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Al Socaire de El blog de Angel Arias

Sobre la potestad de anular

Existen varias formas de eliminar la realidad, y no todas pertenecen al mundo de la magia. La obsesión por borrar el pasado, verse eximido de remordimiento o culpa es una consecuencia -se cree- de la consciencia en una ética universal, que llevamos impresa en nuestra capacidad de razonar.

No son pocas las actuaciones de los seres humanos encaminadas a destruir los vestigios del pasado y, en lo que les convenga, darles otra apariencia. Todos ocultamos, y quien esté seguro de no hacerlo así que tire la primera piedra.

Los mecanismos individuales actúan a su modo. Queremos olvidar lo que nos pesa en la consciencia de lo mal hecho y, a veces, lo olvidamos y, con suerte y práctica, puede parecernos haber vivido lo que habíamos imaginado. Aunque, sobre todo, nos preocupa que los demás no lo sepan y, si llegan a saberlo, que no lo utilicen contra nosotros. Por eso, adulteramos nuestra realidad, la adornamos, borramos las huellas de lo que no nos gusta.

No basta. Todas estas maniobras individuales no nos dan suficiente tranquilidad. Por ello, para nuestra seguridad emocional, están previstos dos magníficos mecanismos que se sitúan por encima del individuo, y que se otorgan la preciosa facultad de anular la realidad, con poderes sobre los demás. Esas potestades exorbitantes, se han depositado, perfeccionándolas generación tras generación, en dos instituciones ejemplares: la Iglesia (las iglesias) y la Justicia (los órganos de administración de Justicia).

Las iglesias -entendidas como dictadoras de las normas religiosas- podrían haber mantenido como único objetivo rendir pleitesía a Dios, aunque siempre les ha preocupado la fórmula de la absolución de los pecados, llevando la calma espiritual al pecador arrepentido. Aunque algunas reclaman todavía que la verdadera absolución implica cortarle la cabeza al que peca o quemarlo en la hoguera, las formas civilizadas explican otras maneras de borrar, para toda la eternidad (ni más ni menos) las agresiones cometidas a las reglas.

Como es sabido, los administradores de esta fuerza omnímoda, los representantes de la divinidad en la tierra, obtienen su capacidad por mecanismos de aprendizaje más o menos severos y secretos. Cuando la institución los considera aptos, -según las distintas modalidades religiosas previstas para el acercamiento a la comprensión de las máximas fuerzas que influyen sobre la naturaleza-, son distribuídos por el mundo para propagar sus manifestaciones, explicar sus misterios, e incluso, intuir otros. Es, desde luego, una lástima para el núcleo duro del sistema, que algunos de esos elegidos utilicen su poder para aprovecharse de la ingenuidad de algunos fieles en su beneficio.

Pero la fuerza realmente humana con poder para anular la realidad, y para la que no se ha tenido necesidad de apelar a espíritus extraterrestes, es la Justicia. En virtud de esa deidad claramente pagana, se ha sustraído de la voluntad popular, el mecanismo de separación de las actividades admisibles y punibles, una fórmula adaptativa para distinguir, en ella de lo bueno y lo malo, la Ley.

Por la Ley, y, en particular, por la aplicación que hacen de ella unos administradores de esa fuerza imponente, -los jueces- se puede borrar lo sucedido de este mundo. La diosa Justicia ha generado, para cumplir con este propósito, otra deidad igualmente pagana, llamada "seguridad jurídica".

Por la devoción a la seguridad jurídica, se ha creado el "instituto de la prescripción" por el que lo que se haya hecho, a partir de un cierto tiempo, ya no existió en el terreno legal, y, por su favor, por ejemplo, se anulan conversaciones que evidencian la comisión de delitos.

Gracias a su intercesión, quienes tienen la capacidad económica para procurarse buenas amistades y un equipo de juristas especializados en mirar los agujeros de las leyes, es mucho más probable que las cárceles se ocupen por pobres diablos a los que se les ha pillado robando un par de aparatos fotográficos para revender que por gentes de buena apariencia que se mueven en los entresijos del Estado.

No vamos a extendernos más, al menos hoy. Solamente, una última pincelada: resulta instructivo para quienes tengan dudas sobre la solidez de esas instituciones, que, en ocasiones como las que nos toca vivir, estén muy atentas al celo de quienes aplican las normas.

Bien, para perseguir a los sacerdotes que muestren especial capacidad y actividad para, llevados justamente por los contenidos del programa oficial, se empeñen en corregir errores y analizar el comportamiento de los poderosos, por errónea aplicación de la doctrina. Bien, para exculparlos de las penas del infierno, porque, aunque pecadores, debe serles aplicado el sagrado estatuto de la prescripción de su falta.

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