiempo que ha dejado de interesar salvo a los protagonistas de los desaguisados, pero su número, con ser alto, resulta insuficiente para soportar una edición diaria con la relación de sus torpezas.

La cuestión de la muerte del otro, aunque se produzca en circunstancias nada dramáticas, siempre ha sido objeto de curiosidad.

Por eso, sin duda, además de las reseñas sobre catástrofes, accidentes y guerras -guardando la equivalencia general de que cien muertos foráneos equivalen aproximadamente a uno local, y que la cifra de cambio puede elevarse a mil si los fallecidos fueron habitantes de un país del que solo se sabe el nombre-, ocupa mucha atención, o sea, mucho espacio, el anuncio del fallecimiento de las gentes e, incluso, el recordatorio del mismo cuando el difunto ha pasado al olvido ilustrado (se suelen llamar efémérides)

Si el lector tiene en la mano un periódico regional, observará la importancia que se concede a las esquelas. Son testimonios de fallecimientos de personas desconocidas -por lo general-, que ocupan más o menos un octavo de página, y cuya publicación ha supuesto para los deudos un desembolso de 300 a 500 euros.

Durante algún tiempo estuve coleccionando aquellas notificaciones de defunción que, bajo el nombre del difunto, situaban el apodo personal o familiar. En Asturias los hay muy variados, algunos ofensivos, que acompañan al extinto hasta su última morada, como último testimonio de la crueldad popular.

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(1) remover la tierra, ahondando en ella, como hacen los toros cuando preparan la embestida.

 

Los principios de la selección natural aplicados a la ética

Mantengo la sospecha infundada -esto es, que, en tanto sospecha, no consigo probar- de que la teoría de Darwin respecto a la evolución de las especies es una elucubración plagada de lagunas que solo la voluntad de creer en ella ha conseguido llenar de coherencia.

No es la resolución de tan compleja como estéril cuestión la que me intriga más, sino la de atisbar, al menos, cuáles son los principios de selección que, en lo que conocemos de la evolución de la especie humana, han determinado los actuales comportamientos de mis coetáneos.

Aún admitiendo que el período de presencia del hombre sobre la Tierra es demasiado reducido para extraer consecuencias sólidas, el más de medio millón de años en los que se ha venido operando, siguiendo a los evolucionistas, algún tipo de selección sobre nuestra especie, debería ser espacio temporal suficiente para atisbar algunas deducciones de hacia dónde se dirige la Humanidad.

Y estas son mis torpes y desoladoras conclusiones provisionales: la especie humana trata de desprenderse de la carga que (le) suponen los valores éticos. Es cierto que, hasta ahora, sin éxito completo.

Me resulta interesante reconocer que la cuestión ética está impresa, como elemento genético, en cada ser humano, y tiendo a admitir que lo que apreciamos en nosotros mismos no es sino un trasunto -no niego que más complejo- del mismo material del que está hecho el comportamiento básico en los demás animales.

Si asociamos la ética con los impulsos que nos llevarían a ser solidarios con el resto de los seres humanos, incluso a riesgo de subordinar la satisfacción de las necesidades individuales bajo las colectivas, su contrapunto sería el egoísmo absoluto, que preconizaría la importancia de la supervivencia individual aún a costa del sacrificio de los demás congéneres.

No me atrevo a explicitar las obvias consecuencias de este razonamiento, cuando compruebo empíricamente que los comportamientos predominantes propenden al egoismo, a su exaltación, al disfrute sin que importen las consecuencias, de lo que se tiene al alcance.

(Tampoco descarto la influencia de la componente de imbecilidad, si me atengo, por ejemplo (hay varios similares) a la pretendida justificación del causante de uno de los muchos incendios que han reducido en casi 200.000 Ha la superficie forestal de España en 2012: "Estábamos cazando, y prendimos fuego a unos matorrales para ahuyentar los conejos hacia nuestro lado")

El Club de la Tragedia: Elogio de la restauración naïf

El Club de la Tragedia: Elogio de la restauración naïf

Una facción -no muy numerosa, a pesar de su comportamiento estridente- de la comunidad hispana, a la que, desde hace tiempo, es manifiesto que han dejado de preocuparle la religión o la cultura, ha encontrado motivo de risión en un suceso sin importancia alguna, trasladándolo a la primera página de sus aparentes desvelos.

Resulta, por lo que he leído, que una octogenaria de Borja (Zaragoza), Cecilia Giménez, pintora autodidacta, ha realizado a su manera la puesta en valor de una pintura vieja de un Cristo de sufriente rostro al que su deficiente realización, el tiempo y la desidia habían deteriorado.

Nadie había reparado antes en ese Cristo pintado, ni consta que la devoción popular le tuviese atribuídas, hasta este momento, milagro ni actuación meritoria alguna.

Los entendidos en arte, por supuesto, jamás habían posado sus miradas en aquel fresco de autor caído en el olvido (recuperado ahora, para poner nombres a la cosa, como un tal Elías García Martínez, que vivió hace unos cien años y que actuó de copista seguramente de otro u otros más acertados -pongo aquí, entremedias, un ejemplo-, y que, consciente del destino a consumo inmediato y fugaz de su obra, ni se molestó en preparar la pared para pintar aquel óleo, que realizó en dos horas de rápida factura).   

No me quiero unir -al contrario- a los comentarios que juzgan como escarnio las risotadas vertidas sobre un símbolo católico, ni quiero ver como adefesio la obra naif de una manejadora de pinceles bien intencionada, tanto como pintora como, aún más digna de respeto, como devota y sufriente en propias carnes, ya que atiende a un hijo minusválido desde hace más de cincuenta años, sin más ayuda que su fe y su trabajo.

Sí quiero aportar una modesta contribución a la sensatez para entender los pormenores: restaurar el original carece de sentido, pues el aprecio popular despertado hacia la pintura no depende del mérito de la obra primigenia, sino del interés mediático desatado, enfocado totalmente a hacer burlas y no a juzgar artes y menos aún a respetar símbolos religiosos. Hay mejores destinos para los escasos dineros y, también, para el de restauradores profesionales, ahora interesados en poner su nombre gratuitamente junto al mérito traído por los pelos.

Defiendo la conservación del nuevo trabajo, no entendiéndolo como restauración, por supuesto, sino como lo que es, una manifestación actual de la devoción a un símbolo de la necesidad de redención humana. Y como tal, incluso juzgándolo como representación artística, opino -por las fotos publicadas- que la obra de la pintora local no desmerece de otros ejemplos de buena pintura naïf.

