Sobre las relaciones médico-impaciente
Dicen los expertos que el médico debe evitar mirar el rostro de su paciente (obviamente, salvo que sea clínicamente imprescindible).
Para los médicos de empresa, que deben hacer cientos de revisiones cada día, se puede sospechar una malévola razón: no vayan a perder tiempo con minucias.
También se puede pensar que, a la postre, lo que debe ocupar a un galeno en sus exploraciones del cuerpo de los otros es la anomalía y no aquello en lo que somos (a pesar de afeites, reajustes y pócimas) iguales.
Pero resulta que el principio de no mirar a los ojos del impaciente es de aplicación general. Incluso (o en especial) rige para los siquiatras, que no pueden correr el riesgo de involucrarse en las intimidades de sus clientes, por ser si, a fuerza de querer colocarse en su postura, acaben atrapados en aquellas.
El médico debe mantener una distancia salutífera con su paciente, precisamente para poder actuar con objetividad y neutralidad, empleando toda su ciencia en solucionar el problema. Yendo al grano, al complejo, a la disfunción, a lo patológico.
Sospechamos que esa aseveración, de no tratarse de una leyenda urbana más, pondrá los pelos como escarpias a los sicólogos, de los que hemos oído repetidas veces que cada paciente es diferente y que hay que acomodar el tratamiento a los destilados especiales del que se ha echado en el sillón de la consulta.
Si no fuera así, pedimos perdón al colectivo que pueda sentirse agraviado. Que se vea este comentario como una simplificación irónica de cómo van las cosas.
El fondo de la cuestión es, con todo, muy real. Vamos camino -o hemos llegado ya, seguramente- de una medicina impersonal, colectiva, desanimada. El resultado es el producto combinado del crecimiento de la población humana, del trauma vocacional provocado por la proliferación de grandes hospitales, con muy buenas dotaciones materiales, pero en los que el médico es un número.
No es nada salutífero -valga la palabra- advertir la colmatación de las salas de espera de los ambulatorios como de los servicios de urgencia, con gentes que tienen desde un catarro hasta la pierna sesgada por el tractor, sin contar con el efecto llamada que hemos lanzado, desde la hipotética opulencia, a los inmigrantes de los países más pobres que nos traen a sus enfermos para obtener su tajadita de nuestro estado social. Tampoco suena bien el resquebrajamiento de la ética, incluída la parte que correspondía a Hipócrates, que ha implantado el sálvese quien pueda como medida generalizada del valor.
Lo más seguro para que un médico que ha superado una dura carrera, unas complejas prácticas clínicas, oposiciones, pruebas, privaciones, para acabar encajado en un complejo en donde se mide su efectividad con cuatro números, es no meterse en problemas, y ello supone admitir que no quiera involucrarse pensando que enfrente tiene un ser humano desnudo, sino un objeto de trabajo.
Del alma, si existe, ya se ocuparán otros.
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Isabel Arias fernandez -