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Al Socaire de El blog de Angel Arias

Derecho

Bajo sospecha: la justicia

Aunque por lo publicado (EP. 6.02.11), en "La película de Baltasar Garzón", que ha rodado Isabel Coixet para profundizar en "Las razones del magistrado", parece ser mayor el ruido que las nueces, sí pueden deducirse de las confesiones del que fue juez estrella de la Audiencia Nacional española que el hoy encausado tiene serias dudas acerca de la independencia de la Justicia de su país.

No es en absoluto una cuestión que pueda pasar desapercibida. Cualquier juicio respecto al funcionamiento de esta institución clave en una democracia siempre se emitió de forma extremadamente cuidadosa, para no despertar al feroz dragón de afilados dientes que defiende con su espada flamígera su territorio.

La división de poderes ha traído una consecuencia perversa que actúa en defensa de la práctica intangibilidad de los juzgadores. Por supuesto, no nos referimos a la impunidad de los jueces en caso de comisión de delitos (hasta ahí podíamos llegar!) sino a la extrema cautela que es preciso desarrollar a la hora de enjuciar, desde fuera, su labor, su organización o las influencias que se hacen sentir sobre sus decisiones.

El juez suspendido Baltasar Garzón -suspendido no por decisión de otros poderes sociales, sino por sus propios colegas de profesión- está disgustado por el trato que recibe su presunción de inocencia, y se "siente condenado", fundamentando tan grave apreciación porque "cinco de los siete magistrados que me van a juzgar son los que admitieron la querella, los que han resuelto los recursos contra esa admisión, los que han dado participación a todas las partes, (...) los que han confirmado la decisión del juez instructor de imputarme, (...), los que me han denegado las pruebas".

Comprendemos la indignación de Garzón y, como ya hemos expresado en otros comentarios, compartimos la sensación de que se le está tratando injustamente. ¿A quién debemos trasladar esta sensación? ¿Al maestro armero?

Y, con aún mayor inquietud, ¿cuántos de los juzgados, encausados, condenados, tienen o han tenido la sensación -puede que la certeza- de que se les está tratando injustamente, de que han interferido en la toma de decisiones judiciales motivaciones extrajurídicas, de que se han equivocado flagrantemente y tal vez a sabiendas las cautelas procesales, de que se han demorado inexplicablemente las decisiones, incumpliendo cualquier previsión de plazo legal, etc.?

¿Cuántos se han ido de rositas por la connivencia con los juzgadores, que nunca ha podido/querido ser investigada? ¿Qué se quiere decir por los representantes del estamento político cuando, como un latiguillo repiten eso de "confiamos en la independencia de la Justicia"?

¿Confiamos, en el sentido de "estamos seguros con la ceguera del que no quiere ver", o confiamos, en el sentido de existen los controles adecuados, internos y externos, para contrastar que, si los juzgadores no actúan correctamente, serán sancionados, multados, despedidos, amonestados? O, aún peor, ¿confiamos, en el sentido de que esperamos que el asunto sea juzgado por un juez próximo a nuestra ideología?

¿Por qué tenemos que esperar a que un juez molesto por el trato que recibe proteste acerca del mal funcionamiento (de una parte) de la Justicia?

Nuestra sociedad tiene miedo, sigue teniendo miedo a expresarse libremente.

 

Sobre el pacto comisorio y la conmiseración de un juez

En la legislación española, que mantiene reductos de protección de los más fuertes, otorgándoles singulares derechos, subsiste, a pesar de su prohibición expresa general, el pacto comisorio en los contratos hipotecarios.

Por él, quien pide dinero a alguien para comprar un bien y entrega éste en prenda, puede acordar con su acreedor que, si no compensa en su totalidad la deuda comprometida, perderá aquél en manos del prestamista (lo que constituye el acto de comisión o apropiación), y, puesto que se comprometió a pagar determinadas cantidades a cambio de un dinero, seguirá siendo deudor de cuanto le quede por pagar, una vez descontado el precio que haya alcanzado el bien en el mercado.

Como consecuencia de esta regulación de los contratos hipotecarios, celebrada por las instituciones bancarias, la bajada de precio de los inmuebles hipotecados, unida a la penosa circunstancia de la pérdida del trabajo por parte de aquellos que se habían animado a adquirir un piso contando con que el sueldo les bastaría para ir pagándolo, ha traído como consecuencia que no pocos compradores de viviendas en la época de bonanza se encuentren hoy con que la han perdido y, para colmo, siguen debiendo dinero a sus bancos.

Un auto de la Audiencia Provincial de Navarra de 17 de diciembre de 2010 ha servido para que los críticos vean luces de esperanza en la modificación, por la vía de la jurisprudencia, de esta situación que afecta a las sensibilidades sociales. El BBVA ha sido condenado, en Primera Instancia, a reconocer que la primera valoración de un inmueble, que acabó adjudicándose en subasta a un precio notablemente inferior en el trámite de ejecución, le vincula y, que, por tanto, debe devolver lo que pretendió cobrar de más a su deudor, para compensarse de un crédito hipotecario fallido.

El auto, sin embargo, tiene, en nuestra opinión, nula o escasa aplicabilidad fuera del ámbito para el que se emitió, ya que no constituye una entrada al fondo del asunto de lo excesivo de los pactos comisorios hipotecarios, sino que se limita a considerar una situación específica, en la que es el propio acreedor el que acaba fijando también el precio de compra del inmueble que él mismo, en anterior ocasión y para conceder el préstamo al deudor, estableció de forma más alta.

Sobre las verdades jurídicas, las periodísticas, las objetivas y las nuestras

A veces, los tribunales tienen ocasión de recordar al ciudadano lego en las lides que se libran en los campos del derecho, algo que los profesionales de esta rama con la que nos disciplinamos los seres humanos sabemos muy bien, e incluso sufrimos periódicamente en nuestras carnes y en las de nuestros clientes: una cosa es la verdad jurídica y otra, la verdad objetiva.

Ahora, gracias a una resolución de la Audiencia Provincial que ha entrado a conocer las informaciones publicadas por el diario El Mundo en relación con los atentados del Once-M, sabemos que existe la verdad periodística, y que merece tanto respeto como las demás.

Los técnicos, en especial los que trabajamos para mejorar el bienestar de nuestros semejantes, sabemos también que, a falta de una verdad matemática o física (obtenida, a partir de unos cuantos postulados o axiomas, hilvanando teroremas para, en muchos casos, confirmar constataciones empíricas), nuestras decisiones, ante la imposibilidad de predecir exactamente los comportamientos de la naturaleza, las protegemos con coeficientes de seguridad, factores por los que añadimos un plus de garantía a lo que deducimos de los cálculos mondos y lirondos.

Un poeta de esos que aciertan a resumir con pocas palabras lo que casi todos intuímos, expresó bien de lo que trata el saber humano: Nada es verdad ni mentira, todo es según el color del crital con que se mira. (Ramón de Campoamor). Puso, antes de la atinada frase, un adjetivo esclarecedor que define el medio en el que nos movemos: "En este mundo traidor".

No hay razón para rasgarse las vestiduras ante esta manifestación de uno de los órganos creadores de la llamada jurisprudencia menor, aunque resulta conveniente meditar sobre las consecuencias de la actuación, sin otro control que el que puedan ejercer ellos mismos sobre sus investigaciones y consecuencias, del llamado Cuarto Poder, que es la prensa y, más en particular, la prensa ideológica.
Nunca estaremos seguros de haber alcanzado la verdad objetiva, pero tampoco estaremos jamás convencidos de que nos hayan contado toda la verdad sobre lo que saben quienes han influido sobre la realidad y quienes, investigándola, han enfocado sus actuaciones a sacar determinadas consecuencias y no otras.
Gracias a esta explotación permanente de los hechos, considerándolos como un terreno en el que cultivar las hipótesis que sirvan a ciertos intereses, los ciudadanos normales podemos estar seguros, no ya de que nunca sabremos la verdad objetiva de los hechos controvertidos, sino de que lo que se nos cuente después de una investigación periodística, siempre que haya sido realizada con apariencia de profesionalidad, es una verdad asumible, tan buena como cualquier otra. Por eso, cada una de las Españas tendrá siempre la posibilidad de cimentar su opinión sobre las verdades periodísticas que le resulten más afines, convirtíendo así, la búsqueda de la verdad en un objetivo de intoxicación mental, una barrera para alcanzar la verdad objetiva.

El Roto (Andrés Rábago, Ops) ha concentrado en una frase genial esta intranquilidad, en una de sus antológicas viñetas (EP 18.12.10): "¡No os dejéis embaucar por los que os dicen la verdad!"

Sobre el Ejército como garante del estado de alarma

Militarizar un sector de la población civil, trasladando al Código y a la jurisdicción militares la tipificación y sanción de sus conductas, declarar el estado de alarma en todo un país implicando la intervención de efectivos de los Ejércitos para controlar una situación para el que éstos carecen de la necesaria capacitación técnica y, en fin, distribuir mandos militares para vigilar a unos profesionales en sus lugares de trabajo, eran actuaciones insólitas hasta diciembre de 2010 en la democracia española.

Merecen, pues, un análisis.