Así que solo tenemos que esperar a que desaparezcan los curiososos, sedimenten a su cauce de secano las aguas movidas por los irreverentes y chistosos, y, no lo dudo, a que ayudada por algún visionario, la divina naturaleza nos honre en conceder algún milagro a través de este Ecce Homo, lo que acallará definitivamente las voces de los chuscos y pondrá las cosas en su sitio.

Me declaro, desde este momento, devoto de esa causa, ni mucho menos perdida, sino encontrada.

(Para curiosos: El EcceHomo cuya cabeza he trasladado a la imagen que acompaña este comentario corresponde a un óleo conservado en la Alte Pinakothek de Munich, atribuido a Giovanni Francesco Barbieri "Guercino", o sea, "El bizco", pintor barroco italiano que vivió de 1591 a 1666)

El Club de la Tragedia: Desdoro de la Farándula

Por farándula ya no se entiende la profesión de actor y el mundo en el que, hasta hace no poco se desenvolvía su vida, obligada a la transhumancia para llevar en tránsito la imagen de su arte y trabajo, con la que nos enterábamos de las alegrías y las penas de otros, que son las que menos duelen.

Sobre todo, desde que la televisión entra en los hogares como Pedro por su casa, las "gentes de la farándula" son, básicamente, los que viven del cuento, exponiendo sus miserias, alimentadas no pocas veces por su imaginación calenturienta.

Lamentable no es tanto su peculiar comportamiento, del que, en último caso, podrían considerarse únicos responsables, sino la especial glotonería con que un público encandilado con la bazofia devora sus excrementos como como gansos glotones, embutidos por el embudo mediático que les introducen por el gaznate (lo digo de forma figurada), otras gentes que, sin serlo académicamente, por lo general, se autotitulan periodistas, perjudicando el concepto de esta noble profesión.

Si yo mandara algo en el contexto de las comunicaciones públicas, en lugar de prohibir -por ejemplo- las corridas de toros en la tele, que no hacen mal a ningún ser inteligente y a unos cuantos -no pocos- nos parecen arte verdadero, prohibiría de un plumazo todos esos programas que se llaman del corazón, cuando apelan a otras vísceras menos respetables.

Son tales exhibiciones de impudicia, lugares de descrédito a la razón más elemental, que basan su éxito en conseguir que unos vociferantes personajes se enzarcen en discusiones interminables, o se presenten como animales irracionales, azuzados por cabestros y conductores de la manado, que, dándoselas de investigadores aficionados educados por la CIA, les sacan zumo a sus -casi siempre- miserables perspectivas vitales. No es ajeno al tejemaneje el hecho de que, por haber cobrado algo a cuenta de su desnudo integral, familiares, amigos, novios, chulos, sirvientes o enemigos de los que más suenan, parezcan dispuestos a sacar y dejar que les saquen las entrañas de sus pasados y se las pongan, hechas tiras cual sórdida mojama, a secar al sol que más caliente.

La vida, que da muchas vueltas, me ha puesto en la tesitura de conocer de cerca -tanto que me ha levantado unos pocos dineros, dejándome a deber- a una personilla de ese submundo, elevada por mor de la ignorancia colectiva al pedestal de "famosa" (así se reconoce ella misma en sus escritos en la red), esto es, reconocible, infausto título conseguido, en esencia, por haberse cruzado -abriéndose de piernas, fundamentalmente- con varios desgraciados que la creyeron, supongo, digna de mayor talante y mejor suerte.

Termino como debí empezar: Recuperemos la farándula, la buena. El arte de representar y contar historias que enseñen y diviertan, concebidas y realizadas por profesionales que sepan cómo transmitir emociones, combinando la fuerza del saber cómo con la de haber estudiado el porqué.

Y destinemos al desván, cerrándolo con candado de siete llaves, el vergonzoso propósito de esas gentes que se creen con la opción de significar algo en nuestras vidas, solo porque estuvieron dispuestas a contar, con pelos y señales, lo que, en puridad, debieran haber mantenido mantenido escondido, para que con su mal olor no nos apestaran el salón de estar tranquilos.

 

El Club de la Tragedia: Problemas de comunicaciones

Que en España tenemos un problema general de comunicación, de transparencia -vinculado, por supuesto, a la ruptura de supuestos elementales que garantizan la convivencia cívica y la confianza en las instituciones-, es ya lugar común.

Pero, además, tenemos un problema, también grave en su esfera, de comunicaciones. Las compañías que se encargan de proporcionar lo que se ha convertido en un soporte básico para el uso y disfrute tecnológico, no funcionan como deberían y el usuario particular se encuentra desprotegido, inerme. Es una víctima.

Primero, como muchos hemos padecido, está la reticencia de la compañía líder en telecomunicaciones, Telefónica, de facilitar el cambio de operador. Las dificultades son tremendas, condenando al ciudadano que se arriesga a hacer el cambio de compañía a un penoso periplo, en el que se encontrará, durante semanas, puede que incluso meses, sin asistencia alguna y sin servicio.

Movistar, además, utilizando la desfachatez propia de quien actúa como reino y señor de un dominio de poder absoluto, factura incluso aunque no proporcione el servicio, utilizando las cuentas bancarias que se le proporcionaron en su momento, para girar al banco facturas imaginarias por servicios inexistentes que, además, refuerza con la actuación de bufetes que escriben cartas amenazadoras, al estilo de Cobrador del Frac con guantes de leguleyo, para intentar cobrar aquello para lo que no se tiene soporte prestacional ni, por tanto, derecho.

¿Son mejores las otras compañías? No lo creo. Jazztel, por ejemplo, que carece a estas alturas de ningún otro establecimiento en España que no sea su sede central en Alcobendas, dispone de un ejército de telefonistas situados en ignotos lugares de Latinoamérica, que tratan de sacudirse como pueden los problemas que se le plantean, utilizando, entre otros recursos, el de poner a caldo a Telefónica (para lo que, en principio, no les falta razón).

El cambio de profesionales entre operadoras es, por lo demás constante, al hilo de ofertas ventajosas -evito las comillas-, ininteligibles para los usuarios normales, que prometen el oro y el moro si se hace la emigración a sus servicios, adobada con hipotéticos regalos de equipos (en parte obsoletos), que vinculan a programas de "permanencia", de oscura trayectoria y díficil entendimiento cabal.

Ya en otras ocasiones he denunciado que se debe revisar la Legislación de Telecomunicaciones y, en concreto, las obligaciones de los operadores.

