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Al Socaire de El blog de Angel Arias

Arte

Tapiceros, sastres, restauradores y cirujanos plásticos

He agrupado en el título del Comentario cuatro profesiones muy dignas, con un excelente presente y un brillante porvenir, que encuentro emparejables, en el mismo orden en que las tengo dispuestas.

Los tapiceros y los sastres trabajan recubriendo con tejidos -en algún caso, con cueros- un material que les viene dado como base. No son, en general, ni diseñadores ni modistos: su trabajo, en relación con el cliente, consiste en ayudarle a seleccionar el recubrimiento que permita lucir con eficacia el mueble o el cuerpo que se le confía.

Un buen trabajo de tapicería como de sastrería se nota por el cuidado con el que se han cosido y rematado las distintas capas de tejido, por el ajuste perfecto al chasis corpóreo, por el satisfactorio encaje de las telas y adornos a las peculiaridades del objeto que se ha entregado a sus hábiles manos.

Su trabajo ensalza la pieza, subraya lo noble de la estructura, embellece lo que existe, haciéndolo más bello, confirmando su esencia.

En cuanto a los restauradores y cirujanos plásticos, habrá  que empezar indicando que, siendo de varios tipos, pueden encajarse, sin grandes distorsiones, en dos categorías: los que empeñan su arte en reconstruir fielmente lo que entienden existía antes del deterioro, bien sea fortuito, accidental o por el simple uso, de los objetos y sujetos; y los que, bien por indicación del cliente o por su propia vocación artística, utilizan la materia que tienen entre manos para desplegar su inventiva, sirviéndose del chasis para crear un elemento nuevo.

Tengo mucho cariño hacia los restauradores, y en especial, a los que se dedican a devolver a la vida los muebles y enseres que otros tiraron a la basura, porque ya no les servían o porque ya no les gustaban. Qué puedo decir, que no sea positivo, de los cirujanos plásticos que reconstruyen narices rotas por accidentes, bocas belfas o leporinas, ojos estrabos, piernas corvas o recuperan formas destruídas por mastectomías, por reducir a pocos ejemplos elegidos al azar el trabajo de reparación de los que han estudiado ciencias médicas.

Por contra, no le veo la gracia a quienes dicen crear arte desde la basura, pegando, soldando o amontonando clavos, cadenas, bombas, válvulas, neumáticos y quién sabe cuánta porquería, para, en su dicción, conmover nuestras conciencias y menos aún entiendo que puedan exhibirse en espacios públicos y museos los productos de sus elucubraciones derivadas de un síndrome de Diógenes no reconocido.

Y tampoco le veo gracia, ni como paciente ni agente, a las reformas del cuerpo que la naturaleza le ha dado a cada uno, incrustándose en él prótesis, metiéndose por cualquier parte líquidos, estirándose hasta las orejas para disimular por poco tiempo arrugas y plegaduras.

Pocas son las veces en que un rostro remodelado a golpe de bisturí recupera la donosura que tenía antes de caer en las garras de la búsqueda de la imposible eterna juventud; desgraciados los senos que, vueltos más grandes o más pequeños por virtud de eliminaciones sebáceas o prótesis de silicona, son mostrados por sus llevadoras (o llevadores) como pretexto para seducir mejor; qué decir de glúteos añadidos, abalorios incorporados, adornos sin prestancia. tapetes de ganchillo, reinenciones de avíos. Son inexpresivos, huecos, engañan sin gracia.

Prefiero, con los ambages expresados, a los sastres y a los tapiceros frente a los restauradores y cirujanos plásticos. Así van mis gustos, pese a quien moleste.

 

El Club de la Tragedia: Elogio de la restauración naïf

El Club de la Tragedia: Elogio de la restauración naïf

Una facción -no muy numerosa, a pesar de su comportamiento estridente- de la comunidad hispana, a la que, desde hace tiempo, es manifiesto que han dejado de preocuparle la religión o la cultura, ha encontrado motivo de risión en un suceso sin importancia alguna, trasladándolo a la primera página de sus aparentes desvelos.

Resulta, por lo que he leído, que una octogenaria de Borja (Zaragoza), Cecilia Giménez, pintora autodidacta, ha realizado a su manera la puesta en valor de una pintura vieja de un Cristo de sufriente rostro al que su deficiente realización, el tiempo y la desidia habían deteriorado.

Nadie había reparado antes en ese Cristo pintado, ni consta que la devoción popular le tuviese atribuídas, hasta este momento, milagro ni actuación meritoria alguna.

Los entendidos en arte, por supuesto, jamás habían posado sus miradas en aquel fresco de autor caído en el olvido (recuperado ahora, para poner nombres a la cosa, como un tal Elías García Martínez, que vivió hace unos cien años y que actuó de copista seguramente de otro u otros más acertados -pongo aquí, entremedias, un ejemplo-, y que, consciente del destino a consumo inmediato y fugaz de su obra, ni se molestó en preparar la pared para pintar aquel óleo, que realizó en dos horas de rápida factura).   

No me quiero unir -al contrario- a los comentarios que juzgan como escarnio las risotadas vertidas sobre un símbolo católico, ni quiero ver como adefesio la obra naif de una manejadora de pinceles bien intencionada, tanto como pintora como, aún más digna de respeto, como devota y sufriente en propias carnes, ya que atiende a un hijo minusválido desde hace más de cincuenta años, sin más ayuda que su fe y su trabajo.

Sí quiero aportar una modesta contribución a la sensatez para entender los pormenores: restaurar el original carece de sentido, pues el aprecio popular despertado hacia la pintura no depende del mérito de la obra primigenia, sino del interés mediático desatado, enfocado totalmente a hacer burlas y no a juzgar artes y menos aún a respetar símbolos religiosos. Hay mejores destinos para los escasos dineros y, también, para el de restauradores profesionales, ahora interesados en poner su nombre gratuitamente junto al mérito traído por los pelos.

Defiendo la conservación del nuevo trabajo, no entendiéndolo como restauración, por supuesto, sino como lo que es, una manifestación actual de la devoción a un símbolo de la necesidad de redención humana. Y como tal, incluso juzgándolo como representación artística, opino -por las fotos publicadas- que la obra de la pintora local no desmerece de otros ejemplos de buena pintura naïf.

Así que solo tenemos que esperar a que desaparezcan los curiososos, sedimenten a su cauce de secano las aguas movidas por los irreverentes y chistosos, y, no lo dudo, a que ayudada por algún visionario, la divina naturaleza nos honre en conceder algún milagro a través de este Ecce Homo, lo que acallará definitivamente las voces de los chuscos y pondrá las cosas en su sitio.

Me declaro, desde este momento, devoto de esa causa, ni mucho menos perdida, sino encontrada.

(Para curiosos: El EcceHomo cuya cabeza he trasladado a la imagen que acompaña este comentario corresponde a un óleo conservado en la Alte Pinakothek de Munich, atribuido a Giovanni Francesco Barbieri "Guercino", o sea, "El bizco", pintor barroco italiano que vivió de 1591 a 1666)

Sobre el arte comestible de Antoni Miralda

Sobre el arte comestible de Antoni Miralda

Ese espacio magnífico para exposiciones de grandes piezas que es la Casa de Velázquez, en el Parque del Retiro de Madrid, ha reabierto sus puertas, luego de una remodelación estupenda, con una selección de obras de un artista plástico complejo, imaginativo, mordaz, inimitable: Antoni Miralda.

