En el día del terrorista muerto
Casi al final del 1 de mayo de 2011 en Estados Unidos (23h30m; 6 horas de diferencia con España), en una operación cuyos detalles son aún muy confusos, Osaba Bin Laden, de profesión terrorista internacional en nombre de una subrama de incomprensible lógica del islamismo integrista, era muerto por las tropas de asalto norteamericanas en Pakistán.
Es un día de satisfacción para el presidente Barak Obama y todos aquellos que veían en la supervivencia de ese agresivo individuo, rico, viejo y enajenado, un símbolo del terrorismo ideológico.
Es, también, un día en el que ha aumentado algo más la ya alta preocupación de las gentes de paz ante la sospecha de que el fanatismo que representa no puede personificarse, desgraciadamente, en ese único personaje, subproducto de muchas coincidencias, y que habrá ahora unos cuantos iluminados más dispuestos a inmolarse en una acción terrorista contra "objetivos occidentales", a cambio de algo de dinero para sus familias y la promesa incomprobable de una vida eterna en los brazos de Alá y de las huríes de su Paraiso imaginario.
Se están sucediendo ponderadas expresiones de alegría ante la muerte de ese símbolo (cuyo cuerpo, según se cuenta, después de hacerle muchas fotografías y extraerle muestras para determinación de su ADN que prueben inequívocamente que el fallecido es Bin Laden y no otra persona, fue arrojado al mar, dentro de las 24 horas de su muerte, para no perjudicar el descanso eterno al que tiene derecho según sus creencias). (1)
Por seleccionar una de ellas, el Papa Benedicto ha expresado que, como católico, no puede alegrarse de la muerte de una persona. Para todos los que amamos la vida, esa matización resulta pertinente. No nos alegramos ni damos con ella satisfacción a un deseo de revancha que nunca hemos alimentado.
¿Qué sentimiento refleja, pues, mejor, nuestro estado de ánimo?. En el marco del absoluto rechazo a cualquier acción terrorista, creemos que esta muerte ("asesinato" lo denominan incluso algunos media occidentales, en una valoración que tampoco compartimos, pues implicaría un juicio jurídico que no deseamos realizar) es inútil.
A los terroristas se les vence con el rechazo popular a su concepción, la abominación de sus ideas, la cultura del respeto a la vida y a las ideas de los demás, siempre que éstas últimas estén orientadas exclusivamente a la convivencia pacífica.
Mientras el cumplimiento de ese deseo, tal vez inalcanzable, se persigue, la sociedad civil debe extremar su seguridad, apoyar la legitimidad de sus fuerzas policiales y, salvo en enfrentamientos armados o ante la resistencia a rendirse de los terroristas, ofrecer un juicio justo a los capturados y, probados sus crímenes (en este caso concreto, fuera de duda), poniéndolos a buen recaudo mientras vivan.
Hoy es el día del terrorista muerto. Un doble fracaso: el de la sociedad que los alimenta y el del fanatismo ideológico que sustenta el desprecio hacia la vida y las ideas de los pacíficos. Un día para meditar sobre la facilidad con la que nuestra sociedad genera monstruos y esos monstruos adquieren opciones de contagiar a otros para que los reproduzcan.
Que no haya descanso para tí en toda la eternidad, Osama bin Laden. Que los dioses te cubran por los siglos de los siglos con un desprecio aún mayor que el que vertemos sobre tí los pacíficos, las gentes de buena fe, los que creemos con total convicción de que no hay sitio en la Humanidad para quienes ven en la vida de los demás un instrumento de exhibición de su miserable y falsa fortaleza.
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(1) Se ha dicho desde Estados Unidos y subrayado por los comentaristas proclives a aplaudir todo lo que venga lavado y peinado desde ese país que presume de tener "larga tradición democrática", el asalto a la residencia de Bin Laden fue un acto de guerra y hubo feroz resistencia armada, por lo que no fue posible tomar prisioneros.
Por ello, no imaginamos a qué Convención internacional hubo de acogerse el tratamiento especial dado al cadáver del terrorista más buscado hasta entonces, culpable confeso de haber asesinado a miles de personas, civiles como militares, inermes o no, por el solo hecho de ser mercancía mediática.
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