Pero nuestro Gobierno anda ocupado con otras prioridades. Mientras tanto, aquel que tenga un problema con las telecomunicaciones, deberá armarse de paciencia, soportar costes innecesarios y sufrir un servicio (ni en prestaciones, ni en velocidad de transferencia de datos, ni en fidelidad) a la altura de un país desarrollado.

 

El Club de la Tragedia: Culmina o revienta

No voy a hacer aquí la propaganda de la peliculita de Paco León "Carmina o revienta", que es más bien el casting promocional de su madre dirigido a que Almodóvar la contrate para plasmar su próxima idea.

Si cabe calificar de éxito a esta idea del exitoso actor, es, desde luego, por la estupenda promoción que ha hecho de los escasos 70 minutos de su proyecto de filmación, generando expectativas basadas en una de las cualidades propias del ser humano: la curiosidad. 

Al invento le falta guión, le sobra cabra, y los personajes se mueven, en general, sueltos, por la pantalla -dejo a salvo los monólogos quasi-improvisados de mamá Leona-. Pero se puede deducir un mensaje de los cuatro episodios que se hilvanan a machamartillo, es decir, a martillazos: no hay que arrugarse ante las dificultades, sino plantarles cara; sobre todo, cuando enfrente hay otros seres también de carne y hueso, a los que se puede acojonar.

Se me ocurre, pues, que "Culmina o revienta" puede ser el título aceptable para la historia particular de muchos de los que se encuentran engullidos por la crisis, que es como una gran marea que se está llevando por delante a todos los que no tienen buenas asideras.

Como nunca creí en monsergas, no me valen los mensajes del estilo "hacer lo que hay que hacer", ni siquiera algo así como "hay que esforzarse ahora, porque os prometo que vendrán tiempos mejores". La evolución de la crisis y la ausencia de verdaderas soluciones (a pesar de que se nos vende, continuamente, que las últimas medidas serán las que propicien "la visión del final del túnel"), me obliga a pensar que cada uno debe buscarse la vida como pueda.

Parecería que es una propuesta derrotista. Por eso, la matizo de inmediato: si todos nos esforzamos en mejorar, sin disminuir el esfuerzo, lo que tenemos al alcance, el conjunto se recuperará y lo hará más rápidamente.

En momentos de catástrofe, las decisiones individuales son más efectivas que las medidas impuestas desde arriba; para que éstas últimas resultaran eficaces, deberían contar con credibilidad, programa, capacidad de coordinación, medios adecuados y liderazgo.

No los veo. Y lo que no se ve, probablemente, no existe.

Así que, culmina o revienta, colega. Porque si esperamos que nos saquen de aquí, vamos aviados.

El Club de la Tragedia: Por la cultura

Ocho bomberos de Mieres, a principios de julio de 2012, decidieron mostrarse en pelota picada para protestar por los recortes de sueldo que se les habían practicado. Continuaban así con una práctica que tiene ya una larga tradición en nuestro país, pues, contrariamente a lo que se piensa, no responde a una adaptación casera de la película "Full Monty".

Mostrarse físicamente desnudo para llamar la atención sobre lo mal que la vida ha tratado a uno (o a casi todos) es, por supuesto, menos drástico que quemarse a lo bonzo, e, incluso, sin afectar al desequilibrio físico o síquico, consigue un mensaje parecido al de encerrarse en el interior de una mina, para lo que no hace falta embarcarse en una huelga de hambre, siempre de incierto final.

En una primera interpretación de estos y otros actos en los que se reflejan aspectos del descontento imperante, se puede caer en la tentación de verlos, simplemente, como una muestra de egoísmo corporativo: los exhibicionistas (en cueros o en abrigo, con cascos o en careta) nos reclaman fijarnos en lo suyo, por lo que colocan el asterisco sobre su situación y no sobre la general.

De todas las exhibiciones que sirven para pedir que "se arregle lo mío", la de enseñar los culos me parece, no ya la más pacífica, sino la más acorde. Muy diferente despelotarse a, pretendiendo lo mismo, quemar neumáticos, disparar metralla con bazokas, asaltar una sucursal bancaria o convertir en rehenes a inocentes que pretenden viajar de vacaciones.

Todas estas acciones son indicación de hechos culturales y, por tanto, son cultura. No pretendo con esta afirmación hacer de provocador, en absoluto, sino seguir la senda que en el mundo específico del arte lleva ya tiempo iniciada: es la intención y no el resultado lo que cuenta.

Si alguien, por ejemplo, tiene el propósito de pintar un cuadro, aunque sea la primera vez (y acaso la última) que tome los pinceles, lo conseguido será, con mucha probabilidad, no solamente un adefesio, una aberración pictórica, sino, ante todo, una obra de arte. ¡Cuántas veces, al visitar una exposición de los sedicentes "artistas de vanguardia" no hemos tenido la impresión, no ya de que hubiéramos sido capaces de hacer lo mismo, sino que no nos hubiéramos atrevido jamás a mostrarlo en público!

Un grupo importante de representantes del "mundo de la cultura" se manifestaron, a finales del mismo mes de julio que puso a los bomberos mierenses en primera página, en contra de la subida del iva, que coloca a España a la cabeza de los países europeos que penalizan la exhibición organizada de las expresiones artísticas y literarias.

Pretenden creativos, actores, cómicos y otras gentes que quieren vivir de la cultura, que se la está matando. Discrepo algo. La cultura no se puede matar, porque ya no será posible renunciar a ver cultura en todo lo que hace el ser humano, desde la mierda del artista a los peces mal disecados, desde un trozo de árbol pintarrajeado a un papel en blanco.

Lo que se está consiguiendo es otra cosa: dificultar que se pueda vivir por el esfuerzo solitario de pretender crear sin contar con que la publicidad le pondrá el mérito; dificultar que se pueda cobrar por la reelaboración, representación, escenografía y perfeccionamiento de lo creado, facilitando, en sentido inverso, la improvisación, la vulgaridad y, sobre todo, lo trivial, lo superfluo, lo que no reclame espacio mental para que el destinatario piense, convenciéndole de que es cultura todo lo que engulle y no bazofia que le engorda sin músculo.

#Por la cultura. Por la que cuesta generar, reproducir, representar. Por la que nos hace disfrutar, por supuesto, pero, sobre todo, nos ayuda a entender, nos estimula y provoca, y nos hace un poco mejores, más críticos, también, por ello, más creativos y, por lo mismo, más humildes ante los que han perfeccionado sus cualidades y menos contemporizadores con las que no las tienen ni las aprecian.