Las obras de Miralda no están destinadas a los críticos de arte, sino al gran público, es decir, a los que no entienden ni quieren entender de arte, pero sí saben captar un mensaje cuando se les presenta arropado con la técnica de comunicación adecuada.

Y Miralda sabe comunicar, vaya si lo sabe. Desde una experiencia personal que conjuga el rechazo hacia lo que carece de sentido, aunque nos lo hayan presentado como coherente una y mil veces, su exposición en la Casa de Velázquez es una demostración de la capacidad de un buen escenógrafo para contar una historia, o varias, sin necesidad de personajes.

Porque los personajes son el mismo público, de todas las edades, con cualquier formación, que, ya desde los primeros contactos con la obra, se convierte en cómplice de lo presentado. Algo muy bien captado y expresado por algunos de los comentarios que ha suscitado la exposición.

Se trata de un arte comestible en el más amplio sentido de la expresión. Un éxito del Museo Reina Sofía que, por otra parte, regala entradas gratuitas para el Museo a quienes se acerquen, por curiosidad o por devoción, a uno de los lugares más adecuados de Madrid para presentar un hápening inteligente y disfrutar, de otra manera, de una mañana de domingo, acompañando el lúcido pensamiento de uno de nuestros más provocadores esconógrafo-escultores vivos. (Antoni Miralda, Tarrasa, 1942)

Sobre Turner, pintor de paisajes, escenógrafo y fotógrafo

Sobre Turner, pintor de paisajes, escenógrafo y fotógrafo

Los libros de arte se siguen refiriendo a William Turner (1775-1851; exposición de 42 de sus obras en Madrid, Museo del Prado, del 22 de junio al 19 de septiembre de 2010) como pintor de la luz.

Son muchas las enseñanzas que se pueden extraer del método y la forma de ejecución por parte de este genial artista británico, que, impulsado por su análisis profundo de las técnicas y móviles de algunos de los mejores pintores que le habían precedido, resultó precursor de dos corrientes, dos formas de captar y entender el entorno, cuyos equívocos nombres las han convertido en antagónicas, cuando, en realidad, son complementarias: impresionismo y expresionismo.

Como toda exposición de pintura, hay que verla; no tiene sentido contarla, aunque el trabajo de David Solkin y Javier Barón ayuda bastante a ordenar las ideas de quienes pretendemos escribir sobre ella.

Y se ha escrito ya mucho, especialmente desde que el periodista-sociólogo Vicente Verdú, (con el que generalmente estamos de acuerdo) en un periódico de amplia difusión, ha calificado de "impostor" a Turner, invitando a desenmascararlo como un copista sin inspiración.

En este caso, se trata de una opinión imposible de compartir, como lo demuestra la repulsa generalizada que ha provocado. Si proviniera de otras fuentes, parecería destinada exclusivamente a llamar la atención, llevando el paso cambiado en el desfile de la compañía, sabiendo que, en estos tiempos iconoclastas se aplaude mucho a quien salta con la payasada o disfruta siendo el mozo del martillo.

Un artista profesional, y tan excepcionalmente prolífico como lo fué Turner, deja múltiples huellas para poder descubrir o intuir sus razones. En su caso, además, como profesor que fue de pintura, incluso algunas claves escritas.

Por ejemplo, de su concepción del cuadro como fotografía -dicho esto en el sentido literal del término foto-grafía-, pero no al estilo de esos desventurados turistas que, cámara en ristre, van poniendo el careto ante cada monumento de su Petit tour. Sus cuadros sobre el incendio del Parlamento de Londres, desde varios ángulos, y con sus alumnos como testigos, evidencian que lo importante de cada momento es lo que se siente, no lo que permanece a la vista para otros.

Turner pintó muchos paisajes, casi todos ellos reinventados en su taller, a partir de miles de notas que realizaba en el campo. El paisaje, con su ropaje esencial, la luz, queda así convertido en un elemento de representación, que puede ser protagonista o servir de figura secundaria para ensalzar otro mensaje dramático.

Podemos así comparar la representación del paisaje como personaje principal, en cuadros como la Tormenta de nieve o Galerna en el mar, en el que la naturaleza muestra su fuerza a partir de la distorsión agresiva de los elementos, o el paisaje como base escenográfica para resaltar momentos en los que el dramatismo está en lo que están ejecutando las figuras humanas, como en la Entrega de las armas y los niños de los habitantes de Cartago a Roma.

Si Turner se inspira en las arquitecturas de los pintores italianos para sus ciudades reinventadas -siempre al borde del agua-, en los paisajes campestres se siente mucho menos vinculado a la realidad y a precedentes, y acaba, por ello, dibujando fantasmas de paisajes, almas de luz y color que no pueden ya ser habitadas, sino simplemente, sentidas.

Otra perspectiva magníficamente esclarecedora, al menos para las personas sensibles, es la percepción de la obra de arte como elemento de diálogo, no ya con el espectador de la misma, sino con su entorno y con otras obras.

Cuando Turner incorpora una boya roja -después de verla junto a la obra, más inspirada como mensaje en sí misma, de Constable- a una de sus marinas más convencionales, lanza lo que Constable interpreta certeramente como "una bala de cañón" sobre su coloreada obra, y, con ello, está saltándose los límites físicos del cuadro, para lanzar un mensaje fuera de él.

No es una copia, ni una interpretación del cuadro de ningún otro autor; es algo mucho más sutil, un guiño al espectador inteligente, subordinando su obra a la del rival, para ganarle la mano, utilizando su creación en beneficio propio, sin dañar a ésta.

Obliga a un matrimonio de conveniencia de su obra con la del otro. Será necesario, a partir de ahora, verlas juntas para entender el mensaje que uno de los artistas quiso dar. Turner no es mejor aquí que Constable; se aprovecha del trabajo del otro artista, para llamar la atención sobre el suyo, enlazándolas. Si no figuraran juntas, ambas obras, la de Turner pasaría, en este caso, desapercibida. Al dotarlas de una explicación, pasa a primer plano, el objetivo: hacer reflexionar sobre el valor emocional de la foto-grafía.

El protagonista, en esta situación y cualquier otra parecida, es el comisario de la Exposición, aquel que pone en diálogo ambas obras. Y de eso se trata, en el fondo, con "Turner y los maestros" (Por cierto, no "Turner y sus maestros"): de hacer de los comisarios, de los que seleccionan las obras para ser expuestas, protagonistas.

Es la hora de los seleccionadores, que también tienen su propio lenguaje y sus ganas de expresarse y que, tal vez, hasta ahora, no nos habíamos percatado de su influencia para hacernos ver otros impactos de la evolución artística.

Sobre las obligaciones implícitas del comprador de obras de arte

Ningún artista plástico -supuesto que se encuentre en su sano juicio o que no se proponga llamar con el hecho la atención sobre el resto de su creación-, destruiría su obra después de haberla realizado.

