Sobre el arte como creación o como enredo
Una vez más, Madrid acoge Arco, la Feria de Arte más importante de España. No se trata de una exposición, ni las obras que se pueden observar corresponden a una corriente artística determinada. Es un mercado, en el que varios galeristas ofrecen obras para que, sobre todo, los nuevos ricos y los despistados puedan decorar sus salones con piezas singulares.
La elección es, desde luego, muy complicada. No podrá tomar la decisión de comprar un hermoso candelabro hebreo montado sobre una metralleta Uzi, obra del genial provocador Eugenio Merino, porque ya fue adquirida, según su autor, por una compradora belga, al simbólico precio de 45.000 euros. Pero puede hacerse con una escultura en poliuretano, que representa una pirámide humana, a tamaño natural, formada por tres devotos en oración, puestos uno encima del otro: musulmán, cristiano y judío ortodoxo.
El tamaño de las obras y el vacío en rededor parece importante para los 200 galeristas que exponen sus mejores bazas en esta feria de las vanidades de los compradores. Hay poco arte, entendido en el sentido tradicional -si es que puede admitirse esta expresión sin entrar en complejas explicaciones- y bastante enredo, es decir, obras sin mensaje trascendente, preparadas para provocar sentimientos de corta duración: asombro, asco, repulsa, inquietud.
No es difícil vaticinar que una buena parte de esas obras, a pesar de su precio -que no de su valor-, acabarán en la hoguera, más bien pronto que tarde.
Porque el arte no consiste en la perfección formal, hoy muy fácil de conseguir con ordenadores, programas de simulación y materiales muy dúctiles, sino, y sobre todo, en conseguir que su mensaje no se agote con el tiempo, lo trascienda, lo supere. Para ello, hay que expresar o intentar expresar algo que admita interpretaciones atemporales. Hay que saber crear para emocionar. Incluso, desde luego, para inquietar.
Puede comparar el visitante el autorretrato de Francis Bacon (realizado en 1987), por ejemplo, con la escultura de Enrique Marty (Curatadeus). Ambas son desagradables, hiperrealistas, inquietantes. Nos arriesgamos a decir que una de ellas superará el paso del tiempo; dejamos al lector adivinar cuál.
La culpa, si el lector está de acuerdo con la solución a este aparente dilema, no la tiene Marty, uno de los mejores artistas plásticos españoles, sino la capacidad de selección ejercida para sus obras, determinada por el propósito adivinable en su galerista y que encontramos ajena a los móviles genuinos del arte.
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