Y, antes incluso de firmar mi adhesión al movimiento "#Por la cultura", me adscribo a una petición que, me temo, cuenta aún con menos adeptos: #Por la cordura.

 

El Club de la Tragedia: Nos engañan: pero la culpa es nuestra

El dependiente trataba de vender a una señora un queso azul -"el de la hoja", le explicaba-, animándole con que "venía muy bien de precio", y que, además, sabía más fuerte que los otros que tenía en el mostrador, porque "era de Cabrales".

Cuando les hice notar que el queso en cuestión no podía tener mucho que ver con el cabraliego, pues ni el aspecto, ni el sabor, ni el precio, se correspondían con el de la denominación de origen "Cabrales", el joven del mostrador me replicó, pretendiendo cierta picardía, que "de todas maneras, era de la zona".

"Será de la zona -le dije-, porque no voy a dudar de su palabra. Pero no tiene nada que ver con el "quesu Cabrales", de la misma manera que un colega mío que se llama Juan Carlos Rey, ni tiene que ver con los Borbones y hasta creo que ni siquiera es monárquico".

Dicen los más viejos del lugar que la primera vez que alguien te engaña es culpa suya, pero la segunda que te vuelve con la misma monserga, ya es la tuya.

Nos engañan por todas partes: el Gobierno, afirmando que están haciendo lo que hay que hacer, mientras nos hundimos cada vez más en la ciénaga que nos han preparado los especuladores norteamericanos y la insolidaridad franco-germana (aderezada, desgraciadamente, con la incompetente-ingenuidad carpetobetónica).

Nos engaña la oposición socialista, y nos engañó, como Gobierno, pretendiendo que nos encontrábamos en Tierra de Prosperidad cuando nos guiaban por desiertos en los que los brotes verdes eran ramas de plástico; nos engañan muchos banqueros, mostrando sus rasguños al lado de nuestras amputaciones y pretendiendo ser imprescindibles para salvarnos de su propia avaricia; y hasta nos engalan los bancarios, especulando para beneficio de sus principales con nuestros ahorros, negándonos créditos porque no ven más que riesgos en nuestros proyectos pero habiendo tapado sus ojos, cuando se lo ordenaron, para enguadar a los insolventes, y nos engañan, aún, cuando, para mejorar resultados, nos cargan comisiones y gastos superfluos.

Engañan no pocos profesores universitarios que, autoproclamándose genios, no aprenden, no mejoran, no investigan, y, amparados en su beca, enseñan como imprescindibles múltiples cuestiones inútiles, mientras cabalgan con su ignorancia respecto al mundo real por los reinos de taifas de las aulas, blandiendo, orgullosos, sus espadas cargadas de sobresalientes y suspensos con las que, según humores, siembran falsas expectativas o cortan de cuajo ilusiones juveniles. 

Engañan todos aquellos que por haber estudiado cuatro libros de magias, elucubraciones y ritos, ya sean curas, rabinos, imanes o sectarios de cualquier religión, se empeñan en hablarnos en nombre de dioses cuando deberían, copiando a los mejores de entre ellos, enseñarnos mejor, con su ejemplo, a ser más iguales y, por tanto, solidarios.

Engañan cuantos nos saquean el dinero y los frutos que conseguimos con nuestro esfuerzo y trabajo, y no es por el dinero -que se lo lleven a la tumba, junto a nuestro desprecio-, sino porque nos llevan con él, las ilusiones.

Nos engañan, en fin, los que acumulan desmesurados poderes y riqueza, cuando nos pretenden convencer de que lo han conseguido con honradez y trabajo o que lo han heredado dignamente de sus antepasados, que lo han, a su vez, obtenido con laureles y justicia.

Nos engañan. Y, encima, como no es la primera vez, la culpa es nuestra.

El Club de la Tragedia: Preocupaciones acuciantes, celebérrimos y nombres de calles

Mientras esperaba a que una virtuosa de la aguja le ajustase a mi esposa, una prenda comprada en un hipercomercio a sus medidas correctas, repasaba yo (en función de chófer paratodo a la americana), mentalmente, mi aún escaso vocabulario chino -que si existe, me servirá, seguro, para hacer algunas amistades en la otra vida (1)-.

Aburrido por lo prolongado de la espera, me concentré, en un barrio que no es en el que habito, en observar el movimiento de clientes ante un kiosko de periódicos y revistas.

En mi cómputo ocasional, ganó, por amplia goleada, el diario Marca, respecto a los demás medios, -contabilizándolos incluso agrupados-, que recogían información general.

Las noticias económicas del día explican que el país "se encuentra en situación límite", y, como me encontraba en una zona de las que se entienden con menor poder adquisitivo que la media, deduje, en terminología bursátil, que "ya se había descontado" en ese barrio el estado económico en que nos ha puesto el trío maravillas: la ineficiencia de los políticos, la avidez de los grandes empresarios y la ignorancia de los que creíamos que el futuro era como nos los pintaron quienes se llevaron el santo y la peana.

Por eso, porque ya descontamos la desgracia, entiendo que ha pasado a primer plano (aunque tal vez lo estaba ya antes) el análisis minucioso de los fichajes futboleros de temporada, la negativa de Nadal a enfundarse ese chándal diseñado por la mafia rusa para hacernos objeto de chirigota en los olímpicos de Londres y, aunque ya quizá en tono menor, comprender los entresijos de cuanto estén haciendo por el mundo nuestros atletas motorizados, ya sea en fórmula uno, motos de gran cilindrada o en vehículos movidos a pedales.

Los tiempos cambian y las preocupaciones se desvanecen, para satisfacción de los que defienden que la memoria humana linda con el olvido y que, en habiendo salud, lo demás no vale para un peine.

¿Dónde tenemos ejemplos de memoria colectiva? ¿En las hemerotecas, en los cementerios, en los libros de texto? Opino que, sobre todo, el interés popular se refleja en las calles. En los nombres de las calles.

Por ejemplo, en la ciudad en la que tengo puestas mis añoranzas de expatriado (Oviedo) hay todavía calles dedicadas a personalidades que cumplieron algún papel en la historia de las letras y las ciencias -sí, también, a generales y otros militares-, pero apostaría que pocos sabrían reconocer ni uno solo de sus méritos.

