Consentimiento informado, ¿dígame?
La Ley 41/2002, Reguladora de los derechos del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica, contiene en su Capítulo II, los elementos de una consecuencia fundamental derivada del derecho individual a decidir por sí mismo, en relación con el tratamiento de dolencias, enfermedades y cualesquiera actuaciones de terceros, aún provistos de las mejores intenciones y de los mayores conocimientos, sobre nuestro cuerpo: el consentimiento informado.
Las dos palabras parecen decir mucho, pero pueden quedar vacías de contenido si se atiende a la tremenda desproporción de ambos mundos: el del personal sanitario y el del paciente, (admitiendo por tal denominación, sin reticencias, a la persona que demanda la atención sanitaria).
El conocimiento y la praxis están del lado de los médicos. La necesidad, el dolor, la angustia, de la parte del paciente, de su familia y demás allegados afectivos. El uso correcto del vocabulario y terminología adecuados, la capacidad para elegir la óptima entre el arsenal de opciones, residen exclusivamente en el personal sanitario. El dominio del tiempo, y el control del uso de todos los recursos hospitalarios, también.
Los pacientes ponen de su parte la urgencia, la desorientación, y, por encima de cualquier consideración, la necesidad y el deseo ferviente de ser curados. No es poco, pero no deberían ser utilizados por ello.
No hace falta pormenorizar las situaciones para entender, porque todos hemos vivido algunas, que entrar en un hospital -de gestión pública o privada- significa introducirse con un hándicap grave -la enfermedad, la dolencia, la herida- en un mundo poblado de seres superiores, regido por una disciplina que tiene misteriosas cadencias, en la que los que más mandan han adquirido la categoría de divinidades.
En él, los dolientes y sus familias son personajes de estratos inferiores, admitido así por ellos mismos, sin que nadie se lo tenga que imponer, que están predispuestos a emplear el tiempo que haga falta, renunciar a lo que sea preciso, admitir lo que se les diga, con tal de que les curen.
Y si, como es por fortuna, la consecuencia de muchos de los tratamientos médicos en este momento de la tecnología -dejando a un lado que tenemos fecha de caducidad-, que el encuentro entre ambos mundos se finaliza con éxito, esto es, si se nos cura, si se cura a los que amamos, pasamos a ser portadores de un sentimiento de infinita gratitud hacia los expertos que han obrado el milagro.
Enterrados en el lodo de la ignorancia y, también, de la ocultación consciente, quedan los historiales de fracasos, los episodios de desencuentros totales, que pasan a formar parte de la voluntad de conformarse ante lo irremediable, de rendirse ante la imposibe demostración de que la mala práctica es imposible de probar y está protegida por la muralla de los intereses de clase, de la asunción de la debilidad de las carnes humanos frente a la incuestionada entrega, que se presupone absoluta, del profesional, cuya vocación, elegida por él para cumplir el designio de los dioses, es la salvífica, como único comandante de la nave tecológica, de lo que pueda de los desperfectos que se le han puesto en las manos, y de la que, en general, somos nosotros, los otros, los culpables.
Todas estas elementales disquisiciones no debieran ocultar algo que, todos los días, miles de veces, se vive en los hospitales, residencias, ambulatorios: el paciente no sabe lo que tiene, no se le informa de lo que padece con términos que entienda, no se le indica por qué se le realizará tal intervención y no otra y, desde luego, se le oculta el riesgo concreto de cada decisión y, para completo cierre de las ocultaciones, ni siquiera se le expresa, ni con la mínima claridad, cuál será la evolución previsible de su dolencia, los efectos sobre su organismo, etc.
Cuando, minutos antes de entrar en el quirófano, a un ciudadano, instantes antes de convertirse en paciente, se le hace firmar una o dos hojas que ratifican que otorga su consentimiento informado ("Firme aquí"), está eximiendo al personal sanitario de responsabilidades respecto a lo que le pueda suceder. Seguro que no le queda otro remedio que hacerlo así, que lo quiere evidenciar, pero no le vendría mal, nada mal, que de verdad le hubieran informado bien de lo que van a hacer con su cuerpo y cómo, probablemente, reaccionará su organismo con esa intervención.
Le ahorraría a él y a sus allegados muchas angustias, elucubraciones y preocupaciones posteriores. Porque hay otra vertiente, además de la sanitaria, en el consentimiento informado, digna de protección: el ser humano lego en las técnicas médicas, que no está acudiendo al favor divino ni celestial cuando entra en un centro sanitario, pero que, probablemente, no deseará ser tratado como un imbécil.