Debemos preguntarnos, en esencia, cuál sería la forma adecuada de gestionar la crisis provocada por la actitud de unos profesionales que al haber abandonado colectivamente la prestación de un servicio esencial, sin aviso previo y sin haber pactado servicios mínimos, están causando un daño irreparable y creciente a todo un país, provocando reacciones de repulsa que amenazan destruir gravemente el orden público.

El momento que estamos imaginando -desgraciadamente acaecido en Espala el 3 de diciembre de 2010- afecta globalmente a la imagen y economía del país y perjudica muy gravemente a ciertos particulares y sectores empresariales, incluso privándoles de derechos constitucionaes (p.ej. a la libre circulación,  a la prohibición de actuaciones confiscatorias arbitrarias)  convirtiendo en rehenes de la huelga salvaje a un colectivo de la población, siendo la afección creciente a cada momento que se deje transcurrir.

No discutiremos que, con las posibilidades de actuación de que disponía el Gobierno español ante la actitud de los controladores aéreos el día citado, y ante la urgencia de atajar el caos que se había formado ya, no había más remedio que acudir a una Ley preconstitucional (1960) y decretar el estado de alarma.

Sin embargo, pensando en la conveniencia de actuación para similares casos que puedan suceder en el futuro, resulta necesario revisar el procedimiento por el que, sin necesidad de militalizar ni llamar a los Ejércitos, se pueda controlar una situación de crisis y obligar, utilizando medidas legales normales, a un colectivo disidente a que deponga de inmediato su actitud y realice las funciones que venía desempeñando, y que habían sido calificadas previamente de servicios de primera necesidad para la sociedad.

Nos parece que no ha sido la amenaza de perder sus puestos de trabajo, ni siquiera el riesgo de ser juzgados con arreglo a un Código que extrema sus sanciones para los incumplidores, lo que ha movido a los rebeldes a incorporarse al trabajo.

Ha sido, seguramente, la adopción de una medida inesperada, -un disparo al aire del Gobierno-, lo que ha cambiado completamente la dirección de la carrera en la que, como sucede en toda estampida, nadie dentro de la manada tenía el control.

No negamos que, mientras galopaban hacia la nada, algunos controladores hayan reflexionado individualmente sobre lo desproporcionado, atrabiliario y dañino para todos (para ellos también) de su acto infantil de fuerza. Pero como a la hora de juzgar la actuación temperamental de un colectivo, lo que cuentan son las medidas que pueden adoptarse desde la perspectiva de sicología de masas, no del individuo.

Y a la masa en estampida, como conocemos de las películas de vaqueros, no la detendrá en su carrera más que la llegada al precipicio, donde se despeñarán las primeras filas del grupo. Sin embargo, se puede reconducir, cambiándole la dirección, con unos cuantos disparos al aire, y dejar que canse sus fuerzas en la amplia explanada.

En fin, nuestra propuesta se concentra en la opción de que quienes desempeñen servicios esenciales se rijan por un Código especial, mientras se encuentren en el ejercicio de esa función. Deberán estar sujetos a normas de disciplina, metodologías de acción y control propios de lo que se entendía por Ejército, en aquellas épocas en las que en nuestras latitudes los países se enzarzaban en guerras convencionales. 

Hoy, al menos los Ejércitos de la Unión Europea, realizan funciones humanitarias, rescatan a los afectados por los terremotos y catástrofes naturales, enseñan a los civiles a hacer casas y puentes, repelen ataques de insurgentes procurando no causar muchas muertes y, en los llamados estados de alarma -calificados así según variados criterios-, a veces controlan los tráficos de animales afectados por la peste aviar (USA) y otras vigilan, sin armas, que unos señores con salarios de privilegio no se confundan al dirigir un tráfico complicado de aeronaves que van y vienen.

Mientras contemplamos con interés la evolución de los cometidos de los Ejércitos, creemos que hay momentos en los que no deben intervenir. Son aquellos casos en los que un colectivo profesional ha perdido la calma y éste ha decidido afectar el orden establecido, abandonando el ejercicio de sus funciones, esenciales para la sociedad.  

La solución ha de estar en una Ley de Servicios esenciales y, como un elemento de ella, en el establecimiento de una estrategia de personal redundante para cubrir cualquier eventualidad. Precisamente por ser esenciales los servicios, la sociedad ha de estar preparada para cubrirlos en todo caso.

Tal vez no podrá evitarse que algún día -al darse imprevisibles conjunciones galácticas- se les crucen los cables a todo un colectivo, y, llegado ese momento, la sociedad tiene que haber preparado, listo para actuar, un contingente de profesionales que sepan hacer bien lo mismo que los disidentes. Puede que, incluso, estén encantados de suplirles, por conseguir acceder a un puesto de trabajo atractivo, como preocupados deberían estar quienes se expusieran a la amenaza real del frío de la calle del desempleo.

 

 

Sobre la reparación del daño por accidente de trabajo

En el 3er. Congreso de Prevención de riesgos laborales (Madrid, 14 y 15 de octubre 2010), la conferencia de apertura corrió a cargo de Ignacio Moreno González-Aller, presidente de la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Madrid.

Disertó sobre la problemática de la reparación del daño derivada del accidente de trabajo, que se rige en España por el principio de compensatio o restitutio in integrum (compensación total), según "modélica jurisprudencia de la Sala Social del Tribunal Supremo".

Esta línea jurisprudencial tiene sus raíces, por lo que contó el ponente -que estuvo didáctico e incisivo-, ya en la Ley de 30 de enero de 1900, primer pacto en nuestro país entre empresarios y trabajadores ("Ley de Maura", el político-filósofo que pensaba que las revoluciones hay que hacerlas desde arriba para evitar que se gesten desde abajo), y, desde luego, en los "olvidados" Decreto de 22 de junio de 1956 (Texto refundido de la legislación de accidentes del Trabajo y Reglamento para su aplicación) y la Ley de bases de la Seguridad Social, (a partir de 1966), que recogen -dentro de un esquema, desde luego, con otras debilidades- que la compensación por accidente de trabajo no queda limitada a las prestaciones públicas -indemnización y recargo-, y dejan libre el camino para ejercitar la acción de responsabilidad civil.

Dos Sentencias del TS del 17 de julio de 2007, además de recoger este principio, pretenden establecer otro que no ha tenido igual éxito, que correspondería al deber de los jueces de lo social de estructurar las valoraciones compensatorias de los daños por accidente de trabajo, justificándolas separadamente. Para ello, se sugiere la referencia de los baremos para daños y perjuicios previstos para accidentes de circulación y se exige cuantificar los daños emergentes y del lucro cesante, con los que se intenta compensar "los otros daños (morales e inmateriales)" provocados por el accidente de trabajo.  

Las dos cuestiones que el magistrado Moreno González-Aller puso sobre la mesa en su ponencia, se refieren,

a) por una parte, a su discrepancia en la consideración del recargo como partida no descontable en la compensación por accidente (a partir de la Sentencia del TSupremo del 2 de octubre de 2000, que rompe con la tradición anterior), que permite compensaciones desorbitadas, al incorporar la "indemnización punitiva al empresario" a las percepciones del trabajador derivadas de aquél. Moreno defiende la postura de la Sala de lo Social del TSuperior de Madrid, por la que se debe separar las penalizaciones por infracción -cuyo perceptor debería ser el Estado- de las compensaciones por el accidente y mantener la idea clara de la restitución íntegra, actualizando el importe del recargo no como capital de las rentas esperadas futuras téoricas, sino de acuerdo con la edad del trabajador y sus condiciones y expectativas personales.

b) por otra, a la necesidad de concentrar, de una vez por todas, los temas de accidentabilidad laboral en la sede de lo social, eliminando la actual incongruencia por la que el recargo puede ser visto simultánea e independientemente en los Juzgados de lo contencioso-administrativo y lo social, posibilitando la aberración jurídica de que "una cosa pueda ser y no ser al mismo tiempo" (pues esta penalización podría ser impuesta por el Juzgado de lo Social y, posteriormente, resultar anulado en la Contencioso, en una sentencia en la que se concluya que el hecho ilícito no se ha producido, y sin que sea posible recurso de revisión, ya que no se cumplirían las condiciones del art. 1798 de la Ley de Enjuiciamiento Civil).

(continuará)

Sobre lo que es imprescindible reformar en la reglamentación laboral en España

Después del relativo fracaso de la convocatoria de huelga general que los dos sindicatos mayoritarios programaron en España para el 29 de septiembre d 2010 -en coincidencia con la manifestación de la CES (Confederación Europea de Sindicatos) en Bruselas- es tan imprescindible como atractivo realizar un análisis de la situación del factor trabajo en la Unión Europea.

Lo haremos con especial atención hacia España y el alcance de la Ley de Reforma Laboral aprobada el 9 de septiembre ("Ley de Medidas Urgentes para la Reforamdel Mercado de Trabajo"). También tendremos presente el lema de la movilización que pretende mantener el CES, y que es, en sí mismo, todo un mensaje de actuación económico-política: No a la austeridad.

Tanto UGT como CCOO han manifestado, a través de sus secretarios generales, su discrepancia frontal con la Ley que juzgan regresiva y beneficiosa únicamente para el empresariado. Para la CEOE, la Ley no es ni positiva ni suficiente.

