Hemos comentado en otros momentos la función esencial que cumple el trabajo, en relación con la supervivencia del individuo. No aceptamos que nos haga más libres (produce escalofrío intelectual recordar el "Arbeit macht frei" nazi) , ni nos convence que responda a un castigo divino, ni contiene en sí mismo elementos suficientes para lograr nuestra felicidad.
La mayoría, trabajamos simplemente para obtener una remuneración que nos permita subsistir, esclavos de la verdad incontrovertible de que quien no trabaja no come, o, para traducirlo al lenguaje de estas latitudes, come peor. Superada la condición mínima, se pueden considerar otros componentes que añaden satisfacción: cumplimiento de objetivos, reconocimiento social, ascenso personal o éxito de grupo. Y, naturalmente, cuanto mayor sea la remuneración, tanto mejor.
El trabajo sin remuneración, realizado independientemente de la estructura social, no garantiza la supervivencia. Es casi seguro que pescar, cazar o recolectar los frutos de la tierra fuera de nuestra propiedad o desprovisto de licencias nos conduzca a la cárcel o al despojo de lo cazado o recolectado.
Ni siquiera nos servirán el deseo y las ganas de trabajar dónde y cómo sea, si no encontramos empleador. No menos lamentablemente, la cualificación, incluso alta, no garantiza que obtengamos un puesto de trabajo, porque puede que nuestro saber haya devenido inútil o muy caro en el mercado laboral.
La demanda de trabajadores es uno de los medios, y en nuestra opinión, el más importante, que nuestra sociedad mercantil utiliza para controlar a los individuos. ¿De qué forma?. No muy sutil, en el fondo, y bien conocida. Con la remuneración por el trabajo se consigue generar una dependencia malévola entre los factores capital y trabajo que no ha podido construirse jamás en la Historia como una relación de igualdad.
En épocas de crisis, la falta de ingresos en las familias que sufren la lacra del desemplo, impone nuevas tensiones al mercado laboral, y pone de relieve la esencia de las raíces de la remuneración por el trabajo. Es una obviedad: el desempleado que no tiene medios para su subsistencia y la de sus dependientes, está dispuesto a trabajar por menos dinero, incluso en economías sumergidas, en trabajos de más riesgo y a aceptar que se le infracualifique.
Aunque se suela argumentar lo contrario, el salario no guarda relación con la productividad -plusvalía real- del individuo, y éste no tiene capacidad para conocer la suya.
Incluso, en ciertos casos flagrantes la falta de relación alcanza niveles estrambóticos: la remuneración con la que se remunera a ciertos altos cargos en muchas empresas e instituciones más bien tiende a recompensar el menosprecio a los intereses generales, o de sus accionistas, con misiones impuestas por minorías de control para obtener mayores beneficios de los que les corresponderían.
La cantidad de trabajo disponible en una sociedad y su distribución por sectores depende, en fin, del nivel de desarrollo tecnológico que haya alcanzado. No es una variable que se pueda estirar como la goma. Viene afectada directamente por los avances técnicos, que provocan a nivel general la sustitución de las ofertas de empleo para los trabajadores demandantes que, de pronto, se pueden encontrar como no cualificados para los nuevos métodos, o descubrir que son despedidos porque su actividad anterior ha podido ser sustituída por la máquina.
En el sector de las nuevas tecnologías, la creación y generación de empleo es particularmente constante, y con efectos dramáticos sobre las relaciones con el capital y el sistema productivo. En absoluto puede pretenderse que el individuo consiga acomodarse con facilidad y, si lo hace, no sin graves traumas, a las nuevas exigencias, por grandes que sean sus deseos de cualificarse y su preparación previa. La capacidad de aprendizaje y adaptación del individuo medio no es muy grande.
Por su parte, en las sociedades menos avanzadas se puede advertir cómo subsiste una demanda mayor de trabajo que no precisa de altas cualificaciones, y que se distribuye, con salarios a menudo mezquinos, entre individuos que aún no han sido sustituídos por las máquinas en el sistema productivo, aunque pudieran serlo, de contarse con la capacidad de inversión adecuada.
En estas sociedades infradesarrolladas tecnológicamente, los salarios mínimos proporcionan lo básico para la subsistencia, al no existir asistencia social, lo imprescindible para que el trabajador no se muera de hambre. Lo que no impide que muchos, desde luego, mueran de inanición o de enfermedades para cuya curación carecen de medios económicos. Esto se tolera, hoy en día, a pesar de las alabanzas al mundo globalizado y a la solidaridad.
En las sociedades más avanzadas económicamente, la mayor cualificación media ha traído efectos particulares, que también se pueden calificar de dramáticos. Y en los que el individuo tiene también poca capacidad de reacción.
Por un lado, el acceso de la mujer al mundo laboral, ha causado una fuerte competencia por los puestos de trabajo -recordemos que la cantidad de trabajo disponible y su distribución por cualificaciones es una constante del sistema económico, en cada momento-, rebajando el salario medio real, en beneficio del capital, que puede elegir entre más demandantes. Se produce también otro efecto nefasto: el incremento del tiempo improductivo.
Por otra parte, los avances tecnológicos han causado una pérdida masiva de funciones que venían a ocupar los individuos con menores cualificaciones, y que, además, cuando subsisten, se pueden acabar considerando como vergonzosos o indignos (abriendo vetas hacia la entrada de la inmigración y el subempleo).
No es posible, en fin, admitir que la hipotética superior cualificación de algunos pocos justifica sus altas remuneraciones. A pesar del oscurantismo en que se intentan mover las cifras de honorarios, salarios y primas compensatorias de los altos ejecutivos, se reconoce que sus ingresos alcanzan cifras que no guardan lógica alguna respecto a las de los escalones técnicamente cualificados.
No hace falta tener mucha imaginación para suponer que se remunera una fidelidad y el ejercicio de salvaguarda de los secretos e intimidades más oscuros de sus grupos y empresas.
Mientras la mayoría de la sociedad civil anda preocupada por resolver las tensiones provocadas por la crisis económica entre el empleo y las prestaciones sociales, buscando pactos y acuerdos cuya naturaleza exacta el individuo de a pié (entre los que nos encontramos, con orgullo) no alcanza a precisar, nos permitimos lanzar la mirada hacia la complejidad de elementos que han configurado una estructura de capital y trabajo.
Una estructura fundamentalmente insolidaria, que permite, a pesar de todas las buenas palabras, sostener como forma axial del sostenimiento familiar la remuneración por el trabajo. El salario viene decidido, no por el mérito o por la eficacia, ni tampoco por los intereses de la sociedad en su conjunto, sino, con señalada frecuencia, por los intereses específicos del capital y las decisiones de sus gestores, bien compensados éstos por su labor de guardianes del secreto.
Las mujeres y los jóvenes se han convertido en elemento de cambio del mercado laboral. Su incorporación favorece, no a las familias, no a la productividad global, sino a la renatabilidad viciosa del sistema capitalista.
Si queremos avanzar tomando medidas efectivas para corregir las malformaciones del sistema, analícese el conjunto de la estructura económico salarial, su reparto por subsistemas productivos, el coste de la asistencia social y cómo afecta a las cualificaciones laborales, y realícese una reflexión seria y completa acerca de lo que deseamos conservar y lo que es necesario apoyar preferentemente en nuestra economía.
El mercado, por sí solo, tampoco funciona en este concreto aspecto. Y los cursos de capacitación en jardinería, peluquería, monitores turísticos o soldadura -por ejemplo- no son más que engañiflas de los que los proponen para quienes los ven como una solución para conseguir un bien imprescindible: un trabajo remunerado.