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Al Socaire de El blog de Angel Arias

Sobre la enfermedad senil del teatro

Al teatro (como arte escénica) le pasa algo parecido al estado en que se encuentra la prensa escrita. Sus contenidos son imprescindibles, los buenos profesionales lo encuentran como el modo de expresión idóneo para poner de relieve su capacidad. Pero les falla el formato. El cine e internet les están comiendo la tostada, y a medida que pasa el tiempo, es difícil sustraerse a la sensación de que su pasada época floreciente no se recuperará ya.

Los esfuerzos de los propietarios -y, en algún caso, de los mismos empleados, actores, periodistas- de teatros y periódicos impresos son importantes para captar al público. Las obras teatrales se representan ahora, con frecuencia, con un lío de tramoyas que hace difícil captar el mensaje, por debajo (o por encima) de la complejidad de escenarios móviles, artefactos con efectos especiales, luces, vídeos, voces en off y en poff e intervenciones desde y por el público.

Para aligerar costes, y siempre que se encuentre un actor o actriz que sea querido por el público por ser buen monologuista o haber participado en una serie de televisión, se lanzan con demasiada frecuencia representaciones de un solo personaje que aguanta el tipo entre luces y bambalinas, mezclando lágrimas y chistes.

Ah, y cuando se recupera alguna obra de autores difuntos, a los que ya no hay que pagar derechos, se les da la vuelta por mor de la actualización o adaptación de diálogos, personajes y entornos, dejándola casi irreconocible, sepultada bajo una barahúnda de fru-frús, saltos, desnudos de los actores (y, sobre todo, de las actrices) animales en escena y rayos vengadores, aunque no del estropicio que se haya hecho del texto.

Habría que recuperar el núcleo genuino del teatro. No -en nuestra opinión, haciendo ver que el teatro es ficción, porque eso es una perogrullada. Cualquiera que se sienta en una butaca ante un escenario, para observar a unos actores, cuya historia personal no ignora, representar historias que manifiestamente no son sus vivencias, sabe bien a lo que ha venido. A ser testigo de una ficción.

Pretende que, con la interpretación y, sobre todo, con el texto, se le traslade hasta el alma un mensaje. El teatro es, así, el vehículo de la palabra, reforzando, con las buenas interpretaciones, la asimilación de su contenido por el espectador.

Puede que hace unas decenas de años se valorara mucho la reproducción relativamente fidedigna en el escenario de una habitación, una sala de estación, un trozo de paisaje. Hoy, ya no. El cine domina la ciencia del trampantojo, del engaño visual, de una manera que el teatro de puede igualar. Ni falta que hace. Porque la fuerza del teatro, ahora más que nunca, no descansa en las imágenes.

Hemos visto recientemente en Madrid dos obras que tratan de presentar, de muy distinta manera, aspectos del cómo del teatro. En Por el placer de volver a verla (de Michel Tremblay), dos actores se esfuerzan en dar credibilidad a un mensaje de transustanciación cuya clave es traer a la escena una madre muerta cuya vida ha sido de lo más vulgar, dicho sea de paso.

En Realidad (de Tom Stoppard), son siete los actores que entrecruzan sus galimatías, jugando a ser, ora personajes reales, ora imaginados (o sea, actores que son actores), mientras el escenario se compone y recompone con frenesí de poleas, luces y otros efectos especiales, 

Las interpretaciones, en ambos casos, son notables. El texto de la primera obra es flojo. El de la segunda, pasa por momentos anodinos, que se mezclan con otros interesantes. En las dos, hay unos a modo de cojines que los actores mueven como posesos, para hacerlos figurar -se supone- como muebles, sofanes, camas o simples apoyos a los, a fuerza del ejercicio físico, agotados cuerpos.

El mensaje teatral es lo que falla en ambos (mucho más, desde luego, en la primera de los obras, notablemente peor, incluso fallida). El espectador moderno ya lo conoce de sobra. Que el teatro es ficción, que los actores representan a sí mismos y a los personajes, que las historias reales y las inventadas se entnremezclan e interfieren, lo sabe todo el mundo.

La enfermedad senil del teatro es considerar al cine como su enemigo. En absoluto. Tiene hueco propio. Hay que convencer a los autores que, en lugar de querer profundizar en las esencias del teatro, escriban obras de teatro, para ser representadas. Nada más. Que nos dejen poner el resto a los actores y a los espectadores. Ah, y no hace falta que nos los hagan desnudar para ese empeño.

Un desnudo o semidesnudo de un señor o señora de carne y hueso, a tres metros de las narices, en un teatro, aunque se nos diga que no es él sino lo que representa, no produce el mismo efecto que en la pantalla. Queremos decir, para nuestra sensibilidad, no es ni justificado ni agradable (salvo en programas de varietés, lo que no era el caso).

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