La razón, expuesta de manera simple, es que la creación artística se realiza para venderla luego y así comer o vivir algo mejor, o para intentar trascender a esa pejiguera que es la muerte propia a través de la obra; si se quema, se destruye la posibilidad de realizarlas, una, o ambas.

Pero como en todo se pueden hacer trampas, el objetivo de conseguirlos (pasta o gloria), puede llevar a pretender llamar la atención, en especial si se es mediocre, a base de performances y happenings, de las que una de ellas supone revelarse como artista pirómano.

Se desvía así el foco de interés del espectador desde la obra al creativo.

En Mérida, en México, existe desde 2007 una galería, Da Burn, en la que los artistas son invitados a quemar sus obras, en una ceremonia preparada por el propio autor y ante un público que gradúa sus emociones desde la sorpresa, el escepticismo, hasta el rechazo.

La mayoría son obras destinadas conceptualmente al fuego por el propio artista, como sucede con las fallas, con lo cual se seleccionan los efectos en relación con el momento que se producirá cuando se quemen. En la justificación oficial, se indica que "los artistas queman por muchas razones: cierran ciclos, marcan tiempos o concluyen con una identidad".  Sin contar con que existe placer en el fuego, como pirómano y como contemplativo. ¿Quién no disfruta viendo arder troncos y trozos de muebles viejos en una parrilla?

Después de esta introducción, volvamos a la idea central de que un artista "normal" no vendería ni entregaría su obra a un interesado que le manifestara su propósito de destruirla de inmediato.

El lector puede utilizar su pleno derecho a poner matices o encontrar excepciones a esta reflexión, pero debe reconocer que la inmensa mayoría de los pintores, escultores, fotógrafos -profesionales como aficionados; geniales tanto como burdos- desearían que sus obras sean conservadas adecuadamente por el comprador o por su poseedor y, si fuera posible, expuestas en salas con el mayor acceso de público posible.

Así que cuando vende, directamente o por intermedio de su marchante una obra de arte, no la vende entera, no se realiza la operación sin condición.

Existe una condición implíticita en la transacción. Que la cuide y conserve en óptimo estado mientras esté en su poder. La operación adquiere la característica peculiar de una compra-venta con obligación de custodia, aunque sin que su incumplimiento apareje la aplicación de penalidad alguna, ni iluminara la vigencia sobrevenida de una cláusula de rescisión. No cabe al artista la opción de considerar rescindida la venta a petición del artista, si la guarda no está siendo correcta, pero la obligación subsiste.

La obligación de su conservación por parte de su poseedor es una característica intrínseca a la obra de arte. Es, por su esencia, una obligación ética con el artista y, en el caso de las obras de arte magistrales, con la sociedad actual y con las generaciones venideras.

No tiene sanción legal, pero su incumplimiento merece la reprobación de todos los amantes del arte y no solo el disgusto del artista (si vive para contarlo).

Otra faceta de la cuestión es la desaparición continua de objetos y obras de arte, constante delatora del aprecio variable de sus poseedores, públicos como privados. Unas veces, se los sustrae de museos y galerías por el descuido o la fuerza; otras, se adquieren para adornar una sala de rico en combinación con los sofás; no son pocos los pedestales de nuestros parques que no tienen la escultura que sostenían, destruídas al cambiar el signo de los tiempos, obligadas a compartir espacio con máquinas y aperos de mantenimiento, o desaparecidas entre la ignorancia y el desdén. 

Ni siquiera está libres los museos de  ver esfumarse de sus territorios las obras más pesadas: aún no se encontraron los primeros cuatro bloques de acero de 38 toneladas fundidos por Richard Serra para el Reina Sofía, y que había costado otras tantos millones de pesetas (600.000 euros). El artista entregó una réplica, a coste cero. El arte no tiene precio y, por ello, se mueve inseguro entre el aprecio y el menosprecio.

Sobre el Museo Arqueológico y Holográfico de Madrid

Sobre el Museo Arqueológico y Holográfico de Madrid

En el Museo Arqueológico de Madrid, una joya olvidada por los circuitos de turistas culturetas, ha aparecido, entre las obras de remodelación de la calle Serrano y del propio edificio, una exhibición de tecnología, formada por hologramas.

Ya todo el mundo sabe -más o menos- lo que son las holografías, ese a modo de pegatinas de seguridad que se encuentran en los billetes y en las tarjetas de crédito y que los hacen prácticamente infalsificables, debido a la dificultad de reproducirlas.

Lo que no se había visto nunca es la cueva de Tito Bustillo en holografía. Y ahí está, en el Museo de Madrid. A través de lo que podría tomarse por una ventana, se accede a la contemplación de la cueva del caballo; en otra vista, un juego de estalactitas y alguna estralagmita nos anima a penetrar en las profundidades de un misterio que no tiene realidad delante de nuestras narices, pero que parece que podría tocarse.

Al lado de esa sorpresa tecnológica, hay otras. Un par de decenas de piezas del museo han sido reproducidas en holografías, y el visitante las contempla una y mil veces, preguntándose cómo ha sido posible tanta exactitud. En el centro de la exhibición, una pantalla táctil, como un gigantesco iphon, además de informarnos sobre cada una de las piezas que, estas sí, están a pocos metros de distancia, en el Museo real, nos permite agrandarlas a voluntad, girarlas, escudriñar en muy pequeños detalles que el ojo desnudo jamás hubiera descubierto.

Enhorabuena a Julio Ruiz y a su equipo de hológrafos. Nos los podemos imaginar bajano los pesados equipos al interior de la cueva asturiana, vigilando el mantenimiento de las condiciones de temperatura y humedad, respetando el silencio, emocionados al contemplar, ya en el laboratorio que, sí, que habían conseguido los primeros hologramas mundiales de una cueva subterránea, y trasladado a un Museo de Madrid la belleza de unas pinturas que alguien trazó hace unos cuantos miles de años.

Sobre la enfermedad senil del teatro

Al teatro (como arte escénica) le pasa algo parecido al estado en que se encuentra la prensa escrita. Sus contenidos son imprescindibles, los buenos profesionales lo encuentran como el modo de expresión idóneo para poner de relieve su capacidad. Pero les falla el formato. El cine e internet les están comiendo la tostada, y a medida que pasa el tiempo, es difícil sustraerse a la sensación de que su pasada época floreciente no se recuperará ya.

Los esfuerzos de los propietarios -y, en algún caso, de los mismos empleados, actores, periodistas- de teatros y periódicos impresos son importantes para captar al público. Las obras teatrales se representan ahora, con frecuencia, con un lío de tramoyas que hace difícil captar el mensaje, por debajo (o por encima) de la complejidad de escenarios móviles, artefactos con efectos especiales, luces, vídeos, voces en off y en poff e intervenciones desde y por el público.

Para aligerar costes, y siempre que se encuentre un actor o actriz que sea querido por el público por ser buen monologuista o haber participado en una serie de televisión, se lanzan con demasiada frecuencia representaciones de un solo personaje que aguanta el tipo entre luces y bambalinas, mezclando lágrimas y chistes.