Expresado, pues, que la Ley no contenta ni a unos ni a otros, procede indicar qué tratamiento reciben en ella los problemas centrales del mercado laboral (no necesariamente identificables con los más urgentes).

1. Necesidad de que los trabajadores adapten de forma continua su formación.

La incorporación de nuevas tecnologías a la empresa obliga a conocer nuevas técnicas y procedimientos, adquiriendo habilidades que no se pueden garantizar en las escuelas de formación. La formación de los trabajadores ha de ser continua y proporcionada por las empresas, por las organizaciones empresariales o por los centros educativos, en virtud de los correspondientes acuerdos.

La Ley no contempla esta imperiosa necesidad, limitándose a la modificación de la redacción del art. 11 del ET (Estatuto de Trabajadores), bonificando los contratos para la formación y reconociendo a los trabajadores contratados para la formación las prestaciones por desempleo.

2. Necesidad de trasladar a la esfera individual de las empresas el ámbito de las negociaciones de convenios.

La regulación que viene realizando el ET en su título III tiene su base en la situación preconstitucional, en este caso, no democrática, en la que los contratos colectivos tenían eficacia general, es decir, carácter normativo, lo que era coherente en un momento en que no existía libertad sindical, y no era posible pactar libremente las condiciones de trabajo ni se reconocía el derecho de huelga, entre otros.

Es imprescindible romper con la nefasta práctica de establecer convenios sectoriales, que ahogan la competitividad de las pequeñas y medianas empresas, imponiendo condiciones inasumibles. El convenio ha de ser llevado a la situación de una negociación directa entre las empresas y sus trabajadores, dentro, por supuesto, de los marcos constitucional y normativo, que garantizan el respeto a los derechos básicos de las partes.

Además, la prórroga automática de la duración de los convenios, debiera suprimirse, de forma que, como sucede en los restantes contratos privados, las partes convendrán libremente lo que desean realizar a su término, imponiéndose los plazos para su renovación o nueva negociación, sin dirigismos legales que no tienen más que efectos perjudiciales para la estabilidad empresarial.

3. Necesidad de flexibilizar la contratación laboral aunque vinculado a una reforma profunda de la Ley de Seguridad social

El modelo de contratación laboral ha de estar básicamente sometido a la libre voluntad de las partes, Por supuesto, no necesitamos repetir hasta la saciedad que con respeto al marco constitucional, pero no tiene sentido mantener, por Ley, la actual diferenciación entre los tipos de contrato, que, más que proporcionar protección al trabajador, se convierten en un quebradero de cabeza para el empresario -es decir, para la empresa-, al penalizarle la necesidad de liberarse de los empleados vagos o incompetentes.

Debe rechazarse la idea de que el empresario es un sádico que no tiene en mente más que explotar a sus empleados o perseguir a los díscolos. Esa imagen arcaica perjudica el trasfondo de las relaciones laborales, envenenándolas sin causa.

Hay que distinguir entre el pequeño y mediano empresario y el grande, especialmente, los grupos empresariales. Hay que proteger la iniciativa privada, al empresario individual que arriesga su dinero. La fórmula legal es permitirle, desde luego, que para atender a la viabilidad del negocio que ha puesto en marcha, y en el que generalmente él, como autónomo, es autoempleado, pueda decidir con mucha más libertad respecto a los trabajadores que contrata.

Nadie como él puede distinguir la calidad de las prestaciones que está recibiendo de sus empleados y nadie como él está interesado en que la empresa funcione bien y esa es la garantía mayor para el empleo.

Los convenios "sectoriales" son un arcaicismo y una rémora para la vitalidad empresarial, especialmente en este aspecto básico del tejido productivo que conforman las pymes.

4. La flexibilidad laboral ha de estar intimamente vinculada, en un estado social y de derecho como es el español, a las prestaciones sociales que reciban los parados.

Y estas han de estar cubiertas, sobre todo por las aportaciones a) deducidas de los salarios, incrementando las cuotas de los que tienen empleo y, en especial, de los  que más cobran y b) las derivadas de las empresas que, en general, deberán tender a reducirse y, en todo caso, habrán de redistribuirse, de forma que la contribución al sistema de Seguridad Social sea mayor, proporcionalmente, si las empresas tienen mayores beneficios (se puede pensar en una cuota en la que se cotice no solo por empleado, sino por edad media de la plantilla y, sobre todo, según beneficios).

5. Reforma total de las entidades de recolocación.

Los actuales no funcionan, no sirven. Ni los cursos para formación son otra cosa que consumidores de tiempo de los parados y una vía para favorecer a algunas empresas de "formación".

Estar parado ha de ser una situación transitoria, por lo que los mecanismos de recolocación han de funcionar a la perfección. La solución tiene que venir de la agilización plena del mercado del trabajo, con una información instantánea de déficits y oportunidades, tanto a nivel global como individual.

Pero no bastará esto. La realidad demuestra que existe una bolsa de fraude importante. Trabajadores que combinan con desparpajo el tiempo de trabajo y de prestación agotando éste. Trabajadores que faltan a sus puestos, a capricho, amparándose en un control de los servicios sanitarios connivente, o, cuanto menos, permisivo. Empresas que utilizan, al encontrarse en situación irregular con la seguridad social, la contratación de trabajadores extranjeros, "robándoselos" a las pymes, que han hecho los trámites legales y asumido los costes de la integración laboral de estos inmigrantes. Empresas que mantienen trabajadores sin contrato o con contratos que no responden a la realidad, abonando parte de los salarios en negro... 

Una inspección laboral y fiscal competente, seria y completa, es un complemento imprescindible, para evitar que surjan desequilibros, desigualdades o injusticias ante la ley.

Se pueden indicar otras necesidades de reforma, pero estas ideas bastarán para empezar.

Sobre algunos asesinos y sus razones

Comenzamos expresando que si somos muy restrictivos en definir aquellas situaciones concretas, -por supuesto, siempre contando con total amparo legal-, en las que un ser humano podría tomar algún protagonismo en el acto de matar o acelerar la muerte de otro ser de su misma especie, no tenemos ninguna justificación ante el asesinato.

Sean cuales sean sus móviles, las justificaciones pretendidas, los intereses defendidos, la tolerancia, comprensión o pasión que despierten los móviles del o de los asesinos, el asesinato es una aberración. Quien lo comete, se convierte en un ser despreciable, indigno.

Todos los días se cometen en el mundo cientos, miles de asesinatos. No conocemos estadísticas precisas, pero podemos aventurar por extrapolación que, al margen de las muertes en guerras conocidas, se producen entre 4 y 5 asesinatos al año por cada cien mil habitantes, lo que supondría que unas 240.000 personas mueren cada año asesinadas. Casi 1.000 al día.

El lugar más inseguro en la actualidad es Sudáfrica, con unos 120 asesinatos por cada 100.000 habitantes, seguido a poca de distancia de Colombia; otros países que superan la tasa de los 10 asesinatos por cada 100.000, son Guatemala, Tailancia, Paraguay y México.

En España estamos al nivel de unos 1.000 asesinatos al año. Tenemos asesinatos pasionales, producto de ajustes de cuentas y rencillas vecinales o familiares, robos con violencia exacerbada, muertes causadas por enajenados y otras cuantas sin móviles conocidos. Los periódicos ilustran al respecto.

Todas las muertes por asesinato, son inexplicables desde la razón. Pero, de entre todas ellas, si pudiéramos establecer una siempre difícil clasificación, la más desgraciada, la que hace más abyecto al asesino, es aquella en la que la víctima es elegida como símbolo.

Sobre la gradación de los delitos y las penas

"Tiene delito" se suele decir, en plan coloquial, de alguien que está realizando una actuación que nos disgusta. Puede ser porque haya dejado a su padre enfermo en un asilo, se nos haya adelantado para pedir las vacaciones del verano, o se haya quedado con el trozo mayor del pastel de cumpleaños.

Evidentemente, aunque alguna de las situaciones que podemos imaginar -de ese tenor- merezcan algún reproche moral, lo más problable es que no sean delito, esto es, tengan la tipificación jurídica recogida en el correspondiente Código penal.

Los estudiosos del Derecho Penal comparado tienen garantizado una tarea permanente, porque cada país tiene sus reglas y, su concepto de gradación de los delitos y, consecuentemente, variables son las penas que se aplicarían a los convictos, después de un juicio "justo" -en casos dramáticos, incluso a los simples sospechosos, por linchamiento popular-.

Algo parece muy seguro, a la vista del comportamiento de las gentes: el delito es mucho más grave si se sufre, como víctima, en las propias carnes.

Basta escuchar a los afectados, en caliente, sobre lo que les gustaría hacer con el sujeto delincuente, independiente de su posición de anónimo o conocido, y ya sea sospechoso, presunto, encausado o convicto. No solo a los afectados, sino incluso a los que pasaban por allí.

La imaginación de los improvisados jueces suele concretarse en que "había que matarlos a todos", o "debería hacerse con él lo que ha hecho con la chica", o "es necesario darles un buen escarmiento", y sugerencias de ese tenor.

