Sobre Turner, pintor de paisajes, escenógrafo y fotógrafo
Los libros de arte se siguen refiriendo a William Turner (1775-1851; exposición de 42 de sus obras en Madrid, Museo del Prado, del 22 de junio al 19 de septiembre de 2010) como pintor de la luz.
Son muchas las enseñanzas que se pueden extraer del método y la forma de ejecución por parte de este genial artista británico, que, impulsado por su análisis profundo de las técnicas y móviles de algunos de los mejores pintores que le habían precedido, resultó precursor de dos corrientes, dos formas de captar y entender el entorno, cuyos equívocos nombres las han convertido en antagónicas, cuando, en realidad, son complementarias: impresionismo y expresionismo.
Como toda exposición de pintura, hay que verla; no tiene sentido contarla, aunque el trabajo de David Solkin y Javier Barón ayuda bastante a ordenar las ideas de quienes pretendemos escribir sobre ella.
Y se ha escrito ya mucho, especialmente desde que el periodista-sociólogo Vicente Verdú, (con el que generalmente estamos de acuerdo) en un periódico de amplia difusión, ha calificado de "impostor" a Turner, invitando a desenmascararlo como un copista sin inspiración.
En este caso, se trata de una opinión imposible de compartir, como lo demuestra la repulsa generalizada que ha provocado. Si proviniera de otras fuentes, parecería destinada exclusivamente a llamar la atención, llevando el paso cambiado en el desfile de la compañía, sabiendo que, en estos tiempos iconoclastas se aplaude mucho a quien salta con la payasada o disfruta siendo el mozo del martillo.
Un artista profesional, y tan excepcionalmente prolífico como lo fué Turner, deja múltiples huellas para poder descubrir o intuir sus razones. En su caso, además, como profesor que fue de pintura, incluso algunas claves escritas.
Por ejemplo, de su concepción del cuadro como fotografía -dicho esto en el sentido literal del término foto-grafía-, pero no al estilo de esos desventurados turistas que, cámara en ristre, van poniendo el careto ante cada monumento de su Petit tour. Sus cuadros sobre el incendio del Parlamento de Londres, desde varios ángulos, y con sus alumnos como testigos, evidencian que lo importante de cada momento es lo que se siente, no lo que permanece a la vista para otros.
Turner pintó muchos paisajes, casi todos ellos reinventados en su taller, a partir de miles de notas que realizaba en el campo. El paisaje, con su ropaje esencial, la luz, queda así convertido en un elemento de representación, que puede ser protagonista o servir de figura secundaria para ensalzar otro mensaje dramático.
Podemos así comparar la representación del paisaje como personaje principal, en cuadros como la Tormenta de nieve o Galerna en el mar, en el que la naturaleza muestra su fuerza a partir de la distorsión agresiva de los elementos, o el paisaje como base escenográfica para resaltar momentos en los que el dramatismo está en lo que están ejecutando las figuras humanas, como en la Entrega de las armas y los niños de los habitantes de Cartago a Roma.
Si Turner se inspira en las arquitecturas de los pintores italianos para sus ciudades reinventadas -siempre al borde del agua-, en los paisajes campestres se siente mucho menos vinculado a la realidad y a precedentes, y acaba, por ello, dibujando fantasmas de paisajes, almas de luz y color que no pueden ya ser habitadas, sino simplemente, sentidas.
Otra perspectiva magníficamente esclarecedora, al menos para las personas sensibles, es la percepción de la obra de arte como elemento de diálogo, no ya con el espectador de la misma, sino con su entorno y con otras obras.
Cuando Turner incorpora una boya roja -después de verla junto a la obra, más inspirada como mensaje en sí misma, de Constable- a una de sus marinas más convencionales, lanza lo que Constable interpreta certeramente como "una bala de cañón" sobre su coloreada obra, y, con ello, está saltándose los límites físicos del cuadro, para lanzar un mensaje fuera de él.
No es una copia, ni una interpretación del cuadro de ningún otro autor; es algo mucho más sutil, un guiño al espectador inteligente, subordinando su obra a la del rival, para ganarle la mano, utilizando su creación en beneficio propio, sin dañar a ésta.
Obliga a un matrimonio de conveniencia de su obra con la del otro. Será necesario, a partir de ahora, verlas juntas para entender el mensaje que uno de los artistas quiso dar. Turner no es mejor aquí que Constable; se aprovecha del trabajo del otro artista, para llamar la atención sobre el suyo, enlazándolas. Si no figuraran juntas, ambas obras, la de Turner pasaría, en este caso, desapercibida. Al dotarlas de una explicación, pasa a primer plano, el objetivo: hacer reflexionar sobre el valor emocional de la foto-grafía.
El protagonista, en esta situación y cualquier otra parecida, es el comisario de la Exposición, aquel que pone en diálogo ambas obras. Y de eso se trata, en el fondo, con "Turner y los maestros" (Por cierto, no "Turner y sus maestros"): de hacer de los comisarios, de los que seleccionan las obras para ser expuestas, protagonistas.
Es la hora de los seleccionadores, que también tienen su propio lenguaje y sus ganas de expresarse y que, tal vez, hasta ahora, no nos habíamos percatado de su influencia para hacernos ver otros impactos de la evolución artística.
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