Ah, y cuando se recupera alguna obra de autores difuntos, a los que ya no hay que pagar derechos, se les da la vuelta por mor de la actualización o adaptación de diálogos, personajes y entornos, dejándola casi irreconocible, sepultada bajo una barahúnda de fru-frús, saltos, desnudos de los actores (y, sobre todo, de las actrices) animales en escena y rayos vengadores, aunque no del estropicio que se haya hecho del texto.

Habría que recuperar el núcleo genuino del teatro. No -en nuestra opinión, haciendo ver que el teatro es ficción, porque eso es una perogrullada. Cualquiera que se sienta en una butaca ante un escenario, para observar a unos actores, cuya historia personal no ignora, representar historias que manifiestamente no son sus vivencias, sabe bien a lo que ha venido. A ser testigo de una ficción.

Pretende que, con la interpretación y, sobre todo, con el texto, se le traslade hasta el alma un mensaje. El teatro es, así, el vehículo de la palabra, reforzando, con las buenas interpretaciones, la asimilación de su contenido por el espectador.

Puede que hace unas decenas de años se valorara mucho la reproducción relativamente fidedigna en el escenario de una habitación, una sala de estación, un trozo de paisaje. Hoy, ya no. El cine domina la ciencia del trampantojo, del engaño visual, de una manera que el teatro de puede igualar. Ni falta que hace. Porque la fuerza del teatro, ahora más que nunca, no descansa en las imágenes.

Hemos visto recientemente en Madrid dos obras que tratan de presentar, de muy distinta manera, aspectos del cómo del teatro. En Por el placer de volver a verla (de Michel Tremblay), dos actores se esfuerzan en dar credibilidad a un mensaje de transustanciación cuya clave es traer a la escena una madre muerta cuya vida ha sido de lo más vulgar, dicho sea de paso.

En Realidad (de Tom Stoppard), son siete los actores que entrecruzan sus galimatías, jugando a ser, ora personajes reales, ora imaginados (o sea, actores que son actores), mientras el escenario se compone y recompone con frenesí de poleas, luces y otros efectos especiales, 

Las interpretaciones, en ambos casos, son notables. El texto de la primera obra es flojo. El de la segunda, pasa por momentos anodinos, que se mezclan con otros interesantes. En las dos, hay unos a modo de cojines que los actores mueven como posesos, para hacerlos figurar -se supone- como muebles, sofanes, camas o simples apoyos a los, a fuerza del ejercicio físico, agotados cuerpos.

El mensaje teatral es lo que falla en ambos (mucho más, desde luego, en la primera de los obras, notablemente peor, incluso fallida). El espectador moderno ya lo conoce de sobra. Que el teatro es ficción, que los actores representan a sí mismos y a los personajes, que las historias reales y las inventadas se entnremezclan e interfieren, lo sabe todo el mundo.

La enfermedad senil del teatro es considerar al cine como su enemigo. En absoluto. Tiene hueco propio. Hay que convencer a los autores que, en lugar de querer profundizar en las esencias del teatro, escriban obras de teatro, para ser representadas. Nada más. Que nos dejen poner el resto a los actores y a los espectadores. Ah, y no hace falta que nos los hagan desnudar para ese empeño.

Un desnudo o semidesnudo de un señor o señora de carne y hueso, a tres metros de las narices, en un teatro, aunque se nos diga que no es él sino lo que representa, no produce el mismo efecto que en la pantalla. Queremos decir, para nuestra sensibilidad, no es ni justificado ni agradable (salvo en programas de varietés, lo que no era el caso).

Sobre el arte como creación o como enredo

Sobre el arte como creación o como enredo

Una vez más, Madrid acoge Arco, la Feria de Arte más importante de España. No se trata de una exposición, ni las obras que se pueden observar corresponden a una corriente artística determinada. Es un mercado, en el que varios galeristas ofrecen obras para que, sobre todo, los nuevos ricos y los despistados puedan decorar sus salones con piezas singulares.

La elección es, desde luego, muy complicada. No podrá tomar la decisión de comprar un hermoso candelabro hebreo montado sobre una metralleta Uzi, obra del genial provocador Eugenio Merino, porque ya fue adquirida, según su autor, por una compradora belga, al simbólico precio de 45.000 euros. Pero puede hacerse con una escultura en poliuretano, que representa una pirámide humana, a tamaño natural, formada por tres devotos en oración, puestos uno encima del otro: musulmán, cristiano y judío ortodoxo.

El tamaño de las obras y el vacío en rededor parece importante para los 200 galeristas que exponen sus mejores bazas en esta feria de las vanidades de los compradores. Hay poco arte, entendido en el sentido tradicional -si es que puede admitirse esta expresión sin entrar en complejas explicaciones- y bastante enredo, es decir, obras sin mensaje trascendente, preparadas para provocar sentimientos de corta duración: asombro, asco, repulsa, inquietud.

No es difícil vaticinar que una buena parte de esas obras, a pesar de su precio -que no de su valor-, acabarán en la hoguera, más bien pronto que tarde.

Porque el arte no consiste en la perfección formal, hoy muy fácil de conseguir con ordenadores, programas de simulación y materiales muy dúctiles, sino, y sobre todo, en conseguir que su mensaje no se agote con el tiempo, lo trascienda, lo supere. Para ello, hay que expresar o intentar expresar algo que admita interpretaciones atemporales. Hay que saber crear para emocionar. Incluso, desde luego, para inquietar.

Puede comparar el visitante el autorretrato de Francis Bacon (realizado en 1987), por ejemplo, con la escultura de Enrique Marty (Curatadeus). Ambas son desagradables, hiperrealistas, inquietantes. Nos arriesgamos a decir que una de ellas superará el paso del tiempo; dejamos al lector adivinar cuál.

La culpa, si el lector está de acuerdo con la solución a este aparente dilema, no la tiene Marty, uno de los mejores artistas plásticos españoles, sino la capacidad de selección ejercida para sus obras, determinada por el propósito adivinable en su galerista y que encontramos ajena a los móviles genuinos del arte.

Sobre lo que pintan los críticos de arte

Dentro de la excelente iniciativa de sacar a la luz, en exposiciones temporales, diversas obras que permanecen ocultas en los ricos fondos que no forman parte del "núcleo duro" del Museo del Prado, se están restaurando y dedicando atención a obras de autores (fundamentalmente pintores) olvidados o poco conocidos del público.

Javier Barón Thaidigsmann, director de pintura del siglo XIX del Prado, impartió una excelente conferencia sobre A. de Beruete, un pintor paisajista madrileño que enseñó técnicas pictóricas y que incluso trató -e influyó- sobre Sorolla, junto al que pintó varios temas en Toledo.

Barón viene estudiando la pintura española del XIX desde hace años. Su tesis, dirigida por Germán Ramallo y leída en 1989, se centró en ese tema, en el que varios autores permanecían olvidados.