No parece, pues, que la regeneración del delincuente sea preocupación popular, superada por el deseo de venganza, o de satifacción "espiritual" del daño con pruducción de daño equivalente (o mayor) al que lo produjo. La Ley del Talion tiene, por supuesto, arraigo profundo en la naturaleza humana.

Pero no vayamos a casos extremos para justificar la reflexión, que es elemental y bien conocida de los juristas especializados: los delitos y las penas tienen una gradación que es coyuntural en las sociedades. Hay momentos en los que preocupan más los delitos económicos, en otros, los sexuales.

En las penas, aunque reconociéndose a algunos delitos el máximo nivel de gravedad, otros han ascendido a idéntica posición como invitados ocasionales.

¿Es lo mismo matar a un semejante que cometer adulterio?. ¿Resulta equiparable apropiarse de un sujetador en un supermercado que conseguir un dinero equivalente amenazando de muerte a un anciano en la calle? ¿Merece el mismo reproche penal el empresario que entrega un sobre con dinero a un funcionario para conseguir medio punto más en un concurso, y con ello garantizará el mantenimiento de su empresa, que quien lo recibe para su propio disfrute?.... 

Sobre el daño injusto y los márgenes de tolerancia

El daño injusto, para los profesionales del derecho, es el daño antijurídico, es decir, el que se produce a otro incumpliendo la normativa y si ésta contiene prescripciones para valores límite, cuando los supera o no los alcanza.

El origen de este concepto se encuentra, desde luego, en la idea de que "no se ha de causar daño a otro" (reflejado en el brocardo latino alterum non laedere) que, a su vez, se entronca en la máxima de la ética universal, "Compórtate con los demás como desearía que se comportaran contigo". (Por cierto, inmaculada reflexión que solo se quiebra con los sado-masoquistas).

La cuestión nuclear es que la legislación de cada Estado define situaciones en las que es lícito causar daño a un tercero. Se trata, en general, de daños difusos -en los que los afectados no están perfectamente definidos, como es el caso de los daños ambientales-. Pero también pueden legislarse o reglamentarse autorizaciones para daños en los que los afectados, convertidos en sufridores de la situación, son grupos concretos o personas bien definidas.

En el derecho urbanístico se dan múltiples casos de daños o molestias causadas a terceros -pérdida de vistas, carga de ruidos y humos molestos, servidumbres para tendidos públicos, afección a terrenos o aguas, etc. - que, compensados económicamente o no, privan de disfrutes o producen cargas donde antes no las había, sacrificando algunos privilegios y disfrutes ante un supuesto interés general o más amplio.

Mucha litigiosidad se genera ante la presunción de que a alguien se le ha causado un daño injusto y los Tribunales deben decidir con cierta frecuencia si corresponde indemnización o restituir la situación, cuando fuere posible, al estado anterior. En el caso de que el ilícito sea penal, el infractor se expone a la pena de cárcel.

Las fronteras del daño injusto han de estar definidas por la Ley, con límites precisos, fijando los márgenes, y los máximos o mínimos, de las variables que sirvan para juzgar el daño.

La legislación es cada vez más restrictiva, a lo largo y a lo ancho (se crean más normas, con límites más estrictos). Por eso, no puede aceptarse que los controladores en primera instancia (prima facie) del cumplimiento de estos límites utilicen, de forma, claro está, totalmente subjetiva y variable, sus ideas de tolerancia.

Miremos alrededor: descubriremos miles de casos, algunos de los cuales nos afectan directamente, en los que el funcionario público que debiera ejercer control respecto a las situaciones de daño injusto ha ejercido su criterio particular de tolerancia, convirtiéndose, por tanto, en cómplice de la trasgresión y en sujeto causante de  discriminaciones injustificables.

(Ejemplos: Instalaciones fabriles o sanitarias que producen contaminación acústica, atmosférica, hídrica, edáfica, etc., por encima de los límites prescritos y que no son perseguidas, a pesar de las denuncias de los vecinos afectados. Locales dedicados a actividades molestas, incluso peligrosas, que subsisten milagrosamente sin licencia o sin haber resuelto las deficiencias. Cerramientos de terrazas y áticos tolerados masivamente, contrastando con la dureza de sanciones ante situaciones idénticas, evidenciando distintas varas de medir. Licencias o resoluciones favorables de visitas de inspección (fiscal, ambiental, etc.) en las que el funcionario aplica una "tolerancia ante la especial situación" que la normativa, que ha de ser igual para todos, no puede autorizar... )

Sobre la libre elección del juez

¿Y si se pudiera elegir libremente el juez civil que hubiera de dictaminar sobre nuestras pendencias?...¿Cuáles serían las ventajas e inconvenientes?.

Lo mismo que se defiende fervorosamente en la mayoría de los ámbitos el derecho a la libre elección de médico, en el servicio de Salud pública que pagamos entre todos, (por supuesto, teniendo el dinero preciso, cada uno puede elegir el galeno privado que le peta) ¿por qué no podrían elegir las partes, puestas de común acuerdo, aquel juez que les pareciera idóneo, o más competente, para dirimir sus diferencias?.

Nos apresuramos a concretar que esa posibilidad es imposible en el Derecho español, para el que el juez que corresponda a cada litigio viene determinado por el turno de reparto (que, por cierto, aprovechan los avezados en su beneficio, dejando pasar la vez, cuando así les conviene, para presentar su caso, si por la lista a seguir les fuera a corresponder un magistrado que no les convence).

La libre elección de juez supondría también un conocimiento transparente por parte de los usuarios de la Justicia -que es, no necesitaremos recordarlo, otro bien público-, de las calificaciones que les merecieran, por su experiencia como destinatarios de sus fallos, los jueces.

¿Sabemos, en España -por concentrarnos en el país desde el que escribimos- , quiénes son los mejores jueces?

¿Podemos juzgarlos, ponerles una nota, por ejemplo, a partir de algo tan sencillo como el porcentaje de revisiones de sus sentencias que han realizado los órganos superiores de la propia judicatura? 

¿Sabemos, para cada Juzgado, el tiempo medio de resolución que les toma el caso, el cumplimiento de los "veinte días" para dictar sentencia, una vez que el caso se declara concluso?

Aconsejamos al lector curioso que visite esta página web, de la American Bar Association. Se llega a ella, además de directamente, por intermedio de esta otra, la oficial de Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos de Norteamérica.

Y si le interesa saber la opinión que los norteamericanos tienen sobre cada uno de sus 23.500 jueces, juicio que los ciudadanos pueden emitir apoyándose con multitud de detalles biográficos sobre sus actuaciones, puede tener un momento de éxtasis, si visita el enlace correspondiente intitulado gráficamente "Rate the Courts".

Sobre los tercios de mejora y libre disposición

En los foros jurídicos, los temas de comunidades de vecinos, familia (convenios y disolución de la sociedad de gananciales por divorcio) y herencia, ocupan la inmensa mayoría de las preocupaciones de los consultantes.

Una de las preocupaciones expuestas, por lo que hemos leído, es la forma de beneficiar a uno de los hijos respecto a los restantes.

Como es sabido, en el derecho civil español, resulta obligatorio que el padre o la madre (resultará obvio precisar que el testamento es una decisión unipersonal, que ha de reflejar cada uno por separado) destinen a sus hijos las dos terceras partes de su herencia, siendo de libre disposición la tercera.

Y dentro de los dos tercios que han de destinarse a los hijos, uno de ellos debe, obligatoriamente también, distribuirse por igual entre todos ellos, pudiendo ser el otro tercio, llamado por ello de mejora, entregado a uno solo de ellos (o, incluso, distribuído entre ellos como apetezca al progenitor que se haga a su muerte).

La cuestión que deseamos presentar aquí son las posibles formas de distinguir con cierta objetividad y apuntando a su carácter positivo, las herencias y legados a los hijos.

La más habitual es tratar de premiar al hijo que le(s) haya dedicado -o que se presuma vaya a dedicar- atención especial en la vejez. En las poblaciones rurales se apelaba mucho a la figura de "el hijo que queda en casa", que se encargaba de la vivienda principal y del cuidado de tierras y ganado, garantizando así la continuidad de las propiedades en la familia y, especialmente, atendería a los padres en la vejez, hasta su fallecimiento. Esta última situación era fundamental en múltiples aspectos: suponía la garantía de cuidado de los ancianos padres, garantizaría su experiencia y apoyo, haciéndoles sentir útiles y activos.

Hasta no hace mucho, y amparándose en el descontrol fiscal y en la inexacta valoración de los inmuebles rústicos (y urbanos), no era inhabitual que uno de los hijos se quedara con todo -el primogénito, el que se mantenía en la vivienda paterna (incluso después de casado), el más avispado para las cosas de este mundo, etc-. Los demás hermanos, y en no pocos casos, las hermanas que "casaban para fuera", o no heredaban nada o se debían contentar con el ajuar para la boda o el reparto de las joyas y vestidos de la madre difunta.

Nuestro consejo es que los padres hagan (por supuesto, por separado, como es obligado), testamento, disponiendo con claridad de sus bienes hereditarios o de la parte que les corresponda como gananciales. Esto evitará disputas familiares, muy comunes si se fallece sin haber testado.

