Sobre las obligaciones implícitas del comprador de obras de arte
Ningún artista plástico -supuesto que se encuentre en su sano juicio o que no se proponga llamar con el hecho la atención sobre el resto de su creación-, destruiría su obra después de haberla realizado.
La razón, expuesta de manera simple, es que la creación artística se realiza para venderla luego y así comer o vivir algo mejor, o para intentar trascender a esa pejiguera que es la muerte propia a través de la obra; si se quema, se destruye la posibilidad de realizarlas, una, o ambas.
Pero como en todo se pueden hacer trampas, el objetivo de conseguirlos (pasta o gloria), puede llevar a pretender llamar la atención, en especial si se es mediocre, a base de performances y happenings, de las que una de ellas supone revelarse como artista pirómano.
Se desvía así el foco de interés del espectador desde la obra al creativo.
En Mérida, en México, existe desde 2007 una galería, Da Burn, en la que los artistas son invitados a quemar sus obras, en una ceremonia preparada por el propio autor y ante un público que gradúa sus emociones desde la sorpresa, el escepticismo, hasta el rechazo.
La mayoría son obras destinadas conceptualmente al fuego por el propio artista, como sucede con las fallas, con lo cual se seleccionan los efectos en relación con el momento que se producirá cuando se quemen. En la justificación oficial, se indica que "los artistas queman por muchas razones: cierran ciclos, marcan tiempos o concluyen con una identidad". Sin contar con que existe placer en el fuego, como pirómano y como contemplativo. ¿Quién no disfruta viendo arder troncos y trozos de muebles viejos en una parrilla?
Después de esta introducción, volvamos a la idea central de que un artista "normal" no vendería ni entregaría su obra a un interesado que le manifestara su propósito de destruirla de inmediato.
El lector puede utilizar su pleno derecho a poner matices o encontrar excepciones a esta reflexión, pero debe reconocer que la inmensa mayoría de los pintores, escultores, fotógrafos -profesionales como aficionados; geniales tanto como burdos- desearían que sus obras sean conservadas adecuadamente por el comprador o por su poseedor y, si fuera posible, expuestas en salas con el mayor acceso de público posible.
Así que cuando vende, directamente o por intermedio de su marchante una obra de arte, no la vende entera, no se realiza la operación sin condición.
Existe una condición implíticita en la transacción. Que la cuide y conserve en óptimo estado mientras esté en su poder. La operación adquiere la característica peculiar de una compra-venta con obligación de custodia, aunque sin que su incumplimiento apareje la aplicación de penalidad alguna, ni iluminara la vigencia sobrevenida de una cláusula de rescisión. No cabe al artista la opción de considerar rescindida la venta a petición del artista, si la guarda no está siendo correcta, pero la obligación subsiste.
La obligación de su conservación por parte de su poseedor es una característica intrínseca a la obra de arte. Es, por su esencia, una obligación ética con el artista y, en el caso de las obras de arte magistrales, con la sociedad actual y con las generaciones venideras.
No tiene sanción legal, pero su incumplimiento merece la reprobación de todos los amantes del arte y no solo el disgusto del artista (si vive para contarlo).
Otra faceta de la cuestión es la desaparición continua de objetos y obras de arte, constante delatora del aprecio variable de sus poseedores, públicos como privados. Unas veces, se los sustrae de museos y galerías por el descuido o la fuerza; otras, se adquieren para adornar una sala de rico en combinación con los sofás; no son pocos los pedestales de nuestros parques que no tienen la escultura que sostenían, destruídas al cambiar el signo de los tiempos, obligadas a compartir espacio con máquinas y aperos de mantenimiento, o desaparecidas entre la ignorancia y el desdén.
Ni siquiera está libres los museos de ver esfumarse de sus territorios las obras más pesadas: aún no se encontraron los primeros cuatro bloques de acero de 38 toneladas fundidos por Richard Serra para el Reina Sofía, y que había costado otras tantos millones de pesetas (600.000 euros). El artista entregó una réplica, a coste cero. El arte no tiene precio y, por ello, se mueve inseguro entre el aprecio y el menosprecio.
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