Rescatados ¿o prisioneros?
Apoyados en su versatilidad, conseguida a través de los siglos, los parlantes hacen de sus lenguas un recurso amoldable, que les sirve no solo para expresar más o menos correctamente sus deseos, los hechos que han vivido o las ideas que se les ocurren, sino que lo utilizan, especialmente si son hábiles con él, como herramienta multiuso.
Con hábito y pericia, se pueden esmascarar situaciones, decir sin contenidos, orientar las explicaciones hacia los lugares deseados en circunstancias confusas y, especialmente en temas político-económicos (pero no solo) convertir el tratamiento de las cuestiones delicadas en un lugar común, disminuyendo el valor de las señales, hasta que, teniéndolas por obvias, pasan desapercibidas a los restantes ciudadanos.
España -la economía española- se encuentra, por lo que nos cuentan los que llevan el control de los dineros públicos y lo que sufrimos en nuestras carnes de ciudadanos de a pie, en situación de no poder pagar sus compromisos de deuda. Al menos, se nos explica, no en corto plazo.
Por ello, se necesita acudir a préstamos complementarios, y como quienes ahora no le conceden crédito quienes eran sus prestamistas anteriores, deben de ayudarle -claro que nunca por caridad, sino por intereses- quienes tienen objetivos a más largo plazo, teóricamente compartidos con los nuestros, aunque nunca se sabrá hasta que los nubarrones se disipen.
El gobierno de Rajoy, ayudado en su descrédito por la oposición socialista -y no digamos por otras facciones del espectro político, todas empujando hacia abajo la cabeza apenas sobresaliente del país, entre la mierda- reconoce, por fin (después de un agosto tórrido, en 2012)- que España precisa ser rescatada, aunque algún ministro matiza que no es sino una forma de hablar y que no hay rescate sino ayuda negociada y , e incluso, otr@, llevad@ por su imaginación, expresa la opinión de que "no tiene porqué ser malo".
Por supuesto, todo es según el color con que se mira, y no merece la pena elucubrar sobre las bondades entre ser rescatado de una hoguera cuando se le están quemando a uno los pies. Pero resulta imprescindible saber, manteniendo la glosa sobre este caso figurado, si quienes nos liberan del suplicio son las hermanitas de la Caridad, canívales ávidos de carne humana o especialistas en tratar quemaduras de tercer grado.
Con los elementos de que dispongo -los mismos que cualquier ciudadano ilustrado por los periódicos, por supuesto-, opino que no estamos siendo rescatados de la situación de insolvencia, sino que nos han convertido en prisioneros de intereses superiores a los nuestros y dudosamente coincidentes con los nuestros.
Somos un país de segunda categoría, en el que el desorden de ideas propias, la devoción estúpida a los talentos ajenos y una innata capacidad de sufrimiento derivada de un complejo de inferioridad, adobado con sentimientos de culpabilidad inexplicables, nos hace apetecibles para que seres externos a nuestros problemas ensayen fórmulas de sacarnos hasta el último suspiro, indicándonos, de paso, que estamos en el sitio equivocado, viviendo por encima de nuestras posibilidades.
Esto es una guerra -admitamos que justa-, y en cualquier conflicto, solo cabe rendirse o resistir con todas las armas al alcance.
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