Y para su protección, deberían incluir disposiciones que permitieran premiar, con el tercio de mejora y el de libre disposición, a aquél o aquellos hijos que se fueran a encargar de cuidar su vejez.

Sin olvidarse, desde luego, de asignar y distribuir con serenidad y sentido de la justicia, sus bienes, de acuerdo con la situación económica de cada uno, sus capacidades, los estudios y formación de los hijos (en especial si han sido costeados con el dinero de los padres, las donaciones de que hayan podido disfrutar en vida (atención a ellas: se desaconseja donar la vivienda propia, porque equivale a un seguro de vida) y, porqué no, las preferencias afectivas y las valoraciones desafectivas, manifestando claridad, buen tino y cordura en un acto muy especial por el que serán recordados más allá de su muerte.

Sobre el derecho a la huelga y su ejercicio

Sobre el derecho a la huelga y su ejercicio

El derecho a la huelga en España está reconocido como un derecho fundamental por la Constitución de 1978, aunque está regido por un Real Decreto de 1977 (R.D. 17/77), que fue desprovisto de varios artículos por una sentencia del Tribunal Constitucional de 1981.

No se trata, como es obvio, de un derecho general, sino que solamente puede ser ejercido por "los trabajadores"; y no puede realizarse por cualquier motivo, sino "en defensa de sus intereses", viniendo regulados en la normativa, tanto las actuaciones de los huelguistas, los efectos de la suspensión temporal del contrato de trabajo, así como el comportamiento que deben asumir los empleadores, entre otros aspectos.

La cuestión que se plantea de forma recurrente en España y en otros países en donde este derecho está reconocido también a empleados públicos (funcionarios, trabajadores de los servicios de primera necesidad, como sanidad, recogida de residuos, enseñanza, transporte, etc.) es si está adecuadamente regulada la limitación de las consecuencias de la decisión de este tipo de huelguistas, con la regulación de los servicios mínimos.

Porque los afectados por una huelga en una empresa o centro que realice servicios públicos no son solamente los trabajadores y su empleador. Ni siquiera son los más afectados. Los más afectados son los usuarios, que son convertidos así, sin comerlo ni beberlo, en moneda de cambio para presionar, con su descontento, para que se conceda a los huelguistas lo que piden.

Naturalmente, cuando una voz se alza reclamando especial prudencia en la convocatoria de una huelga que paralice o afecte gravemente a una de estas actividades, que, además, suele realizarse en momentos de mayor demanda(aclarando aún mejor la intención y a quién se pretende afectar), los huelguistas y sus defensores se lanzan al cuello de los disidentes.

No nos engañemos, sin embargo. Analizando la cuestión con distancia y deseos de finura, llegaríamos a la alarmante deducción que, en el caso de una empresa pública o de una concesionaria de servicios públicos o de primera necesidad, la presión de la huelga sobre los usuarios o clientes del servicio, juega el papel de injerencia intolerable sobre una negociación, pues no se está actuando sobre las repercusiones económicas que la huelga debiera tener sobre el empleador, disminuyendo sus beneficios, sino sobre el objetivo de atender al bienestar de la comunidad afectada que sería la verdaderamente perjudicada.

Se desplaza así el control de la decisión hacia un contexto extralaboral, el político. Y está claro que la huelga tiene todas las oportunidades de conseguir su objetivo, porque el que negocia en nombre del capital de la empresa no se ve afectado en su bolsillo, sea cual sea el resultado. Peor aún: el éxito de su negocación, será contemplado, tanto desde la posición de los trabajadores huelguistas como de los usuarios de los servicios, como positivo, si la huelga acaba suspendiéndose, porque se conceden a los primeros, todas o la mayoría de sus reivindicaciones.

Resulta, en fin, que los huelguistas de los servicios públicos tienen, sino se remedia con otras medidas, siempre las de ganar. Son ellos y, en particular, sus representantes sindicales, los únicos que pueden graduar y ajustar el alcance de las reivindicaciones, para que no conduzcan a la huelga. Porque una vez que han decidido convocarla, sabrán que es prácticamente seguro que obtendrán lo que piden, no porque sea razonable o justo, sino porque los usuarios afectados no tendrán forma de expresar su opinión.

Estos usuarios no tienen dónde reclamar las horas perdidas, a quién pedir la justificación de los cuidados que se les han sustraído en hospitales y clínicas, cómo valorar los riesgos de las enfermedades de las basuras no recogidas, amontonadas en las calles durante la huelga, etc.

Ni siquiera podrán plantearse, cómo diablos podrán expresar su descontento por sus bajos salarios o sus jornadas excesivas, si lo que les preocupa es que su empleador no se vaya al garete y son muy conscientes de que un día de huelga pondría en mayores dificultades a la empresa de la que comen y aumentaría el riesgo de que, a lo peor, se encontraran un buen día con una patada en el culo por despido procedente e improcedente.

(Nota: La imagen que acompaña este comentario corresponde a una anotación en un calendario Mirga de sobremesa realizada por Angel Arias el martes, 15 de agosto de 1973)

Sobre la gestión municipal de las licencias de actividades

La regulación de la vida de los seres humanos, hasta en los detalles más nimios, es una obsesión de aquellos que, tanto si sirven al dios mercado como al más poderoso -por puro concepto- dios libertad absoluta, tienen alguna posibilidad de que lo que se les ocurre sea cumplido por sus congéneres.

En la vida municipal, los ejemplos de la lucha permanente entre orden y caos, son numerosos, y se puede constatar que, en general, triunfa -al menos en España- el segundo. Está prohibido aparcar en doble fila o obstruyendo la salida de pasos de carruajes en vados, pero se aparca. Existe una reglamentación precisa en cuanto a ruidos y el horario de silencio, pero no será extraño sufrir varias veces al día el estruendo de un escape abierto de un motorista que quiere mostrarnos su poder mental, de un vecino que prueba el máximo de su reproductor fonográfico, de una sirena que anuncia que el inútil dispositivo antirobos se ha disparado o una clínica que perturba la tranquilidad nocturna de pacientes y vecinos poniendo a tope sus obsoletas maquinarias de aire acondicionado despilfarrador.

En el campo del urbanismo y la edificación, los incumplimientos son tan flagrantes y constantes, que dan asco. Ni se respetan alturas, ni distancias, ni alineaciones. Los monumentos y eficicios inventariados se caen, con mucha frecuencia, víctimas del abandono y las inclemencias competitivas, mientras buscamos falsos cadáveres y remozamos aceras o conducciones sin pensar en el mañana, sino más bien, en las próximas elecciones o en lo dura que será la vida después de perderlas.

El Ayuntamiento de Madrid aprobó el 29 de junio de 2009 una nueva Ordenanza para Gestión de Licencias de Actividad (OGCLUA) que, en su primera fase -para actividades sin obras- entró en vigor el 1 de abril de 2010. El Colegio de Ingenieros Industriales de Madrid convocó, por esta razón, a una Jornada, en la que invitó como ponentes, entre otros, al Director de la Agencia de Tramitación (AGLA).

En la Jornada, el decano del Colegio, al tiempo que anunciaba la no disponibilidad para dirigir el debate de Javier Badas -convaleciente de una operación afortunadamente sin importancia-, excusaba la no asistencia de representantes de la AGLA. La razón era la creación de una ECLU, empresa filial del Colegio de Ingenieros Industriales, que se había creado recientemente, justamente al abrigo de la OGCLUA y la posible malinterpretación de esa comparecencia en el debate, al ser los organizadores, parte también en la materia.

Ya imaginamos que el lector estará a estas alturas del Comentario algo empachado con las siglas. Una ECLU es una empresa privada, habilitada para intervenir en el proceso, que verifique, de forma imparcial, ciertos controles determinados por la Ordenanza.

Los esfuerzos de los conferenciantes por aclarar aspectos de la OGCLUA tropezaron con dos escollos, que no resultaron sorteados con pleno éxito. Uno, propio de lo farragoso del propio asunto, en el que no resultaban plenamente comprensibles -al menos, para los neófitos-. Los conferenciantes ofrecieron su mejor voluntad, pero se perdieron a menudo en galimatías que se nos antojaron aburridas.

El otro escollo apareció desde el público, y daría qué pensar. Fueron varios los intervinientes que apuntaron hacia la corrupción del Ayuntamiento en el tema de licencias y, en otro orden pero en la misma dirección, respecto a la falta de uniformidad de criterios que se estaban aplicando.

En fin, para no hacer la referencia muy larga, queden aquí apuntadas algunas frases de la Jornada, que los especialistas podrán ampliar o contrastar en foros especializados:

"Ahora la Comunicación previa no es una licencia, implique o no la realización de obras...El caso de la vivienda es un tema aparte, aunque se está trabajando en un refundido de la ONTLU (Ordenanza del uso de viviendas sin actividad" (Angel Rubio).

"Se exige un cambio de mentalidad respecto a las ECLUS. Se exige celeridad. Cuestan verdaderos esfuerzos que todo engrase, para que lal licencie esté en menos de un mes, pero se está cumpliendo" (Javier Aramayo).