La presentación de Javier Barón, interesante y bien documentada, se distinguió, en especial, por una razón singularísima, respecto a otras charlas de críticos y profesores de arte. Aunque no dejó de presentar las cuestiones básicas de la vida del pintor -fue abogado de prestigio, era persona de "pudientes", no desdeñó un escarceo por el campo de la política- se detuvo, ante todo, en comentar su pintura: su técnica pictórica, el tratamiento del color y de las pinceladas, la evolución en la selección de los temas, etc.

A alguno de los oyentes nos hizo recordar a un maestro de la crítica de arte. El profesor Carlos Cid Priego (fallecido en 1998), que enseñó a varias generaciones de alumnos de la Facultad de Filosofía y Letras de Oviedo, a ver el arte, desde dentro, desde la posición del pintor. Para él, no era tan importante -sin que fuera de despreciar- la vida del artista, como la obra misma, a la que el crítico debería saber enmarcar en su época y en su tendencia, haberla estudiado para entender su evolución, sus razones artísticas, su técnica.

Javier Barón, al dar una visión integral de un artista poco conocido que, además, fue pintor de pequeños formatos transportables (pintaba directamente de la naturaleza), se alejó de los críticos de arte y comentaristas al uso, que atiborran a sus oyentes o lectores con apabullantes e inútiles pormenores de sus vidas, y se olvidan de enseñar a ver y a entender el pulso de la creatividad, el deseo del artista de mostrar una forma de entender la vida y pretender comunicarla.

Y al alejarse de ellos, se acercó, para abrazarla con fruición, a la genuina crítica de arte, dejando un magnífico sabor de respeto, conocimiento y prudencia, en el ambiente.

(Por cierto que, como es habitual en Madrid, la audiencia estaba compuesta fundamentalmente por gentes de la tercera edad y, dentro de ella, por mujeres. Aunque el aforo estaba prácticamente al completo, no deja de ser una lástima que la juventud se pierda enseñanzas como ésta, que tanto ayudan a mirar con otros ojos -los del que sabe y sabe decirlo- lo que nos rodea)

Sobre la capacidad de convicción

Capacidad de convicción y credibilidad no son conceptos idénticos, pero convergen a un mismo objetivo: subyugar la atención del otro, haciéndolo partícipe de nuestros argumentos.

El mundo publicitario está poblado de iconos que ofrecen credibilidad. De esa forma, se realiza un salto, un atajo, sobre la capacidad de convicción, porque no parece necesario exponer argumentos, sino, sencillamente, imponer sobre el que recibe el mensaje la fuerza expresiva, ética, de quien nos lanza el mensaje.

Esta utilización malsana de referencias emblemáticas en algún sector, para aplicarlas a otro, ha envenenado la mayor parte de los mensajes. El mercado ha asumido esta dislocación, al parecer, no solo sin problemas, sino con fruición. Rafa Nadal es un gran tenista, pero resulta convincente, al parecer, vendiendo seguros. Fernando Alonso no solamente nos hace vibrar de emoción -especialmente a los asturianos- subido a un Fórmula Uno, sino que, además, nos anima a resueltamente, como un imán, a abrir una cuenta en determinado Banco, con más poder que cualquier bancario.

Los ejemplos son múltiples, y, en ciertos casos, alcanzan lo cómico. Una actriz entrada en años se representa a sí misma (aparentemente) para hablar de sus pérdidas de orina y la forma, sino de corregirlas, de disimularlas; un otrora galán de comedias reconoce tener malas digestiones -en su fase de evacuación- y nos confiesa que ha superado lo que los franceses llaman constipation con un yogur que cuesta el triple que los demás de la estantería.

Pero sobre la aberración de hacernos confundir la capacidad de convicción, es decir, los argumentos, con la credibilidad de la persona, esto es, la capacidad de seducción, el ejemplo más preocupante nos lo dan, en estos momentos, los políticos y jefes de Estado. Para ser presidente hay que ser guapo o tener al lado una mujer que lo sea (y mejor, las dos cosas). Incluso para ser Papa hay que vestir como un figurín.

De los países europeos, muy pocos mandatarios se salvan, por desmañados o feos, de tener que utilizar la capacidad de convicción con más fuerza que su capacidad para adormecer al personal con su estética. Angela Merkel es nuestra favorita. Esta mujer tiene su encanto en las ideas y, viéndola exponerlas desde su escaso encanto físico, nos hace recuperar la inteligencia del que escucha, porque es interesante lo que dice, no cómo lo dice ni con qué envoltorios.

Sobre el arte de la crítica

La profesión de crítico de literatura, de arte, de cine, de teatro, de toros y de fútbol -por citar solo algunas de las más expresadas por sus detentadores, es uno de esos granos singulares del mundo laboral y cultural que han salido a nuestra sociedad.

Para empezar, hay que decir que la posición de crítico de -sea cual sea-, no se estudia en ninguna parte, sino que se la auto-atribuye el propio interesado. Po ello, la posición más ventajosa para alcanzarla, la tienen quienes disponen de un medio de divulgación. Los periodistas figuran entre esos privilegiados.

No nos referimos necesariamente a quienes han estudiado la carrera de expertos en información. Incluso puede ser un hándicap. Para escribir en un periódico, por ejemplo, no hace falta acreditar nada: es mejor ser amigo del director o de uno de los redactores y hacerse un hueco entre las páginas.

Los mejores críticos serían los autores. Solo ellos saben de las dificultades de la creación y solo ellos pueden valorar quienes son los que tienen las mejores técnicas, y aprecian los recursos utilizados, y no solamente los efectos. Al igual que en una clase, los alumnos saben bien quiénes son los mejores, entre los especialistas de una disciplina, quienes están más capacitados para conocer los que destacan, son los propios involucrados.

Son ideas que pueden parecer rebuscadas. Aunque solo habría que pensar en la diferencia, por ejemplo, entre la crítica de arte y el arte de la crítica. La segunda es imposible sin poesía. Para la primera, muchas veces, lo único que se utiliza es la mala leche.

Sobre la identidad sexual de los artistas

En un provocador artículo publicado en el otrora periódico para el rojerío, el siempre entretenido Félix de Azúa se inventa una identidad para Diego de Velázquez, apoyándose en una imaginaria investigadora que habría descubierto en un pueblo aún más perdido de Portugal la partida de bautismo del pintor, en la que quedaba en total evidencia que Diego era Isabel, y que, por tanto, su vida y una parte de su pintura, la que reflejaba su afición a auto-retratarse, un puro ejercicio de travestismo, entre el de Juana de Arco y George Sand.

Para quienes hemos sufrido durante años la obra estéril de la plaza de Ramales, acá en Madrid, en donde algunas fuerzas vivas (hoy ya muertas) se empeñaron en la búsqueda estúpida del cuerpo de Velázquez, como si lo fueran a encontrar incorrupto, lo que no se da ni siquiera con el brazo de Santa Teresa de España ni las calzas de Santo Domingo, este ejercicio de imaginación moverá a la sonrisa.

Primero, porque nos permitirá recordar que, cuando ya se llevaban unos cuantos dineros públicos en la excavación, surgió la luz de que tododios instruído y sensato ya sabía que el cuerpo del santo pintor no habría de estar allí, y no por mor de su levitación, teletránsito ni asunción a los cielos, sino porque se le había confinado en los jardines de los que gozaban las clausuratas de San Roque.

