Tapiceros, sastres, restauradores y cirujanos plásticos
He agrupado en el título del Comentario cuatro profesiones muy dignas, con un excelente presente y un brillante porvenir, que encuentro emparejables, en el mismo orden en que las tengo dispuestas.
Los tapiceros y los sastres trabajan recubriendo con tejidos -en algún caso, con cueros- un material que les viene dado como base. No son, en general, ni diseñadores ni modistos: su trabajo, en relación con el cliente, consiste en ayudarle a seleccionar el recubrimiento que permita lucir con eficacia el mueble o el cuerpo que se le confía.
Un buen trabajo de tapicería como de sastrería se nota por el cuidado con el que se han cosido y rematado las distintas capas de tejido, por el ajuste perfecto al chasis corpóreo, por el satisfactorio encaje de las telas y adornos a las peculiaridades del objeto que se ha entregado a sus hábiles manos.
Su trabajo ensalza la pieza, subraya lo noble de la estructura, embellece lo que existe, haciéndolo más bello, confirmando su esencia.
En cuanto a los restauradores y cirujanos plásticos, habrá que empezar indicando que, siendo de varios tipos, pueden encajarse, sin grandes distorsiones, en dos categorías: los que empeñan su arte en reconstruir fielmente lo que entienden existía antes del deterioro, bien sea fortuito, accidental o por el simple uso, de los objetos y sujetos; y los que, bien por indicación del cliente o por su propia vocación artística, utilizan la materia que tienen entre manos para desplegar su inventiva, sirviéndose del chasis para crear un elemento nuevo.
Tengo mucho cariño hacia los restauradores, y en especial, a los que se dedican a devolver a la vida los muebles y enseres que otros tiraron a la basura, porque ya no les servían o porque ya no les gustaban. Qué puedo decir, que no sea positivo, de los cirujanos plásticos que reconstruyen narices rotas por accidentes, bocas belfas o leporinas, ojos estrabos, piernas corvas o recuperan formas destruídas por mastectomías, por reducir a pocos ejemplos elegidos al azar el trabajo de reparación de los que han estudiado ciencias médicas.
Por contra, no le veo la gracia a quienes dicen crear arte desde la basura, pegando, soldando o amontonando clavos, cadenas, bombas, válvulas, neumáticos y quién sabe cuánta porquería, para, en su dicción, conmover nuestras conciencias y menos aún entiendo que puedan exhibirse en espacios públicos y museos los productos de sus elucubraciones derivadas de un síndrome de Diógenes no reconocido.
Y tampoco le veo gracia, ni como paciente ni agente, a las reformas del cuerpo que la naturaleza le ha dado a cada uno, incrustándose en él prótesis, metiéndose por cualquier parte líquidos, estirándose hasta las orejas para disimular por poco tiempo arrugas y plegaduras.
Pocas son las veces en que un rostro remodelado a golpe de bisturí recupera la donosura que tenía antes de caer en las garras de la búsqueda de la imposible eterna juventud; desgraciados los senos que, vueltos más grandes o más pequeños por virtud de eliminaciones sebáceas o prótesis de silicona, son mostrados por sus llevadoras (o llevadores) como pretexto para seducir mejor; qué decir de glúteos añadidos, abalorios incorporados, adornos sin prestancia. tapetes de ganchillo, reinenciones de avíos. Son inexpresivos, huecos, engañan sin gracia.
Prefiero, con los ambages expresados, a los sastres y a los tapiceros frente a los restauradores y cirujanos plásticos. Así van mis gustos, pese a quien moleste.
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