"La agencia adolece de falta de medios, tiene necesidades informáticas y precisa rodaje" (Antonio Retamal)

Sobre los elementos de una nueva Constitución para España

Necesitamos una nueva Constitución para España. Y no hay porqué ponerse nerviosos, ni elevar gritos estridentes e histéricos apelando a que la Norma colectiva ha sido consensuada por todos y es un modelo seguido por otros países.

Seamos claros: la Constitución por la que nos regimos contiene elementos que se han atragantado, incluso para el Tribunal Constitucional, órgano político de singular especie que es uno de los inventos más estrambóticos de aquellos Padres de la Patria que trabajaron a machamartillo y con ruido de sables y amenazas de separatimos, como fondo intranquilizador.

No hacemos encuestas, ni falta que nos hace. Sabemos que, aunque respetuoso con la imagen del Rey Juan Carlos -que nos salvó, según se cuenta, de caer otra vez en las cavernas del militarismo cutre-, y nos divertimos a veces con sus salidas de pata de banco ("¡Que te calles!", impropias de quien detenta la Jefatura de un Estado)-, no somos un pueblo monárquico.

Ni por la derecha, ni, por supuesto, por la izquierda. Para evitar que, a la muerte o a raiz de la abdicación de D. Juan Carlos se arme la tremolina, no estaría más revisar a tiempo ese capítulo que declara que somos un Estado monárquico. La modernidad ha hecho caer de su pedestal el concepto de Monarquía, y deberíamos dejarlo para las hemerotecas. Es llegada la hora de proclamar, sin que nos apunten como revolucionarios con el dedo (o con armas más contundentes), que queremos ser un Estado republicano; que somos, colectivamente, ideológicamente republicanos.

Este cambio de régimen constitucional nos aliviaría de algunas contradicciones añadidas, que tendrían inmediatamente solución, sin dibujos ni saltos en el vacío para justificar lo injustificable. Somos oficialmente un Estado aconfesional, y con igualdad consideración hacia los dos sexos, y esto no debe admitir excepciones.

Por tanto, hora es ya de establecer que todos los actos del Estado, todos cuantos desembolsos provengan del dinero público, implican respetar esa neutralidad respecto a los ritos religiosos. Por supuesto, independientemente de su condición u orientación sexual, se establecerá la igualdad de acceso a todos los cargos públicos y privados. También para ser Jefe de Estado.

Es hora ya de analizar adónde nos ha llevado el nefasto art. 150 de la Constitución -con graves interferencias, en su práctica, respecto a los art. 148 y 149-, y el tipo de Estado federal que se ha dejado construir, admitiendo, a golpe de necesidades electorales, la desmembración del Estado Central, y tensando las cuerdas sobre un grupo de magistrados de los que, lo que más ha acabado destacando, por encima de su competencia profesional, son sus filiciaciones políticas.

He ahí al Estado central español, convertido en un pollo desplumado, manipulado por Gobiernos controlados por sus partidos, que legislan con frenesí no se sabe muchas veces porqué ni para qué, habiendo dado luz a una parafernalia legislativa que exige a gritos, no ya una Nueva Recopilación, sino una limpieza exhaustiva.

Un Estado central comprometido ante la Unión Europea y los Tratados Internacionales de hoz y coz, pero que no manda ni coordina casi nada, porque todas las competencias básicas han sido transferidas, con consecuencias heterogéneas, a las autonomías, que han hecho de sus capas, sayos o vestidos de fiesta.

Ojalá que un partido político recoja este guante, entienda lo necesario de cuanto proponemos -y más, mucho más, que a otros se les ocurrirá, con más solvencia-, y lo trabaje con seriedad y solvencia.

 

Sobre la potestad de anular

Existen varias formas de eliminar la realidad, y no todas pertenecen al mundo de la magia. La obsesión por borrar el pasado, verse eximido de remordimiento o culpa es una consecuencia -se cree- de la consciencia en una ética universal, que llevamos impresa en nuestra capacidad de razonar.

No son pocas las actuaciones de los seres humanos encaminadas a destruir los vestigios del pasado y, en lo que les convenga, darles otra apariencia. Todos ocultamos, y quien esté seguro de no hacerlo así que tire la primera piedra.

Los mecanismos individuales actúan a su modo. Queremos olvidar lo que nos pesa en la consciencia de lo mal hecho y, a veces, lo olvidamos y, con suerte y práctica, puede parecernos haber vivido lo que habíamos imaginado. Aunque, sobre todo, nos preocupa que los demás no lo sepan y, si llegan a saberlo, que no lo utilicen contra nosotros. Por eso, adulteramos nuestra realidad, la adornamos, borramos las huellas de lo que no nos gusta.

No basta. Todas estas maniobras individuales no nos dan suficiente tranquilidad. Por ello, para nuestra seguridad emocional, están previstos dos magníficos mecanismos que se sitúan por encima del individuo, y que se otorgan la preciosa facultad de anular la realidad, con poderes sobre los demás. Esas potestades exorbitantes, se han depositado, perfeccionándolas generación tras generación, en dos instituciones ejemplares: la Iglesia (las iglesias) y la Justicia (los órganos de administración de Justicia).

Las iglesias -entendidas como dictadoras de las normas religiosas- podrían haber mantenido como único objetivo rendir pleitesía a Dios, aunque siempre les ha preocupado la fórmula de la absolución de los pecados, llevando la calma espiritual al pecador arrepentido. Aunque algunas reclaman todavía que la verdadera absolución implica cortarle la cabeza al que peca o quemarlo en la hoguera, las formas civilizadas explican otras maneras de borrar, para toda la eternidad (ni más ni menos) las agresiones cometidas a las reglas.

Como es sabido, los administradores de esta fuerza omnímoda, los representantes de la divinidad en la tierra, obtienen su capacidad por mecanismos de aprendizaje más o menos severos y secretos. Cuando la institución los considera aptos, -según las distintas modalidades religiosas previstas para el acercamiento a la comprensión de las máximas fuerzas que influyen sobre la naturaleza-, son distribuídos por el mundo para propagar sus manifestaciones, explicar sus misterios, e incluso, intuir otros. Es, desde luego, una lástima para el núcleo duro del sistema, que algunos de esos elegidos utilicen su poder para aprovecharse de la ingenuidad de algunos fieles en su beneficio.

Pero la fuerza realmente humana con poder para anular la realidad, y para la que no se ha tenido necesidad de apelar a espíritus extraterrestes, es la Justicia. En virtud de esa deidad claramente pagana, se ha sustraído de la voluntad popular, el mecanismo de separación de las actividades admisibles y punibles, una fórmula adaptativa para distinguir, en ella de lo bueno y lo malo, la Ley.

Por la Ley, y, en particular, por la aplicación que hacen de ella unos administradores de esa fuerza imponente, -los jueces- se puede borrar lo sucedido de este mundo. La diosa Justicia ha generado, para cumplir con este propósito, otra deidad igualmente pagana, llamada "seguridad jurídica".

Por la devoción a la seguridad jurídica, se ha creado el "instituto de la prescripción" por el que lo que se haya hecho, a partir de un cierto tiempo, ya no existió en el terreno legal, y, por su favor, por ejemplo, se anulan conversaciones que evidencian la comisión de delitos.

Gracias a su intercesión, quienes tienen la capacidad económica para procurarse buenas amistades y un equipo de juristas especializados en mirar los agujeros de las leyes, es mucho más probable que las cárceles se ocupen por pobres diablos a los que se les ha pillado robando un par de aparatos fotográficos para revender que por gentes de buena apariencia que se mueven en los entresijos del Estado.

No vamos a extendernos más, al menos hoy. Solamente, una última pincelada: resulta instructivo para quienes tengan dudas sobre la solidez de esas instituciones, que, en ocasiones como las que nos toca vivir, estén muy atentas al celo de quienes aplican las normas.

Bien, para perseguir a los sacerdotes que muestren especial capacidad y actividad para, llevados justamente por los contenidos del programa oficial, se empeñen en corregir errores y analizar el comportamiento de los poderosos, por errónea aplicación de la doctrina. Bien, para exculparlos de las penas del infierno, porque, aunque pecadores, debe serles aplicado el sagrado estatuto de la prescripción de su falta.

Sobre el enriquecimiento ilícito

El enriquecimiento ilícito, tan misteriosa como atractiva figura jurídica, incorporada a algunos códigos civiles y penales (sobre todo, latinoamericanos), tiene sus raíces, desde luego, en la ética universal. Por ello también, ha sido objeto de postulaciones especiales, con mayor o menor fuerza coercitiva, según el momento histórico, en los códigos morales que las religiones imponían a sus fieles. Se han escrito algunos libros sobre el tema y, suponemos, se habrán hecho varias tesis doctorales.

Aquí trabajaremos a un nivel más modesto. Porque, si bien la ilicitud del término hace referencia a la antijuridicidad (y ya se sabe que en el derecho civil está permitido todo lo que no está prohibido), la falta de tratamiento legal a la cuestión la deja en agua de borrajas o en simple pretensión argumental, que no podrá ser acogida por la jurisprudencia. Pero cuando tomamos como referencia la ética, la moral, lo que está bien o mal, la cosa cambia. Podemos incluso preguntarnos, ¿por qué tendrán miedo los legisladores, tan proclives a emitir leyes sin cuento, para tratar la importante cuestión social del enriquecimiento ilícito?

