Sobre el arte comestible de Antoni Miralda
Ese espacio magnífico para exposiciones de grandes piezas que es la Casa de Velázquez, en el Parque del Retiro de Madrid, ha reabierto sus puertas, luego de una remodelación estupenda, con una selección de obras de un artista plástico complejo, imaginativo, mordaz, inimitable: Antoni Miralda.
Las obras de Miralda no están destinadas a los críticos de arte, sino al gran público, es decir, a los que no entienden ni quieren entender de arte, pero sí saben captar un mensaje cuando se les presenta arropado con la técnica de comunicación adecuada.
Y Miralda sabe comunicar, vaya si lo sabe. Desde una experiencia personal que conjuga el rechazo hacia lo que carece de sentido, aunque nos lo hayan presentado como coherente una y mil veces, su exposición en la Casa de Velázquez es una demostración de la capacidad de un buen escenógrafo para contar una historia, o varias, sin necesidad de personajes.
Porque los personajes son el mismo público, de todas las edades, con cualquier formación, que, ya desde los primeros contactos con la obra, se convierte en cómplice de lo presentado. Algo muy bien captado y expresado por algunos de los comentarios que ha suscitado la exposición.
Se trata de un arte comestible en el más amplio sentido de la expresión. Un éxito del Museo Reina Sofía que, por otra parte, regala entradas gratuitas para el Museo a quienes se acerquen, por curiosidad o por devoción, a uno de los lugares más adecuados de Madrid para presentar un hápening inteligente y disfrutar, de otra manera, de una mañana de domingo, acompañando el lúcido pensamiento de uno de nuestros más provocadores esconógrafo-escultores vivos. (Antoni Miralda, Tarrasa, 1942)
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