Segundo, porque la exploración inútil queda hoy enfrente del mamotreto de la Escuela de Música Reina Sofía, malterminada al fin a pesar de la maldición que pesa sobre la plaza de Ramales, luciendo sus quince centímetros de más, y dando a músicos y viajeros la visión sobre sobre unos restos de piedras alineadas al tresbolillo, cubiertas con un plástico de marquesina cutre y con acceso para desarraigados por la vía de unas escaleras llenas de mierda, todo al estilo de osvaisaenterar que soy ingeniero de contratas.

Pero lo que más gracia nos hace del irreverente artículo de Azúa es la referencia a la diarrea de oscura raigambre hispánica que agarró la familia del también pintor Francis Bacon, con esposa y dos hijas incluídas en la ficción, soltura de cuerpo de la que vendría su afición a pintar a sus queridos haciendo las necesidades corporales en retretes made in Roca.

Añade Don Félix, que la geometría del cubículo que habría ocupado Francis como empleadillo del Lloyd`s (Register?) era la misma que utilizaba para encuadrar con recintos imaginarios al Papa Inocencio X, gritando cagoenmimantu a mandíbula batiente. No se ha leído mayor escarnio en la interpretación de los motivos que guiaron a la fama al artista bisexual más famoso de estos convulsos tiempos.

Hace bien Félix de Azúa en llamar de esta manera la atención sobre sí, con performances literarias de las que no se salta un gitano. Estas que se le han ocurrido a él pero no han ocurrido a otros, son muy graciosas.

Las que se ofrecen en las Ferias de Arte, incluído Arco, ocupan más sitio, tienen menos chiste y por entrar a verlas te piden 32 euros este año de 2009. Una obra de teatro se puede disfrutar por mucho menos, y la lectura de un buen artículo toma tres minutos y su recuerdo puede durar toda la vida. ¡Velázquez y Bacon, presentes!

Sobre las ferias de arte y los inversores institucionales

No dudará nadie que cualquiera puede hacer arte en estos tiempos. Cualquier feria de arte, en todo caso, valdría para revalidar esta categórica afirmación. No es que el arte esté muerto, sino que se ha acercado a todos los humanos, para que artistas como artesanos, instruídos como vacuos, expertos como aprendices, disfruten del aroma embriagador de la creatividad. 

Para hacer arte, lo que no se puede es estar solo. Ni trabajar en lo pequeño. El arte se manifiesta mejor cuanto más grande; su valor es tanto más creíble cuando la obra es alabada por alguien con nombre compuesto, que haya estudiado las manifestaciones artísticas de los papúes, los niuyorquinos, tibetanos, iraquíes y georgianos, por ejemplo. En alguna universidad prestigiosa para formar historiadores de arte, radiólogos, economistas, o sociólogos, por supuesto.

Si dispone de un soplete, una soldadora, unas cuantas chapas laminadas en caliente o en frío y una grúa capaz de mover un par de toneladas -además de los elementos de seguridad que sean del caso, para no vaciarse un ojo con las virutas derretidas o troncharse una mano o un pie con un desbaste caído desde las alturas-, cualquier combinación de chatarra a la que ponga un nombre sugerente (vale "Sin título") será considerada como arte, y tanto más si consigue exponerla en el sitio adecuado.

Si conoce a alguien -¿usted mismo? ¡no nos lo podemos creer!-que haya trabajado o trabaje en una fundidora (hay tan pocas... pero tal vez incluso pueda hacerse con un crisol o una lingotera de segunda mano...) su creatividad se verá potenciada, porque, haga lo que haga, podrá poner nombres rimbombantes a las piezas con las que pruebe el funcionamiento del horno, y venderlas independientemente.

Puede empezar a hacerse famoso regalando sus primeras obras a la capital de su provincia, región o condado. En casa ni le cabrían; ni les gustaría tenerlas.

¿Hemos escrito sitio adecuado?. ¿Un museo de Artes Plásticas, por ejemplo? ¿Una plaza pública recién readoquinada? ¿El jól de entrada a una empresa en donde se decida el destino de nuestros ahorros?. Sí, sí, sí.

Los asesores de inversiones en arte de las instituciones que van a gastarse un par de cientos de miles de euros, o algún millón de la misma o equivalente moneda, no van a aconsejar a los incompetentes artísticos que se sientan en los sillones de hacer dinero que se compren obras pequeñas, o que representen figuras identificables (salvo las del prócer, el propietario o su madre). Preferirán, algo ininterpretable, gigantesco, que pueda servir de propaganda.

A la obra, pues. cuérdese de repartir el dinero que le paguen por su obra artística entre los que le han llevado hasta allí, incluídos los que han tenido la valentía inicial de poner su obra junto a los pobres ilusos que siguen creyendo que la estética, la formación artística, el mensaje coherente, y todas esas cosas del pasado, dan valor a la creatividad y, sobre todo, son incapaces de lanzarse a fabricar piezas descomunales, que no quepan más que en los grandes (físicamente) museos, las plazas principales de las ciudades, los estercoleros y sótanos municipales o como justificación de apoyo a la vanguardia artística de las fundaciones de bancos,  constructoras, aseguradoras, eléctricas y así.

Buena suerte. Dentro de un par de años, puede que Vd. sea un artista consagrado. Y si no lo consigue, no importa. Diga que ya lo es.

Sobre los artistas chinos del Yi, dentro del Chou xiang Yi shu

La conferencia pronunciada por la profesora Isabel Cervera, "Escritura, caligrafía y modernidad" en relación con la exposición presentada por La Caixa de una colección de obras de artistas chinos seleccionada por el Comisario Kao Min Lu, nos da pie para escribir sobre la Escuela Yi. Más que una Escuela, propiamente, se trata de un conjunto de artistas que trabajan dentro del "arte abstracto" (Chou xiang Yi shu: 抽象派) , entendido como opuesto al occidental.

El concepto Yi es, para Min Lu, un elemento descriptivo de la "percepción propia del artista". Yi, aparece como una contracción de los grafismos idea, intención, mente, y corazón, con relación con el Yi Li, principio mental y el Yi Chang, entorno mental.

No sería necesario, seguramente, explicar tanta etimología, sino fuera porque los creadores de la Escuela Yi, en su mayoría, parte de la escritura china -y, en algún caso (como, por ejemplo, en Tie Shú) de las letras del alfabeto occidental-, para crear otros grafismos sin sentido, pero que podrían o parecerían indicar algo. Son elucubraciones gráficas, nonatas grafías de conceptos imposibles, que, sobre todo en los visitantes chinos a la exposición -suponemos- causan especial estupor, porque se esforzarían, no estando advertidos, en descifrarlos.

Cervera inició su presentación con un dibujo de Xu Bing y un paisaje de Qui Shi Hua (1940-...). El primero representa la evolución del grafismo de "pájaro" ( , niǎo, y, evolucionado, 鳥) desde la escritura actual china hasta llegar un dibujo de un pájaro volando, proceso justamente inverso al que, con el paso de cientos o miles de años, provocó que, hoy en día, la imagen de un pájaro se esquematice de aquella determinada manera.