Como principio moral, sería posible argumentar que todo enriquecimiento que se aprovecha del desconocimiento o del estado de necesidad del otro es ilícito, por ser contrario a las condiciones necesarias para una vida pacífica en común y poner en cuestión la solidaridad que debe regir la actuación de los seres humanas. Pero es justamente con esta base con la que se hacen y han hecho grandes fortunas.

En una economía de mercado, la oferta y la demanda se admite teóricamente que sirven para fijar el precio. Quizá el sistema sirva para el caso ideal de un sistema abierto, con múltiples ofertantes y productos y libertad del comprador para decidir, al contar con dinero suficiente, capacidad y movilidad.

No es el caso en multitud de ejemplos. Existen ofertas que tienen escasa competencia y cuyo precio no lo fija el mercado sino los movilizadores de necesidades. Podemos traer a colación la cuestión de los futbolistas de élite, que reciben honorarios fuera de toda proporción con otros salarios, en relación con el esfuerzo que realizan y el tiempo que dedican al trabajo. Como ahora se puede medir todo, sabemos que un futbolista medio, en los 90 minutos de un partido, recorre unos 11 km. Si atendemos a lo que percibe alguna figura, se puede calcular el precio pagado por km y echarse la manos a la cabeza.

No nos cebemos en lo fácil. Pongamos la cuestión del enriquecimiento ilícito sobre cualquier aparato de una nueva tecnología, cuya fabricación está todavía al alcance de muy pocos. Más que la técnica (y podemos fácilmente admitir que el inventor del equipo poco beneficio sacará de su creatividad), lo que cuenta es el gasto masivo en publicidad que la empresa comercializadora realizará para convencernos de que su adquisición es imprescindible para aumentar nuestro bienestar.

La generación de necesidad por la publicidad, lo que se llama "lanzamiento del producto· es lo que actúa como verdadera barrera disuasoria para otsiders. Hemos pagado, a precios actuales, más de 20.000 euros por un ordenador que ahora juzgaríamos sin duda como completamente obsoleto, y que en el mercado actual, con increíbles mejores prestaciones, se puede encontrar por 600 euros en la tienda informática de al lado. ¿Cuánto le cuesta este equipo al fabricante, en realidad?...Lo sabrá él; el que lo compra, no; el que lo vende, tampoco.

No se sabe con exactitud el coste -y, por tanto, el precio justo- de casi nada de lo que se nos ha metido en la casa como imprescindible. No sabemos lo que puede costar una TV con multifunciones que jamás usaremos, un ipod, un iphon, un reproductor de dvds, ...

Es posible que, cuando se sepa algo mejor lo que le cuesta, los fabricantes líderes ya hayan lanzado un nuevo producto, para forzar a la clientela a cambiar el viejo y hacer su producción poco apetitosa, incluso a los que usen la mano barata de los países en desarrollo en donde las prestaciones laborales no son recompensadas adecuadamente. Pasa con los automóviles y la ropa de moda, y los cosméticos, y los detergentes, y las delicateseen. También. Con casi todo lo que recibe un apoyo publicitario masivo para meternoslo por las narices de nuestro consumismo convulsivo.

Los honorarios profesionales también sufren de importantes deformaciones. De nada sirven las orientaciones que se dan, a veces, desde los Colegios del ramo. ¿Preferiría Vd., por ejemplo, que defendiera su caso un bufete "de prestigio" o un abogado cuya placa encuentra al doblar una esquina? No se lo ponemos tan fácil. ¿Prefiere Vd. que se ocupe del tema un abogado con varios años de experiencia a las espaldas o un bufete en el que se dice que están actuando, bajo la dirección de un ex-ministro o un catedrático con supuesta dedicación exclusiva a la Universidad, cincuenta profesionales? ¿Por qué? No conteste, no hace falta.

Hay mucho que hablar del enriquecimiento ilícito. Una parte del fundamento de la propuesta de analizar en profundidad la cuestión, está en revisar, no la actuación del que oferta, sino del que demanda. Porque, muchas veces, es el cliente, el comprador, quien está pagando mucho más de lo que vale lo que adquiere o recibe, sencillamente, porque sí, porque no se ha parado a analizar para qué sirve lo que está a la venta, cuánto cuesta al que lo produce, y quién y para qué se le está incitando a que lo disfrute o lo compre.

Sobre el padre

Produce su nosequé de inquietud que el patrono de los padres, en la tradición católico-instrumental de la que procedemos, sea un santo varón al que, según la crónica más acreditada, no se le conocen hijos propios, aunque enseñó su oficio y lo sostuvo hasta que pudo valerse por sí mismo, al que Dios puso en sus manos.

Los padres putativos siempre han dado mucho juego en la historia. Debido a lo que los romanos, con su docta intención de poner lo más importante en aforismos -y, además, en latín- habían concretado en eso de que "mater sempre certa est", quedó siempre abierta la mofa, befa, caza y escarnio del padre presunto, o, mejor dicho, del padre atribuído.

El avance de las técnicas de ADN está deshaciendo con impudicia algunas de las presunciones genéticas. En España, en donde disfrutamos de un deseo irrefrenable de conocer la verdad (aunque ni sabemos priorizar las verdades más valiosas y, cuando descubrimos la mentira, no siempre sepamos qué hacer con ella ni con el mentiroso), las leyes de filiación permiten investigar la paternidad, utilizando el material genético.

Se trata de defender el derecho del hijo a saber, no solo quién es su madre, sino también, quién dejó a su santa embarazada. Laudable propósito, sin duda, pero terriblemente sesgado en su aplicación. Porque, como se puede deducir de la investigación en las hemerotecas (sobre todo, en las judiciales), lo que interesa a la mayor parte, sino a todos, los hijos llamados secularmente "naturales" que, a edad avanzada, se interesan por descubrir quién fue su padre, es echar mano de la herencia del que, ya difunto, no puede responder de las razones por las que no reconoció a su hijo.

Y, aún más grave, resulta advertir que las investigaciones posteriores de la paternidad son discriminatorias respecto a los restos de quienes han sido incinerados y aquellos otros cuyos huesos yacen en los cementerios, en tumbas fáciles de exhumar para que su pecadillo -en su momento, social y económicamente no sancionado- se convierta, al pasar de los años, en una revolución hereditaria cuya expiación caerá sobre los deudos que, hasta que la investigación genética puso la luz insolente sobre el caso, vivían en la inocencia de no saber que debían compartir con un desconocido (o ver que les es arrebatado totalmente) un patrimonio que habían considerado legítimamente suyo.

Varones del mundo: si tenéis alguna duda respecto al resultado de vuestras aventuras extramaritales, dejad indicado que se incineren vuestros restos y se aventen las cenizas sobre la tierra que os dió mejor vida.

Sobre la independencia, incluso la de los jueces

El juez más activo (al menos, aparentemente) de la democracia española, está a punto de sentarse en el banquillo del TS, que es la manera popular de indicar que está imputado en proceso penal y que los autos con la instrucción, realizadas las pertinentes citaciones a encausado, testigos, denunciantes, perjudicados e interesados en que se haga justicia, están ya listos para que tres magistrados decidan si hay o no delito.

La presunta culpa del juez de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón no es accesible al común de los mortales. Se le acusa de haber prevaricado, delito solo atribuíble a un funcionario público que actúa injustamente a sabiendas y que, en este caso, al tratarse de un juez, tiene la calificación de prevaricación especializada, definida por el art. 446 del Código Penal.

Según la acusación, Garzón incurrió en la prevaricación, al haber abierto un proceso para dilucidar la situación de enterramientos masivos realizados con los cuerpos de fusilados durante ese período oscurísimo de la Historia española, que siguió a una guerra incivil, y que se llamó Glorioso Alzamiento y democracia orgáncia, y que ahora es referido como franquismo, dictadura o fascismo a la española.

Muchos de esos cuerpos, aún no descubiertos, pertenecieron a quienes se encontraron de bruces con la muerte por sus convicciones contrarias a los sublevados, por ser comunistas o republicanos, por pasar por allí, por compartir una novia, por ser del pueblo de enfrente, o por cualquier razón imaginaria, y yacen, según la memoria ya claudicante de testigos de aquellos actos, al borde de los caminos, o en parajes entonces aislados, o junto a tapias de cementerios, o ni se sabe ya dónde; solo que la muerte fue cierta.

Pero, como el miedo y la voluntad de olvidar son libres, también hay cuerpos por ahí de quienes murieron durante la guerra del 36-39 por represalias y parecidas sinrazones esgrimidas desde el bando contrario, que llevaron al más allá a católicos, monárquicos, universitarios, propietarios, guapos, despistados, llamarse Sotelo, José Antonio o Ernesto.

Estamos acostumbrados a que los cadáveres adquieran importancia como material político y económico. No importa que los cementerios estén vacíos de vivos. Sabemos, bien asesorados, cómo remover tierra con Santiago para que se identifique bien los muertos, atribuirles autorías o dudar de ellas, dentro y fuera de nuestras fronteras. Sabemos cómo reclamar al Estado dineros si se alguien se equivoca al asignar una identidad.

