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Al Socaire de El blog de Angel Arias

Sobre la mirada del espectador y el valor del arte

La mayor parte de la gente tiene en su casa unas pocas litografías que reproducen algunas obras famosas, enmarcadas con unos listones de pino simulando tafiletes. Los impresionistas franceses son los más solicitados (Van Gogh, Degas, Matisse). Otros se deciden por escenas de caza de resonancias británicas, con gentes de casaca roja abatiendo ciervos entre jaurías.

A veces, hay óleos de inconfundible olorcillo a principiante en el manejo del pincel que representan paisajes imaginarios e imposibles, casas de labranza inhabitables, hórreos tambaleantes o señores que son guiados por burros deformes a estrellarse contra un frente de árboles inidentificables. El visitante debe elogiarlos sin dudar, porque habrán sido pintados por el propietario o propietaria del piso, un sobrino amado, o comprados como ganga en un rastrillo de Navidad.

Cualquier persona sensata nos indicará que la valoración del arte tiene un componente fundamentalmente subjetivo y, por tanto, variable con las personas, las épocas, las tendencias. Lo subjetivo es vulnerable, veleidoso y fatal, porque no se deja explicar con serenidad, y tiene un elemento final de resistencia inexpugnable. Es cuando el que debería declararse vencido, espeta al entendido: "Pues a mí me gusta".

La mala educación en la contemplación del arte tiene su origen én tiempos relativamente modernos, cuando el deseo del artista de llamar la atención sobre lo que tiene que decir o su forma de decírnoslo, se tergiversó asociando arte a escandalizar. La facultad de escandalizar se consume muy rápidamente, sin embargo, y lo que nos queda es la obra vacía, desprovista del arte que nunca debió atribuírsele.

Nos escandalizó Warhol con su vida disipada, su homosexualidad creativa, sus fiestas con los ricos, su mundo de drogas en el que los objetos cotidianos se engrandecieron y ocuparon más espacio del que estábamos acostumbrados a atribuirles. Nos escandalizó Manzoni con sus mierdas de artista enlatadas. Nos escandalizó la combinación de ricos exóticos dispuestos a pagar cifras exorbitantes por tuburones mal disecados y la buena capacidad de Damien Hirst (y su marchante) para convencerles de que esas piezas únicas podrían servir como billetes de intercambio entre los plutócratas.

Pero lo que da valor a la obra de arte es, será siempre, la mirada del espectador. Y esa mirada cobra su dimensión desde la cultura, que es la misma plataforma desde la que debe crear el artista.

 

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