Quizá por eso, en esa urbe como en todas, va siendo muy normal sustituir nombres de desconocidos en las calles, dedicándolas a políticos recientes, -aunque no hayan pasado de alcaldes de barrio o concejales de cultura-, a tipos de farándula, a locos y tipos singulares, a corredores (no de bolsa), a toreros, a futbolistas y a otros personajes de la devoción popular, que resultan más acordes con la cultura imperante, la del consumo inmediato.

Estas manifestaciones efímeras de vanagloria, en la que homenajeado y el prócer complaciente comparten placa, contrastan con los nombres que aún subsisten, y que reflejan, con buen tino, la socarronería y sencillez de que disfrutaba otrora el pueblo llano: las calles de Salsipuedes, Canóniga, Campo de los Patos, La Luna, El Fontán, Mon, La Argañosa, Postigo, Tenderina o Paraguas. (2)

La nueva sabiduría popular ha tomado, en fin, sus decisiones respecto a lo que le importa del futuro: la realidad económica financiera que siga el  curso que le pete, pero como fórmula para disfrutar algo de la vida, hay que leer la prensa deportiva.

Conclusión: Los países avanzados en el control de los mercados, nos habrán quitado la cartera,  pero el himno que tendrán que oir en los estadios deportivos los ciudadanos de esas tierras, que sea el nuestro. 

Y cualquier día de estos, cuando tengamos tiempo, hasta le pondremos letra, y entonces cantaremos algo todos juntos.

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(1) Sería evidente, por el sentido de la frase, que me refiero a la (im)probable existencia de la otra vida, y no al vocabulario chino, que no solo tiene existencia demostrable, sino que hasta se me aparece creado, en mi visión egocéntrica, con la pretensión de amargarme las etapas finales de la mía.

(2) Imagínese el lector este circuito: Salga por la calle de San Roque, del antiguo Seminario Diocesano, tuerza por el Padre Suárez hasta cortar la de Fuente del Prado y métase por Fernando Alonso, todo seguido, sin abandonar luego Juan Escalante de Mendoza y, al entroncar con José López Muñiz, terminándola, gire a la derecha por Postigo Bajo hasta el Campo de los Patos. Allí nos vemos.

El Club de la Tragedia: Explicaciones para creyentes

Ayer, con un grupo de amigos, a los que veo de Pascuas a Ramos. surgió la cuestión del bosón de Higgs y, como hay momentos en que uno está para bromas, improvisé, entre copas, un ejercicio docente por el que me ofrecí para dar algunas explicaciones acerca de esta cuestión de realativa actualidad.

La disertación empezó, pues, distinguiendo entre el bosón de Higgs y algunos bolsones, que tienen también nombres propios, pero son ajenos a la física cuántica y entran dentro del lamentable terreno del choriceo de los que se han aprovechado de la confianza que depositamos en el sistema y de los que se habían erigido en guardianes, pero de su propio beneficio.

Agradecí, ya metidos en risas, a los asistentes, el haber abandonado sus preocupaciones habituales para optar al diploma de master en el bosón de Higgs para incompetentes y como advertí de inmediato alguna mirada de estupor, me corregí sobre la marcha aclarando que había leído mal el programa y que, en realidad, se trataba de unas explicaciones sobre el bosón proporcionadas por un incompetente en la materia, que era, obviamente, yo, lo cual pareció tranquilizarles.

Las elucubraciones acerca de los límites del espacio-tiempo en las que se concentran los físicos, no llevan a claridades en el campo metafísico, en la que se ganan el sustento terrenal desde sicólogos y siquiatras a sacerdotes, rabinos, echadores de cartas o imanes (entre otros). Como sospechaba, sin embargo, que podía herir alguna susceptibilidad si me lanzaba por campo través (o sea, travieso), hice la pregunta que me contaba un médico que hacía a los familiares de un paciente con diagnóstico fatal, antes de darles más información: ¿Son Vds. creyentes?

Porque, aunque esté mal decirlo, las explicaciones de lo evidente o inevitable, cuando se las pretende enlazar con lo desconocido o arcano, si se pretende agradar con ellas o no causar conmoción innecesaria, pueden orientarse al gusto del oyente.

El silencio que acogió a mi pregunta me reveló que lo que tenía que dar era una explicación para creyentes, y esto me facilitó mucho las cosas. Así que me metí por los caireles del National Geographic, hablé de comportamientos animales -procrear y alimentarse, en los mismos órdenes o prelaciones que huevos y gallinas-, invoqué a hienas, reptiles, hormigas y parásitos, y, cuando trajeron, por fin, algo de comer, entendí que, gracias a Dios, ya nadie me escuchaba, por lo que me dediqué a la competencia por el manduque, dada la edad que uno va teniendo.

 

 

El Club de la Tragedia: Control de riesgos, deberes y derechos

El 18 de julio de cualquier año, para los españoles, es una buena fecha para la reflexión acerca de la naturaleza humana. En particular, resulta imprescindible para aquellos que nacieron con posterioridad a la guerra civil, que ya somos la inmensa mayoría.

Uno de los ángulos desde los que se puede analizar el conflicto que causó inmensa ruptura económica y social en este país -muy superior, desde luego, a la que existía antes del alzamiento- es el de las falsas razones que se movilizaron en el doctrinario colectivo para impulsar a los pacíficos a una guerra.

No tiene que ver con legitimidad de los gobiernos, ni con opciones políticas. Seguir escarbando en la traición al juramento expresado por militares de carrera para defender el orden establecido (la República) y, en dirección contraria, al sentido del deber de los que defendieron al gobierno salido de las urnas en las elecciones previas a la guerra civil, no produce más que confusión respecto a las razones.

Estoy convencido, después de haber escuchado muchas versiones, confesiones y críticas, de gentes que se encontraron luchando en una u otra facción que, después del fracaso de los autores del golpe militar -y sus comilitones civiles- para hacerse de inmediato con el poder, lo que propició la escalada bélica, en una espiral de violencia sin control, fue la necesidad de supervivencia.

No los ideales. Nada de eso. Ni la defensa de la religión católica, ni la mejora del nivel de vida a costa de los ricos, ni el aplastar el marxismo o las reinvidicaciones obreras, ni siquiera la consecución de un nuevo orden en el que se pudieran, para los poseedores del capital, hacer mejores negocios.

Es imposible encontrar una coherencia ideológica en cualquiera de ambos bandos. Por el contrario, todos aquellos que tuvieron un arma en la mano y el riesgo de caer muertos, tuvieron que resolver, y varias veces, el dilema de o matas o te matan. Para amortiguar la desazón de tener que acudir a ese juego continuamente, muchos utilizaron el odio indiscriminado al contrario, que fue alimentado desde la mentira.