Este caso es especial, sin embargo. Al entender de los que saben acerca de cómo encontrar resquicios a las leyes para hacer la vida imposible al más pintado, el juez Garzón sería culpable de no haber cumplido con lo dictado en la particular Ley de Punto Final hispana (Ley de amnistía de 1977), que obliga a no investigar los crímenes cometidos. El, como juez, está obligado a conocer la ley y a hacer cumplirla, y por ella, la Sala Segunda del Tribunal Supremo, encuentra fundamento para admitir la querella de la agrupación Manos Limpias, en la que se expresa que el denunciado ha actuado "prescindiendo total y absolutamente del procedimiento establecido, de la irretroactividad de la ley penal, de la ley de amnistía de 1977 y de sus propios actos y autos, en los que rechazó como genocidio los asesinatos de Paracuellos del Jarama".

Obviamente, la admisión no implica que el TS prejuzgue la existencia inequívoca de delito, sino que el alto Tribunal encuentra razones para investigar la actuación del juez como susceptible de haber incurrido en tal.

Como la crisis económica necesita pan y circo, el asunto ha supuesto que, desde varios flancos, se den pasos al frente, para salir en las fotos y aportar matices al interés propio. El gobierno del presidente Zapatero se ha manifestado, varias veces, a favor de la correcta actuación del juez Garzón, en lo que se interpreta, por otros, más que por una legítima manifestación de opinión, un intento de injerencia sobre los jueces. (Es decir, injerencia sobre los jueces conservadores, que sobre los considerados progresistas huelga la injerencia) 

Los portavoces del partido de la oposición mayoritaria, defienden la "independencia judicial" y dicen respetar sin prejuzgar lo que está siendo hecho, aunque está claro que el proceso beneficia a alguno de sus miembros, implicado en el caso Gürtel (Cinturón o Correa), un escándalo de corrupción que apunta hacia la financiación irregular del PP y que, claro, ha instruído el superjuez de nuestra atormentada democracia, Garzón.

Se está hablando, pues, al hilo de esta singular situación, mucho, de la independencia política de los jueces. Pero no parece que sea esa la cuestión central. No se discute o debe discutir lo obvio. Porque, por supuesto, los jueces no son independientes políticamente. Nadie puede creer que lo sean y no deberían serlo, porque son seres humanos que actúan en beneficio de su polis, de sus contemporáneos, aplicando, con su mejor saber y entender, las normas que les han señalado otros.

Para llegar a jueces, han tenido que estudiar y memorizar unos cuantos temas y, para llegar a magistrados del Supremo, han tenido que acumular experiencia, contactos personales y capacidad de maniobra en una sociedad compleja, en la que, para ascender, por encima de los muchos méritos, hay que tener los mejores padrinos.

La cuestión capital sería, en nuestra opinión, otra. La independencia judicial implica su plena libertad para ordenar su propio trabajo, de forma autónoma, sin que nadie les imponga prioridades, puesto que ya están expresas en su obligación de servicio a la Ley, a la Justicia, a la igualdad, al bien común y a todos esos principios que precisan (más o menos) la Constitución y la legislación vigente.

Un cometido nobilísimo, irrenunciable, específico de este poder del estado del derecho, que no comparte con nadie. Por eso, habiendo tantos temas atrasados en los Juzgados, existiendo una comprobable situación de inseguridad ciudadana (que es, también, jurídica), conociendo la capacidad de trabajo del juez Garzón, ejemplo de actividad para todos, ¿piensan sus Señorías que la mejor manera de emplear su valioso tiempo es analizar una descabellada querella, realizada por un sindicato cuya intención más clara es la de intoxicar las relaciones públicas y hacer daño a la credibilidad de la Justicia?; y, además, ¿creen de verdad ayudar al prestigio de esa Justicia admitiendo que se persone en la estrambótica causa uno o varios de los encausados por el juez ahora imputado, y encarcelados preventivamente ante la presunta magnitud de su delito, favoreciendo así la idea de un caótico totum revolutum judicial, en el que el ruido importa más que las nueces?

Suponemos que muchos pensamos que no. La independencia judicial no es tanto política, como la demostración de la sensatez del juez para obrar, en conciencia, valorando lo que es importante de lo que es interesada fantasía. Mucho más exigible cuando, por otra parte, actúan en resolución consensuada por un Tribunal pluripersonal.

 

Sobre el principio de vinculación positiva

Dos principios contrapuestos delimitan los diferentes esquemas en los que se mueve, en relación con la calificación de las actuaciones respecto a la Ley, el derecho público y el privado.

Son respectivamente: "Quae non sunt permissae prohibita intelliguntur" (Lo que no está permitido, debe entenderse como prohibido)  y "Permissum videtur in omne quod non prohibitum" (Se ha de considerar permitido todo lo que no está prohibido).

Por supuesto, los especialistas en Derecho se han referido en muchas ocasiones a las consecuencias de esta diferente manera de ver las cosas, según se actúe en la esfera privada o en la pública. Sucede, sin embargo, que la realidad fáctica, apreciando el comportamiento de algunos funcionarios y responsables de las Administraciones, viene a demostrar que este aforismo se subestima o menosprecia.

Referido a las actuaciones de las administraciones públicas, el ordenamiento jurídico español ha consolidado un sistema de responsabilidad patrimonial de aquellas que se aparta de la doctrina de la culpa, para establecer la responsabilidad objetiva y directa.

Sin profundizar en el tema, digamos que con arreglo a esta doctrina, es irrelevante que exista un culpable del acto, sino que hay que lo importante es detectar si se ha causado daño, es decir, si hay víctimas que no tengan obligación de soportar las consecuencias de la actuación de la Administración. Por supuesto, es imprescindible que queda demostrada la relación de causalidad entre la actuación administrativa y el daño provocado.

Puede el lector darse un paseo por la ciudad y el campo y comprobar cómo nadie parece haberse enterado que, en el derecho público, lo que no está permitido, está prohibido.

Pero es que, además, lo que está prohibido, parece que se interpreta que está permitido. Descargas de todo tipo de materiales, incluso peligrosos, aparcamientos a doble fila o interrumpiendo el paso de peatones en las aceras, vertidos del cambio de aceite junto a los ríos y arroyos, tubos de escape abiertos y bocinazos a tutiplén sin importar horas, hospitales, prohibiciones,...; sin referirnos, ya en otro orden de cosas, a tratos de preferencia por funcionarios a sus conocidos, familiares y recomendados, saltos descomunales de listas de espera y trámites obligatorios; etc., etc.

Sobre el sustituto

Los sustitutos, interinos y, en general, todos aquellos que sufren de la inseguridad de ver su puesto de trabajo condicionado al cumplimiento de una circunstancia que no depende de ellos, forman parte importante del paisaje laboral.

Los hay en todas partes, y cumpliendo funciones de lo más diverso. Pueden ser jueces, y tomar decisiones que afectan de manera terriblemente significativa en los bienes y la libertad de otros. ¿Lo harán peor por no ser jueces de carrera?

Si Vd. tiene la sospecha de que así debiera, se equivoca. Los baremos de calidad, determinados, por ejemplo, por el número de setencias recurridas a los tribunales superiores, comparando los recursos contra sentencias dimanadas de jueces sustitutos o de aquellos que tienen su plaza en propiedad, demuestran que los porcentajes son comparables.

Hay múltiples casos de funcionarios sustitutos o interinos: en el profesorado, aquella figura heroica de profesor no numerario, prolongada después como profesor asociado y en la actualidad, bajo diversas formas de profesor contratado -incluso becarios-, se encuentran múltiples casos de profesionales de la enseñanza, que apechugan con la enseñanza de las más variadas disciplinas. ¿Ha bajado el nivel de calidad de los egresados?... En todo caso, no, con seguridad, por la culpa de los que tienen su puesto en precario.

Trajadores contratados para cubrir bajas por enfermedad, por maternidad, por permisos, años sabáticos o estancias autorizadas en otros centros o en el extranjero. Detrás de cada ventanilla, en las mesas de trabajo más insospechadas, realizando las tareas más peculiares o complejas, puede haber sustitutos. Algunos, contratados año tras año para cubrir esa real o hipotética necesidad, viven en la precariedad de que, cualquier día, les pondrán de patitas en la calle.

¿Lo hacen peor? En realidad, no lo sabemos con certeza. Pero sospechamos que lo hacen razonablemente bien; se tomarán menos horas de descanso, llevarán trabajo a sus casas, pondrán más atención, seguramente. No hay  estadísticas completas sobre los sustitutos. Hay, sí, la constatación de que son una realidad. Un elemento sustancial del paisaje del trabajo.

Desde aquí, desde esta modesta plataforma, nuestro respeto y afecto hacia los sustitutos. Son el resultado patente de una cruel figura de nuestra sociedad clasista, injusta, discriminatoria. Una sociedad que no duda en crear puestos fijos ad eternum para algunos (muchas veces, paniaguados o privilegiados por sus relaciones) y que condena a otros a ser víctimas de la precariedad.

Ay, si todos fuéramos sustitutos...si todos tuviéramos nuestro puesto en el aire. Seguro que la sociedad funcionaría mejor.