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Al Socaire de El blog de Angel Arias

Sobre la exhibición excéntrica de la diferencia

La tolerancia arrastra sus servidumbres, implica ciertos sacrificios en beneficio de la tranquilidad y de alcanzar mayor satisfacción -individual y colectiva- , pero tiene sus límites. Si el que ejerce de tolerancia no los tiene claros y no consigue imponer su respeto al beneficiado por ella, es posible que acabe sucumbiendo ante las exigencias del que la disfruta.

Porque existe el riesgo de que, encoraginado hacia el fundamentalismo, sin alcanzar a ver que la tolerancia que se le ha otorgado respecto a sus comportamientos es un acto graciable del otro, lo entienda como un su derecho. Sin atender a ninguna correspondencia, el tolerado en sus manifestaciones, puede, excitado por el placer de exhibir su razón, alardear de lo exótico, y, a la postre,  exigir que se le de lo que antes se le regalaba. Hasta puede sentirse apoyado en la confusión por quienes creen que, sí, que le asiste el derecho de hacer lo que le plazca, pues ningún daño individual causa, y el que no quiera verlo así, que vaya o mire a otro lado.

Nuestra sociedad aborregada confunde muchos términos y, entre ellos, libertad y tolerancia. Inútil será repetir que la libertad individual termina allí donde se encuentra con la libertad de los demás, porque lo entiende muy poca gente. Por cierto, casi todos ellos, gente mayor, educadas en otro contexto, en donde, en España al menos, se dice que no se disfrutaba de libertad. Gente que es también cuidadosa con los símbolos, con la exhibición excéntrica de la diferencia.

Ejemplos de lo contrario, se encuentran a miles. Jóvenes que se sientan en el suelo de los vagones del metro, que organizan botellones en jardines y patios, públicos o privados, sin importarles lo que les digan los afectados; bocinazos y exabruptos para quien lucha unos segundos contra el motor o el embrague de su automóvil, repentinamente díscolos; desperdicios del picnic, abandonados en el campo; neumáticos, lavadoras, televisiones, tirados por barrancos, junto a los ríos, en cualquier sitio.

La exhibición del desprecio a los demás puede también ser detectado en la manifestación excéntrica de nuestra diferencia. ¿Por qué algunos homosexuales, por ejemplo, han de exhibir en la calle sus cuerpos en camiseta o marcando paquete o, igualmente sin que entendamos por qué, en otros casos, adelgazan su voz, o exageran sus gestos, imitando no se sabe qué comportamientos?  

Y en el terreno de los símbolos religiosos, ¿qué está manifestando, en realidad, el que, siendo minoría, exhibe inequívocamente el sentido de sus creencias, incluso de sus fundamentalismos? ¿No está, buscando los límites a nuestra tolerancia, a la de los que no piensan como él?

Tener la cabeza cubierta o descubierta como símbolo religioso responde a un arcaico convencionalismo sin sentido moderno. Incluso puede ser visto, como una falta de higiene. Desde luego, a nadie en su sano juicio, se le ocurrirá hoy que ver el cabello de la mujer excita la concupiscencia de nadie. No significa ni recato, ni respeto, ni nada que pueda asumirse coherentemente.

Es un símbolo, como llevar la insignia de un equipo de fútbol, una cruz (gamada o no), unas zapatillas levys o dejar que se asomen las bragas o el calzoncillo por el pantalón. Pero cuidado. Hay símbolos que son provocadores, porque evidencian la voluntad de falta de correspondencia con los principios colectivamente admitidos. Llevar un símbolo nazi es visto en nuestra sociedad como una provocación, porque hemos abominado oficialmente de lo realizado por aquel régimen nefasto.

Quienes hemos analizado el contenido de muchos libros reputados sagrados, nos reafirmamos en el respeto a las creencias de los demás, pero defendemos la necesidad de que cada uno encuentre su camino desde la libertad, sin imposiciones ni sin tener que defender su tolerancia contra exhibiciones excéntricas de la diferencia. Allí donde fueres, haz lo que vieres. Si no lo haces, no apeles a tu derecho, sino que debes recordar que estás utilizando de su tolerancia.

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