Por eso, es muy importante controlar los riesgos de las actuaciones en períodos pacíficos, señalando los límites a los deberes y a los derechos de cada uno. Quien da a otro más de lo que merece, está cometiendo una injusticia si, para ello, desposee de lo que no le sobra al que lo ha merecido.

Y quien exige más de lo que, en justicia, le corresponde, ha de saber que está demandando, con su petición extemporánea, que se deje a otro u otros sin lo que es suyo.

 

El club de la Tragedia: Diferencias entre un director gerente y un primer ministro

En las escuelas de negocios no enseñan a ser ministro. Es posible, incluso, que lo desaconsejen. Ser ministro obliga a estar en primera línea de la atención pública durante algún tiempo y los negocios privados necesitan discreción.

Tampoco hay oposiciones para ser ministro, y aún menos, para ser Primer Ministro o, como suele denominarse en algunos países, postularse para Presidente del Gobierno. Para ese estatus lo que hay son elecciones, que es similar a las opciones que presenta el cuento de las lentejas, salvo que te gusten, en cuyo caso, habría que adaptarlo a decidir entre el aceite de ricino o una lavativa.

Existen, desde luego, oposiciones para algunos puestos de importancia, que corresponden a oficios que despiertan respeto y admiración casi general, como juez, profesor universitario, registrador de la propiedad y, en general, funcionario.

Nadie sabe muy bien en qué momento la sociedad civilizada tomó la decisión de que estos puestos tan importantes fueran cubiertos por oposición y, aún menos, que una vez que se obtuviera la plaza ("el hueco", por así decirlo), el logro alcanzado fuera vitalicio.

Algunos historiadores lo vinculan, en su origen, a la relación de servicio que deberían tener ciertos súbditos con el enviado de los seres superiores extrahumanos, que era denominado Rey, Príncipe de los Creyentes, Emperador o Faraón, entre otras denominaciones que expresaban la procedencia divina de su poder. El los elegía entre los más fieles y los recompensaba según sus resultados.

Pero no debemos desviarnos del motivo central de este comentario. Con algunas modificaciones, en los países democráticos, la situación se mantiene.

Al no existir escuelas de formación de ministros, cuando, después de la campaña electoral, -en la que no hace falta matar a nadie, pues se valora sobre todo la capacidad de seducción a las masas, ejercicio que, como en la guerra y en el catch-as-you-catchs-can, todo está en principio permitido-, el designado por las urnas llama a algunos compañeros de partido para convertirlos en ministros.

Si el cambio que se experimenta de aspirante con asabercuántasopcionestengo a máximo administrador de las cuestiones del Estado tiene que ser muy estresante, pasar de ser Don Fulano de Tal a ministro de Economía o vicepresidente de Gobierno, seguro que es brutal.

Es diferente tener un jefe o un propietario de la empresa que te aumenta el sueldo o la prima cuando le aumentas los resultados, esto es, el beneficio, que andar escurriendo el bulto a cada paso para no tener que explicar porqué no hay forma de que te cuadren las cuentas en una sociedad singular en derecho, en la que hay millones de accionistas, todos opinan, y muy pocos cobran. 

Qué digo cobrar. La inmensa mayoría de accionistas de ese invento social hace décadas que no solo no cobran dividendos, sino que se les pide cada poco que aumenten las aportaciones al capital. Ahora la Junta Directiva en España anda prometiendo hasta por la memoria de su madre (con perdón) que algún día nos devolverán lo que pongamos, pero la cuestión tiene truco. Nos dicen que hay que trabajar para conseguirlo, porque nada se consigue de rositas, pero a la convocatoria faltan los de siempre, los de las acciones preferentes.

Hay que darse cuenta del cambio que han tenido que experimentar estos hombres y mujeres, y comprensible que quieran volver, cuando pase el sofocón, a hacer lo que siempre han hecho, aquello para lo que han estudiado: optimizar el beneficio de unos pocos. El suyo y el de los que creen a pies juntillas en el poder de los mercados como fórmula perfecta para situar a todas las personas en su sitio: arriba o abajo, según su naturaleza.

 

Cuentos para un verano caliente

En las profundidades del estado de derecho -allí donde jamás llegamos los ciudadanos de a pié- alguien debió de dar la instrucción de cambiar el chip.

Esta expresión de "cambiar el chip" es utilizada, incluso por quienes no tienen la más remota idea de lo que significa, desde que los adminículos informáticos se incrustaron en nuestras vidas. Por cierto, sin que parezcan tener la menor intención de marcharse, muy por el contrario.

Cuando decimos a alguien "cambia el chip", le estamos sugiriendo que modifique su percepción de lo que le sucede, incorporando nuevos elementos, y dejando a un lado los que le están obsesionando y le impiden conseguir metas o logros.

La orden emitida desde las catacumbas gubernamentales, a las que solo tienen acceso muy pocos, no significa que vayan a cambiar el chip, sino, por los síntomas que se van percibiendo, que nos lo quieren cambiar a nosotros, los de fuera.

 

El Club de la Tragedia: El comentario como noticia

Como ya somos todos mayores, sabemos bien que la verdad objetiva no existe y que es importante quién nos cuenta las cosas, porque de ello depende que podamos construir nuestra propia opinión.

Ignoro si en las Facultades de Periodismo (Ciencias de la Información) se esfuerzan en convencer a los educandos de que hay que ser objetivos y neutrales, pero tal propósito me parecería decididamente equivocado.

La contribución a la formación de la persona implica ayudarle a construir una opinión acerca de las cuestiones fundamentales en las que pueda encajar sus propias vivencias, y que le den las herramientas para seguir perfeccionando, a lo largo de su vida, en proceso continuo, su concepto del ser y saber ser.

Los informadores, especialmente cuando lo que comentan se dirige a destinatarios con menor formación y capacidad crítica y, por lo tanto, más proclives a dejarse impresionar por lo que se les presenta como fuentes de autoridad, tienen una gran responsabilidad, porque se convierten en garantes, no ya de la noticia, sino, por la facultad para escoger los detalles que juzguen más relelevantes de la verdad material, de la posible interpretación que, quienes no tienen acceso a las fuentes, den a la noticia.

