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Al Socaire de El blog de Angel Arias

Sobre egoísmos, amores y compasiones

En el libro sobre El arte de la compasión, citado con empalagosa veneración por los simpatizantes del budismo (o, tal vez, solo del Dalai Lama), se define con precisión un concepto de compasión, al que queremos ajustarnos en este Comentario: "El deseo de que los demás estén libres de sufrimiento" y también "la capacidad de sentirnos próximos al dolor de los demás y la voluntad de aliviar sus penas".

La voluntad de ser compasivos con el otro, que debe distinguirse, según este esquema, de la voluntad de compadecer -superando las dificultades de la confusión de ambos términos por el uso común-, se separa también del mandato de amar al prójimo, que constituye el eje práctico de la doctrina cristiana.

En el cristianismo, el modelo compasivo por excelencia lo representa la Virgen María. Su capacidad de actuación para "aliviar las penas" proviene de su poder mediador ante su Hijo, Jesús, componente demiúrgico de la Trinidad. El camino hacia la santidad del creyente cristiano -del que existen varias versiones no dogmáticas- supondría la superación del egoísmo, despreciando el valor de lo material, aunque entendiendo su plena utilidad para ayudar a los demás, como manifestación de amor hacia ellos.

Es muy difícil amar a los demás como a uno mismo y es igualmente tarea de Hércules tener compasión en el sentido expresado por el Dalai. Solo santos y budas consiguen esa perfección; y los segundos, además, raramente en una sola vida.

Preferimos, simple y llanamente, compadecer la mala suerte del otro, cuando la enfermedad, la muerte, la desgracia o cualquiera otro de los múltiples productos que el azar pone en el camino de la vida, le ha dado en la cabeza. Eso nos permite pasar tranquilamente la página del dolor ajeno, para concentrarnos en disfrutar de nuestra buena suerte.

Budas, Iluminados, Vírgenes, santos, tened compasión de nosotros. Nos hemos especializado en dar simplemente el pésame a quien sufre la pena, en desear por todos los medios la riqueza y el poder del otro, y en creer que el trozo de mundo que se nos ponga al alcance está a nuestro directo servicio, confiados en que después de la propia muerte, no hay nada que podamos volver a contar en primera persona.

 

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