La Resurrección de los cuerpos
A final de la Semana Santa cristiana, celebran los fieles de esta religión la Resurrección de un Dios peculiar, que, después de haber tomado la decisión incomprensible para nosotros -al menos, para una mayoría- de encarnarse como humano, con el objetivo, según nos cuentan, tanto de darnos ejemplo de comportamiento como de redimir nuestros pecados ancestrales con su sangre, se volvió hacia sus mansiones metafísicas, dejándonos sumidos para siempre en la mayor perplejidad.
No pocos pueblos educados en la tradición de esta anomalía cósmica conmemoran, de la única manera que saben hacer las cosas -con fiestas, jolgorio, cohetes y tambores, así como con exhibición impúdica de sus miserias-, no, como podría suponerse, la Resurrección y Ascensión del divino emisario, sino el recuerdo pormenorizado de su Pasión, que ofrece, desde luego, mucho mejores opciones de escenografía y representación teatral, a la que somos muy aficionados.
La justificación de este desenfoque aparente de por dónde deberían andar las prioridades es sencilla. De la Pasión divina como de las humanas y propias, tenemos, a todos los niveles imaginables, reflejos en la experiencia de cada día. Los seres humanos seguimos haciéndonos sufrir unos a otros con saña renovada y perfeccionada: guerras, asesinatos, actos de terror, violaciones, robos, mentiras, desprecios, silencios.
En cambio, al no existir fotografías, gráficos coetáneos ni otros testimonios fehacientes -salvo algunos escritos de controvertida atribución y, por tanto, dudosa verosimilitud- del momento maravilloso de la recuperación definitiva de la naturaleza corporal de ese Dios excursionista para ser incorporada a su esencia espiritual y por toda la eternidad, -preludio, dicen los exégetas, de lo que nos habrá de ocurrir a nosotros-, tiene lógica que el espectáculo visual se centre en la parte de los golpes, los lloros y, sobre todo, de la crucifixión y, por tanto, que haya bofetadas en cada pueblo y hasta en cada barrio, para hacer de sayón, romano, portador de andas, costalero y, no digamos, maestro de ceremonias y capitán de cofradías.
Porque nada ha cambiado en el ejercicio del amor al prójimo, a pesar de los esfuerzos divinos y de los humanos bienintencionados para centrarnos en ese objetivo común. De aqúí que se aumente la sospecha de que, de existir lo que algunos nos recomiendan creer, no tardará mucho en que volverán desde el más allá a darnos alguna indicación de qué hacer, y es de esperar que esta vez nos la aporten de una forma menos metafórica, más comprensible.
Entretanto, seguiremos dando vueltas en nuestra miserable y lenta evolución desde el desconcierto hasta la desilusión. Así ha sido desde que nuestros remotos antepasados se desgajaron de una rama de los australopithecus. Y ahí nos encontramos, detenidos, en este brote de homo sapiens sapiens stultus del que formamos parte la mayoría de los presentes (con escasas salvedades, pero para peor), con las cochinillas de la avaricia y la envidia chupándoles los jugos.