Son varias las posibilidades de interferencia entre la verdad absoluta y la material comunicada, y de encubrir o disimular lo objetivo entre lo subjetivo. El informador debería, ante todo, preocuparse por trasladar la información que conozca sin suprimir nada de lo que entienda sustancial para comprenderla, pero separando bien lo que está comprobado de lo que es especulación. Y, si se aventura a comentar la noticia, habría de hacerlo de forma culta, instruída, pero, también, comprometida: las interpretaciones nunca son neutrales.

He oído bastantes veces que para estar bien informado hay que leerse periódicos o escuchar emisoras (de radio o televisión) de las diferentes tendencias. Esta imposible labor, que obligaría al ciudadano a estar en continua operación de filtrado y síntesis de lo que se le ofrece, ni siquiera garantizaría que obtuviéramos todos los datos y, aún disponiendo de todos los datos, es casi seguro de que no seríamos capaces de integrarlos en una conclusión perfecta, admisible por cualquiera sin reticencias.

Los cambios de informadores que se produjeron en julio de 2012 en los medios públicos no son triviales. Supongo que al Ejecutivo de Rajoy no le gustaba la forma en que estos informadores glosaban ciertas noticias y, por eso, como no se pueden cambiar los hechos, han decidido cambiar a los que nos los cuentan.

Seguramente fue incluso determinante para justificar internamente el, a la luz pública, injustificable trueque, la alta calidad profesional ampliamente reconocida de los sustituídos y, aún más, se tuo en cuenta el alto número de fieles seguidores de los programas que dirigían, esto es, su capacidad para inducir conclusiones en los informados.

Si abrigábamos dudas, no habían transcurrido 24 horas de las sustituciones cambios, y ya estábamos en situación de deducir, con hechos, las razones principales por las que se trataba de eliminar lo que el Gobierno actual consideraba una molestia para sus objetivos de poner luz en lo que le resultara más conveniente y usar la omisión donde le apetecía, sin más que analizar la forma y manera en que los sustitutos están ahora actuando.

El procedimiento seguido es de libro. Se trata de conceder más énfasis a lo que tiene poca importancia relativa, consumiendo con ello el tiempo dedicado a la información, en perjuicio, pues, de lo relevante. Se pone, simultáneamente la lupa de la noticia en el ángulo que interesa más al capataz, no al pueblo llano que somos quienes pagamos, yendo en rápida pasada de vuelo distante por lo que pudiera perjudicar la imagen del que reparte los salarios a los peones que manejan la tijera.

Volvemos, pues, a tiempos de censura. Entiéndaseme: habrá siempre sesgos en la forma en que se comentan la noticia. La ideología del que comenta es, no solo inevitable, sino imprescindible. Pero la ideología del que comenta no tiene porqué coincidir del que provoca la noticia: si es así, el modelo se convierte en servilismo. La forma de ejercer censura será más sutil, pero no por ello menos efectiva.

Si la manera de dar la noticia cuenta con la complicidad del informador, entramos en patraña. Se reduce la dosis de información, pasándola por un doble filtro y se edulcora antes de servirla; si, además, la situación está diagnosticada como enferma de diabetes, el escándalo huele a chapuza indigestible, genera aún más peligro de que no se pueda ni intuir la componenda.

Ahí la tenemos, pues. Se sustituye lo económico por lo deportivo, lo político por lo folclórico; se eligen con mimo las palabras para presentar lo que hace -o no hace- el poder y se secciona, de las tomas en directo, lo que apetezca contar de lo que dijo, sacando lo feo por su lado más favorable, casi apetecible. Del contrario, poniendo más distancias, se hace, en coherencia malévola, lo opuesto.

La consecuencia es inmediata: el comentador se hace parte de la noticia, y el comentario es, por encima de lo que sucedió, no solo malversación, sino noticia.

El Club de la Tragedia: A lo loco

Cuando el magnífico director Willy Bilder animó a Marilyn Monroe, Jack Lemmon y Tony Curtis a rodar Con faldas y a lo loco tenía un buen guión, y unos magníficos a actores, pero, sobre todo, estaba rodando una película.

Las diferencias con el momento en el que nos encontramos son absolutas: tenemos mala dirección, pésimos actores, carecemos de guión y, lo que es más grave, es que nadie está rodando una película, sino que nos encontramos viviendo una penosa realidad.

Nos hallamos, pues, en la situación de "sálvese quien pueda", sometidos al fuego graneado de medidas acaparadoras de dinero para tapar los agujeros, no ya los presupuestarios, sino, simplemente, los que servían para sostener un entramado de servicios públicos y prestaciones sociales que se desmorona implacablemente. No se crean nuevos negocios, no hay confianza ni método y, por tanto, no hay generación de riqueza, de valor, de ilusiones.

Podríamos conceder graciosamente credibilidad a quienes están tomando tan drásticas medidas, cuando reconocen ahora -con una sonrisa que, la verdad, suena a insolente- que les duele tomar unas decisiones que son justamente las que habían prometido no adoptar jamás, en su exigüo programa.

Podíamos creer que quienes están a los mandos del aparato del Estado son los más ilustrados de entre los nacidos en esta aldea, y que, educados como han sido en prestigiosas universidades nacionales y, sobre todo, extranjeras, con experiencia probada en la gestión de dineros privados -algunos, con oscuras maniobras-, saben lo que quieren los del capital, porque no en vano han sido -¿son?- sus eficientes empleados.

Podemos incluso admitir -con esfuerzo en ciertos casos- que tienen una honestidad acrisolada, con moral de catecismo que los convierte en incapaces de mentir a un nene de cinco años que les preguntara si los reyes magos son los papás o los de la cabalgata, pero que guardan secretos feroces para adultos a los que no ven suficientemente formados para entender lo que les pasa.

Pero no hay ninguna razón para que se imaginen que les hemos votado (los que les hayan votado) con carta blanca para hacer lo que les venga en gana, tanto si se lo dictan desde fuera, como si , -y les gusta mucho anunciar cuando la pregunta es complicada-,  pretenden estar "haciendo lo que hay que hacer".

No es ese el juego. Se trata de defender lo que tenemos más precioso, el logro alcanzado con mayor mérito, que es trabajo de todos, y cuya fórmula es el estado social.

Está basado en la solidaridad, pero, sobre todo, en conseguir que paguen más los que más tienen, en concentrarse en atender a los que más lo necesitan, en dar oportunidades a los que no las tendrían por razón solo del mercado, en impulsar los servicios públicos, en mejorar la gestión de lo colectivo y, por supuesto, en escuchar, pero no solo escuchar, sino también, atender, las necesidades expuestas por los colectivos que estructuran la sociedad civil, cuando son justas, serias, fundadas.

