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Al Socaire de El blog de Angel Arias

El síndrome de la dependencia ocupacional

A principios de septiembre de cada año, las gentes educadas en las formalidades de la convivencia ordenada y pacífica preguntan  a sus amistades y colegas si han pasado unas buenas vacaciones y les desean que superen con éxito el síndrome postvacacional.

Este conjunto de síntomas, -inventados como la casi totalidad de los que reciben la culta denominación de síndrome-, pretende construir un perfil común a las dificultades que, en esencia, quienes tienen trabajo remunerado y, con mayor frecuencia entre funcionarios, han de superar para alcanzar el nivel de actividad que tenían antes de sus vacaciones.

Dado que la mayor parte de los que forman la población activa oficial tienen su período de asueto prolongado en agosto -lo que garantiza la plena ocupación, hasta el abigarramiento, de los lugares de destino ese mes y, paralelamente, que se encuentren vacíos, hasta la desolación, el resto del año-, septiembre es el mes por excelencia en donde se producen los mayores ataques de síndrome postvacacional.

Son muchos los que creen que este síndrome no tiene cura, y que se trata de una servidumbre más -una pejiguera, diríamos- de nuestra avanzada civilización occidental. En los casos más graves, incluso. el ritmo normal no se recupera ya y cada vacación supone el declinar persistente de las ganas de trabajar, hasta niveles que pueden llegar, si no se les trata adecuadamente, a la nulidad absoluta, la dejación total de funciones, el colapso de "la misión" que el individuo debería desempeñar en la estructura productiva.

Mi propuesta es llamar a las cosas por su nombre y analizar las causas verdaderas de ese malestar, eliminando de raiz el pretexto. En mi opinión, no contrastada por los sabios de esta aldea, es que la ausencia total, durante todo un mes (e incluso, más), de preocupaciones relacionadas con un trabajo que se concibe como un castigo, una obligación estresante con la que no se guarda relación afectiva alguna, es el núcleo de la cuestión. Ahí hay que acudir al rescate.

"Para lo que me pagan", suele ser la frase que identifica la presencia de esa carcoma mental. Analizado desde ese ámbito, el "síndrome" revela que se carácter no es postvacacional, no trae consecuencia de las vacaciones, sino que, justamente a la inversa, es el resultante de la dependencia ocupacional, no apetecida, del individuo, que no es vista como un servicio a la colectividad, sino como un castigo .

Lo que hay que cambiar, pues, es la preparación para las vacaciones, haciéndolas una etapa de tensión y no de relajación, de forma que se desee, con ansia, volver al trabajo.

Mi propuesta, coherente con esta teoría, es que los períodos vacacionales se deben conceder a quienes tengan la suerte de tener trabajo remunerado, aleatoriamente -no soy cruel y, si así se solicita por los interesados, se agruparán aquellos por familias directas (1)- mediante extracción de bombos, semejantes a los que se utilizan para la Lotería. Nadie sabrá, a priori, cuando le tocará ir de vacaciones.

La sustitución del vacante por otro será, también, aleatoria, dentro del conjunto de plantilla de la empresa, institución o entidad. Cuanto menos relación tenga el sustituto con la tarea que deberá desempeñar, en realidad, mejor, aunque no será imprescindible dirigir el tiro hacia el plantel de los ineptos absolutos (las grandes organizaciones suelen dar cobijo cómodo a tales excrecencias del mercado laboral).

Cuando retorne al trabajo (los que lo tengan, obviamente), le impelerá al vacante un acuciante deseo de saber qué han hecho sus colegas con los temas pendientes, quién estará ocupando su mesa de despacho o utilizando sus herramientas, qué habrán hecho sus alumnos o colegas, qué decisiones habrá tomado el minisro o director general sustitutos, qué sentencias, decretos, demandas o réplicas habrán redactado los interinos.

Se habrá acabado con los síndromes postvacacionales.

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