El paisaje que recrea Qui Shi Hua es, en principio, un lienzo en blanco. Solo con un esfuerzo de imaginación y concentración -imposible de realizar desde la fotografía del cuadro, que provocó risas de incomprensión en el auditorio-  se puede adivinar o intuir un conjunto de montañas, como levísimas notas de blanco grisáceo, que recuerdan la discusión sobre Arte que plantea Yasmina Rezha.

Pocos como Huang Yong Ping (1954-...) pueden dar alguna pista al observador de por dónde van para estos creativos las cosas. Por ejemplo, con su composición "La Historia del Arte chino (de Huan Go Ming) y una Breve historia del arte moderno, después de 2 minutos en la lavadora" (1987), de título auto-explicativo. Huang no es un aficionado cualquiera. Francés de nacionalidad, fundador del grupo Xiamen Dada, es profesor de Arte chino y una autoridad mundialmente admirada. Como pintor, escultor y autor de brillantes "performances" .

Sería muy interesante entrar en la discusión de la distinta percepción de los mensajes iconoclastas que, sin duda, están intrínsecos a la muestra de la creación china, en estos admirados -inicialmente, por supuesto, por los críticos estadounidenses- artistas. No es lo mismo, desde luego, observar los 4.000 caracterres imaginarios de Xi Bing, sin ningún significado, subvertidos, recogidos en su "El libro del cielo" o la cópula de dos cerdos (macho y hembra), en la que el macho lleva escritos en su lomo palabras imposibles seudo-inglesas con grafías occidentales y la hembra, signos que se asemejan a los chinos, pero nada dicen.

Lo ha indicado Cervera, en su charla docta: las galletas chinas que nos dan en los restaurantes a los turistas son, en realidad, un invento occidental incorporado a la "tradición" china. Y, como escribió Lu Yi para ser sabio, hay que Du wan juan shu, wan li lu; es decir: "Leer miles de libros, viajar miles de kilómetros".

Tanta creatividad no nos impedirá, sin embargo, a los escépticos, y amantes de la pintura "clásica" preguntarnos, ¿a dónde se pretende llegar?. Porque si no conseguimos separar la creación del artista de la producción del artesano o del ideólogo, nos moveremos en un entorno de confusión que les producirá a los críticos de arte mucha secreción de adrenalina, pero a los espectadores nos va a dejar sumidos en una desilusión y perplejidad muy poco reconfortantes.

Sobre vacas pintadas y mundo loco

Los primeros que pintaron una vaca con fines publicitarios fueron los de la vache qui rit, y se hartaron de vender quesitos que los niños comimos con dulce de membrillo a toneladas. Pintar una vaca es bastante incómodo, sobre todo si la vaca es tridimensional, y no digamos nada si, además, está viva. En este caso, incluso, la Sociedad Protectora de Animales posiblemente tuviera algo que manifestar.

Madrid tiene algo más de un centenar de vacas de plástico (fibra de vidrio reforzada) pululando por ahí, pintadas como Dios dió a entender a unos cuantos artistas y aficionados . Todas sirven para hacer propaganda de Madrid, y algunas para publicitar empresas y artículos más concretos. Las gentes curiosas han recogido el mensaje de lo insólito y se han lanzado a fotografiar esos rumiantes de mentirijillas, a veces a solas, a veces junto a la parienta, el novio o los chiquillos.

Puede que haya quien suscite la vacua polémica de si esos animales pacíficos cubiertos de colorines son arte o solo son un inútil mobiliario urbano más. Nosotros nos inclinamos por lo segundo, pero no vamos a presentar ninguna batalla, la damos por perdida desde el principio. Hace ya mucho tiempo que esta sociedad llama arte a lo que le sorprende, da igual que sea un frasco con mierda de artista, un rinoceronte rojo, un tiburón mal disecado o un lienzo blanco sin pintar o coloreado de azul.

Estas vacas, en fin, no están locas. Qué va. Los que estamos locos, definitivamente, somos nosotros... queremos decir, Vds., los que aplauden como excelente la inciativa de colocar en sitios céntricos unos cuantos bichos de barraca de feria, para que sean montados, acariciados, criticados, juzgados, elogiados. Todo mientras seguimos teniendo más temas pendientes en el panorama internacional, la crisis se agudiza, las guerras injustas se prolongan, los fanatismos nos separan aún más.

Sobre los museos, sus puertas abiertas y sus subsótanos

Hoy, dieciocho de mayo, los museos madrileños celebran un día de puertas abiertas. Miles de ciudadanos, ávidos de disfrutar de todo lo que se ofrece gratis, hacen cola para entrar de gorra en las pinacotecas. Después de aguardar un par de horas a que les den paso, atravesarán las salas a uña de caballo, apelotonándose ante las obras más famosas, y se irán a tomar una cerveza o un café, sintiéndose culturizados hasta el próximo terremoto.

Los museos han sucumbido ante la necesidad que tiene la política de encauzar el ocio, el aburrimiento y la incultura generales. La baronesa Tita Cervera, a menudo certera en su simpleza de rica cortejada, ha dado en el clavo al asumir una relevante posición como paladín de ese movimiento de estulticia: "No me importa el artista, sino la obra".

Estamos, justamente, en la posición contraria. Pero, nos apresuramos a atajar a malévolos, no por ello pretendemos ser considedos más inteligentes.

El arte moderno sobrevive prisionero de la iconoclastia de los artesanos más famosos, que han encontrado el beneplácito sistemático para sus tonterías creativas, estimulado por algunos comisarios y engordado por ciertos inversores, interesados ambos, más que en el valor del arte, en su precio.

Ricos inversionistas y avispados bancarios y banqueros, creando un clima de orgía artística con sus frotamientos recíprocos, animan a incultos representantes de las Administraciones públicas a participar en la carrera de desposeer de valor al arte, traduciéndolo en monedas contantes y sonantes.

En los subsótanos de los museos se mueve, en consecuencia, mucha mierda de artista, y no únicamente la que mereció ser embotellada por Mazoni.

Es necesario recuperar el contexto para la obra de arte. Para provocar atención sobre algo, hace falta poco: si hace ruido, un joven provisto de martillo siempre causará estupor al destruir un trabajo elaborado por quien mantenga los códigos sempiternos de la estética.

Porque para conmover desde adentro, ilusionar, motivar, estimular la reflexión, es necesario tener una idea,saberla expresar, conseguir despertar en otros la voluntad de permanencia por lo artístico y, con el paso del tiempo, volver a ser entendida y explicada, como testimonio del momento de la creación enlazado con la realidad del instante en que la obra se recrea al contemplarla.

Conocer el contexto del artista es, desde ese parecer, tan importante como contemplar su obra. Para muchas de las producciones modernas, el contexto de la creación del trabajo no hace falta. Lo ponen desde fuera, quienes invierten en bazofia y la llevan con todo boato a los museos, sabiendo que -en demasiados casos- solo están poniendo un precio a lo que  han hecho sus amigos o amiguetes. Sin excluir que también se esté estimulando a jetas y, de refilón, creando víctimas de encantadores de serpientes conspirando para alucinar a los que manejan el dinero.