Me da la impresión de que quienes se encuentran a los mandos no son los adecuados para conducir en esta coyuntura. No han alcanzado, a pesar de que indican que se esfuerzan dándoles lo que les piden desde otros aparatos, la credibilidad exterior (sí, hablo eufemísticamente de los mercados) y están perdiendo a manos llenos la credibilidad interior (sí, la de los que confesaron haberlos votado).

Es como si los que se presentaron como aptos para manejar el tren de mercancías se encontraran pilotando, con ese bagaje, un avión de pasajeros. Y uno muy grande, además.

A lo loco.

Queremos que nos expliquen muy bien lo que están haciendo, y por qué. Tenemos el derecho a espantarnos, por los resultados parciales y el pánico que se genera en el pasaje, cuando nos repiten, con énfasis de doctorandos que, con estas medidas, en un par de años estaremos estupendamente.

¿Quiénes? ¿Por qué se ríen, señoras y señores diputados?. ¿A quién aplauden? ¿Se mofan de la otra mitad de España, de los que no tienen tanto?.

Y ustedes, ¿los de la bancada contraria? ¿qué proponen?. ¿Admiten que no hay nadie que sepa cómo se maneja este avión de pasajeros y se contentan con decir que nos vamos a estrellar en uno de estos bandazos en los que en cabina prueban los mandos, o piensan que, después de todo, es mejor no convertirse en cómplices del desaguisado? ¿Han abandonado la postura incuestionable de que no se puede obligar a abandonar el avión a los pasajeros de tercera, porque el vehículo de transporte colectivo solo cumplirá su función si aterriza en el buen puerto del futuro colectivo?

Quiero que nos expliquen el guión, y ya es hora. Completo. Con todos los papeles distribuídos, muy clarito y, por supuesto, que no nos cuenten la película. No es una película. Es la realidad. La nuestra.

 

 

El Club de la Tragedia: Se vende casa exclusiva en Paraje natural protegido

El Gobierno regional de la Comunidad de Madrid (España) ha aprobado un "Proyecto de Ley de Viviendas Rurales Sostenibles" el 9 de julio de 2012 (BOAM, nº 74), que será sometido a aprobación definitiva de la Asamblea regional.

Se cumple con ello, como suele decirse, una vieja aspiración de algunos terratenientes de esta Comunidad, que podrán construir, siempre que dispongan de 6 Ha. de terreno en paraje protegido, en el que hasta ahora estaba prohibido levantar cualquier edificación, una vivienda de apenas 1.000 m2 de superficie, incluyendo, eso sí, las áreas de servicio.

Esta importante ley surge después de un cuidadoso y complejo análisis del comportamiento humano en relación con el medio ambiente. Sus conclusiones, presentadas en el Proyecto ahora aprobado, bajo la forma de Exposición de Motivos, merecen incorporarse, por derecho propio (valga la expresión) a las cimas de lo sociojurídico, pues destruyen la "vieja y trasnochada presunción de que la presencia del hombre necesariamente tiene efecto negativo sobre el entorno".

Son numerosos los ejemplos que contradicen esa idea que subyace, seguramente, en algunos ánimos perversos, cuya ideología les impide desprenderse de sus arcaicas concepciones. El Proyecto de Ley, trae a la memoria, esto es a colación, sin necesidad de citarlos, multitud de brillantes ejemplos de cómo el ciudadano libre se esfuerza en mejorar el entorno: basta darse un paseo por la Sierra madrileña, y admirarse de las estéticamente ordenadas construcciones de El Boalo, Manzanares el Real, Cerceda, etc. -todas ellas, siguiendo particulares concepciones de lo bello, por supuesto-, avanzando ladera arriba con su graciosa impostura ambiental.

El respeto que el hombre (y, cabría decir, incluso la mujer) tienen por el ambiente queda reflejado en el uso habitual de las calles y cercanía de los ríos para lavar vehículos o cambiar el aceite al motor, además de la cuidadosa separación de residuos que se observa, sin más que acercarse a cualquier contenedor de recogida selectiva (procurando no dañar al rumano que, seguramente, se encontrará dentro, haciendo su propia clasificación).

El "deseo de vivir en contacto con la naturaleza" (cito textualmente la futura Ley, que no tendrá problemas, obviamente, en ser aprobada por la Asamblea, incluso aventuro que será aplaudida por un sector de los representantes del pueblo) se constituye en un "nuevo derecho" (sigo citando, transido de emoción, ad pedem literae) que, por fortuna, "no supone un incremento de la burocracia" (¿cito ahora textualmente, también ?¡sí!). Tampoco, apunto, aumenta la sensación de democracia (que es verso rimado), pero no será cuestión de preocuparse ahora, que tenemos cosas importantes que resolver.

Tampoco implicará "un mayor coste para los municipios" que tengan la satisfacción de contar con estas "viviendas rurales sostenibles" que, desgraciadamente, no serán muchas, dadas las estrictas limitaciones impuestas: además de la superficie mínima de 6 Ha, han de estar separadas 250 m de cualquier otra construcción, no alzarse a más de 3.5 m "a alero" (lo cual permitirá juegos muy interesantes de bajo cubierta), deberán retranquearse 15 m respecto a linderos (seguramente para permitir una elegante avenida de entrada) y, como ya indiqué la "superficie máxima de ocupación de la edificación y demás instalaciones" será del 1,5%, lo que garantiza un mínimo de 900 m2 para la comodidad de los ecoconcienciados.

¡Ah!. Por supuesto, ya que el tema es muy urgente, regirá la autorización por silencio administrativo a los dos meses de solicitarse la licencia municipal. Y, para que nadie piense en favoritismos, el titular no estará facultado para "exigir a la Administración ningún tipo de inversión relacionada con el suministro de agua, energía eléctrica, gas, telefonía, recogida de basuras, transporte, accesos, equipamientos dotacionales ni infraestructuras de ningún tipo, y, en general, ninguna prestación de servicios propias del suelo urbano".

No puedo imaginarme situación más idílica: sin televisión, ni teléfono, ni accesos (demasiado) rodados, con reaprovechamiento ecológico de los residuos, con flamantes (que, ojalá jamás devengan flambeantes) instalaciones para suministro de energía con placas solares o geotermia somera...¿O, quizá, no alcanzo a ver del papel más allá de mis narices?

¡Hagan su juego, señores!