Sobre los premios Goya y su relación con la elegancia hispana
Si hay circunstancias o momentos en los que adquiere mayor expresividad el reflejo de lo que hoy es typical spanish, una de ellas es la ceremonia de reparto de los premios Goya a la industria cinematográfica. Hay detalles de bulto, de matiz y de concepto, que marcan la diferencia.
En primer lugar, ¿qué se pretende?. Elevar el prestigio del cine patrio, de sus actores y de sus artífices, sería la respuesta obvia; llamar la atención sobre la producción española y sus mejores películas y personajes.
¿Se utilizan los medios adecuados?. Juzgue el espectador. Se ha preparado una ceremonia en la que se desarrolla un espectáculo posiblemente costoso, pero sosete, falto de ritmo y, en muchos momentos, chabacano. Los presentadores de cada premio actúan con cortedad y poca gracia, en general. Una parte excesiva de los chistes y caracterizaciones del conductor del programa son groseros. Se ridiculiza aquello que se desea prestigiar: a la Asociación, a su presidente, a los creativos más respetados y a los actores y actrices más conocidos, amparándose -suponemos- en que "el público lo demanda". La sangre vende mucho y las películas de terror son las prefridas del "respetable".
Hay detalles a tono. No se conceden premios a películas extranjeras "porque no vienen a recogerlos". Pocos de los galardonados están vestidos para una ocasión de gala; los sincorbata y hasta los convaqueros proliferan. Las palabras de agradecimiento de quienes recogen los premios son propias de un colegio infantil, salvo excepciones que, por supuesto, asombran. (¿Es que todos los que asisten a la gala no creen tener la mínima oportunidad de que les den algún premio?)
Lo de menos es ya, seguramente, que los galardones se concentren reiterativamente en dos o tres películas, -con criterios indescifrables para el espectador culto-, o que la Academia esté a punto de conceder el premio al mejor actor a un niño de seis años, o que se traduzcan tan a las claras las tensiones internas por las que vive y muere la institución que parece que ese fuera el hilo conductor del espectáculo.
Lo de más, es que los premios Goya reflejan lo que no querríamos que pensaran de nosotros, los españoles, en una ceremonia: que no somos ingeniosos, que no nos lo tomamos en serio, que los premios están decididos de antemano por gentes que se complacen en alardear de que disponen de escasa imaginación y afilados cuchillos.
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