 

 

Sobre Javier Bardem y los otros buenos actores españoles

A Javier Bardem le dieron en Los Angeles el primer Oscar a un actor español. Mejor actor secundario (?) por su interpretación en "No es país para viejos", de los hermanos Coen.

Este magnífico ejemplar de ser humano en varias facetas, ha tenido la gallardía de ofrecer su premio a "los cómicos españoles que llevaron la dignidad a nuestro oficio". Bardem, que ha aprendido la técnica de la actuación en casa y fuera de ella, que es de esos actores, como algunos otros grandes -pensamos en De Niro, Nicholson, Brando o Lee Jones- que se meten en la piel del representado para hacernos sentir la emoción desde dentro, con muy variados registros, se lo tenía merecido.

Y ha hecho muy bien en recordar, implícitamente, a toda una serie de magníficos actores y actrices españoles que, cuando han tenido un buen papel y una buena comercialización de su producto, han asombrado a los que valoran un buen trabajo para recontar una historia, haciéndola creíble. Paco Rabal, Penélope Cruz, Landa, Aitana Sánchez-Gijón, López Vázquez, Charo López, Fernando Fernán Gómez,...y un largo etcétera. Al menos, los cinéfilos españoles hemos disfrutado de ese saber hacer, asociado a películas inolvidables: Los santos inocentes, La niña de mis ojos, El abuelo, Mi querida señorita, La Soledad era ésto, etc.

Antes, en otra ocasión dentro del camino a este éxito, había tenido ocasión de declarar que para su papel de malo se había inspirado en el actual Presidente de Estados Unidos, Mr. Bush. No ha sido, evidentemente así, pero es que un gran actor, cuando interpreta su propio papel, el de ser humano al margen de las bambalinas, tiene algún derecho a plasmar su emoción en una boutade, para que, como hacemos en la vida real, saquemos interpretaciones desde nuestra inteligencia de espectadores.

Felicidades desde Alsocaire, compañero. Y eso que la película por la que te han dado el premio no pasa de ser una mediocridad y tu actuación en ella, desde luego como actor principal y no de secundario, dista de estar a la altura de otras memorables interpretaciones tuyas. Pongamos como ejemplo, ese Sampedro tetrapléjico en Mar adentro.

Sobre los premios Goya y su relación con la elegancia hispana

Si hay circunstancias o momentos en los que adquiere mayor expresividad el reflejo de lo que hoy es typical spanish, una de ellas es la ceremonia de reparto de los premios Goya a la industria cinematográfica. Hay detalles de bulto, de matiz y de concepto, que marcan la diferencia.

En primer lugar, ¿qué se pretende?. Elevar el prestigio del cine patrio, de sus actores y de sus artífices, sería la respuesta obvia; llamar la atención sobre la producción española y sus mejores películas y personajes.

¿Se utilizan los medios adecuados?. Juzgue el espectador. Se ha preparado una ceremonia en la que se desarrolla un espectáculo posiblemente costoso, pero sosete, falto de ritmo y, en muchos momentos, chabacano. Los presentadores de cada premio actúan con cortedad y poca gracia, en general. Una parte excesiva de los chistes y caracterizaciones del conductor del programa son groseros. Se ridiculiza aquello que se desea prestigiar: a la Asociación, a su presidente, a los creativos más respetados y a los actores y actrices más conocidos, amparándose -suponemos- en que "el público lo demanda". La sangre vende mucho y las películas de terror son las prefridas del "respetable".

Hay detalles a tono. No se conceden premios a películas extranjeras "porque no vienen a recogerlos". Pocos de los galardonados están vestidos para una ocasión de gala; los sincorbata y hasta los convaqueros proliferan. Las palabras de agradecimiento de quienes recogen los premios son propias de un colegio infantil, salvo excepciones que, por supuesto, asombran. (¿Es que todos los que asisten a la gala no creen tener la mínima oportunidad de que les den algún premio?)

Lo de menos es ya, seguramente, que los galardones se concentren reiterativamente en dos o tres películas, -con criterios indescifrables para el espectador culto-, o que la Academia esté a punto de conceder el premio al mejor actor a un niño de seis años, o que se traduzcan tan a las claras las tensiones internas por las que vive y muere la institución que parece que ese fuera el hilo conductor del espectáculo.

Lo de más, es que los premios Goya reflejan lo que no querríamos que pensaran de nosotros, los españoles, en una ceremonia: que no somos ingeniosos, que no nos lo tomamos en serio, que los premios están decididos de antemano por gentes que se complacen en alardear de que disponen de escasa imaginación y afilados cuchillos.

Sobre la mirada del espectador y el valor del arte

La mayor parte de la gente tiene en su casa unas pocas litografías que reproducen algunas obras famosas, enmarcadas con unos listones de pino simulando tafiletes. Los impresionistas franceses son los más solicitados (Van Gogh, Degas, Matisse). Otros se deciden por escenas de caza de resonancias británicas, con gentes de casaca roja abatiendo ciervos entre jaurías.

A veces, hay óleos de inconfundible olorcillo a principiante en el manejo del pincel que representan paisajes imaginarios e imposibles, casas de labranza inhabitables, hórreos tambaleantes o señores que son guiados por burros deformes a estrellarse contra un frente de árboles inidentificables. El visitante debe elogiarlos sin dudar, porque habrán sido pintados por el propietario o propietaria del piso, un sobrino amado, o comprados como ganga en un rastrillo de Navidad.

Cualquier persona sensata nos indicará que la valoración del arte tiene un componente fundamentalmente subjetivo y, por tanto, variable con las personas, las épocas, las tendencias. Lo subjetivo es vulnerable, veleidoso y fatal, porque no se deja explicar con serenidad, y tiene un elemento final de resistencia inexpugnable. Es cuando el que debería declararse vencido, espeta al entendido: "Pues a mí me gusta".

La mala educación en la contemplación del arte tiene su origen én tiempos relativamente modernos, cuando el deseo del artista de llamar la atención sobre lo que tiene que decir o su forma de decírnoslo, se tergiversó asociando arte a escandalizar. La facultad de escandalizar se consume muy rápidamente, sin embargo, y lo que nos queda es la obra vacía, desprovista del arte que nunca debió atribuírsele.

Nos escandalizó Warhol con su vida disipada, su homosexualidad creativa, sus fiestas con los ricos, su mundo de drogas en el que los objetos cotidianos se engrandecieron y ocuparon más espacio del que estábamos acostumbrados a atribuirles. Nos escandalizó Manzoni con sus mierdas de artista enlatadas. Nos escandalizó la combinación de ricos exóticos dispuestos a pagar cifras exorbitantes por tuburones mal disecados y la buena capacidad de Damien Hirst (y su marchante) para convencerles de que esas piezas únicas podrían servir como billetes de intercambio entre los plutócratas.

Pero lo que da valor a la obra de arte es, será siempre, la mirada del espectador. Y esa mirada cobra su dimensión desde la cultura, que es la misma plataforma desde la que debe crear el artista.