Por supuesto, uno de los temas que deben plantearse en el debate electoral previo al 9 de marzo de 2008, en el que los españoles votaremos el Gobierno que preferiríamos para los próximos cuatro años de legislatura, es el de la inmigración.
No puede ser de otra forma en un país en el que hay en este momento censados más de 3,5 millones de extranjeros no comunitarios empadronados y que, relativo a su población total, muestra el porcentaje más alto de toda la Unión Europea - (8%), que tiene en total 18,5 millones de inmigrantes-, y cuyo número experimenta un incremento anual en torno a 500/600.000 personas. De este contingente, más de 1 millón no tiene permiso de residencia (y, por tanto, aún menos, de trabajo), estando únicamente empadronados. Un número incuantificado se encuentra sin identificar de ninguna forma.
Problema, desde luego, grave, para un país en el que, además, el debate interno sobre las nacionalidades, sus lenguas, indiosincrasias y culturas está sin resolver. Y para el que las voces de crisis económica se multiplican, aunque no se pongan de acuerdo con la intensidad de la recesión.
La aparición de un número muy alto de extranjeros en nuestro entorno se advierte por doquier, formando parte de nuestro "paisaje demográfico". Una parte sustancial de ellos se encuentran de forma regular, y, de entre ellos, son mayoría los que tienen permiso de trabajo, aunque no son tantos los que cuentan con trabajo estable, ya que los inmigrantes integran el núcleo duro de la bolsa de precareidad laboral -con las consecuencias imaginables respecto a las prestaciones por desempleo-.
Un grupo singular del contingente, por su situación semi-regular, lo forman los rumanos, cuyo número oficialmente supera el medio millón y que, faltos de permiso de trabajo, se mueven a nivel de expectativa: son los que hacen picnics bajo los soportales o en los parques, aprecen en grupos animados discutiendo o hablando en voz alta, algunos piden en la calle o en el metro, y, ciertamente, se presentan a cualquier oferta laboral, ofreciéndose para incorporarse de inmediato, como ciudadanos comunitarios, aunque la moratoria les impide trabajar hasta 2009.
Ya dentro de los inmigrantes no comunitarios, aunque como incontrolados, se encuentran los grupos de subsaharianos, cuyo aspecto inconfundible se remarca con sus peculiares vestimentas, pues van ataviados con chándales deportivos, exhibiendo exultante juventud, y, dada su situación de ciudadanos apátridas, deambulan por las ciudades, vendiendo Cds pirateados o productos falsificados con dudoso sabor a Africa auténtica. Su número crece, aunque su discreción es manifiesta, alimentado continuamente tanto por los ocupantes de pateras ilocalizadas, como por los distribuídos por la geografía española con un "vete con Dios, compañero, sálvate donde puedas".
Hay un contingente importante de marroquíes -segunda población inmigrante en importancia, después de los ecuatorianos-, que exhiben una capacidad mimética indudable, pues son capaces de aparecer y desaparecer según la oportunidad del momento, con encomiable resistencia a las adversidades, buen español por lo general, islámicos moderados, y cuya voluntad de trabajar les ha llevado a ocupar los puestos libres en la restauración y construccción, hoy sometidos a la dura competencia de los latinoamericanos, tal vez menos reivindicativos.
La población de mayor entidad es, hoy por hoy, la de los latinoamericanos y, dentro de ella, la de los ecuatorianos, seguidos por peruanos, brasileños (un gran número de ellos en economía sumergida), bolivianos y argentinos. Se les encuentra atendiendo en restaurantes, comercios al por mayor, cadenas de distribución-¿no son todas las dependientes de los hipermercados ya latinoamericanas?-, servicios en general.
Los hispanoamericanos no tienen especial preocupación por integrarse, porque no les hace falta: son bien recibidos por los españoles, con los que comparten lenguaje y simpatías, aunque en realidad, se les prefiere distantes: devalúan de inmediato los barrios que ocupan, pues no tienen problemas en vivir hacinados, comer barato, vestir con cuatro perras y armar bulla.
En la escolarización, los latinos y los marroquíes forman grupúsculos con tendencia a la rebeldía, la belicosidad y la automarginación; estudian poco. Como curiosidad, los servidores hispanos son los preferidos para conformar esas singulares parejas de hecho con ancianos con hándicaps: se les ve a él o a ella llevando en carrito o del brazo a los poseídos por el Alzheimer o la artrosis, en su paseo diario aprovechando las horas de sol.
¿Integración? No hay por qué engañarse. Para la mayor parte de ese contingente, es imposible e impretendido. Solo unos pocos lo lograrán, y no exactamente por resistencia de los receptores. Un extranjero que conoce bien las costumbres propias, que domina el idioma, es siempre bien recibido: necesitamos algo de exotismo controlado. Pero un extranjero que se mantiene en sus costumbres, que se distingue por sus hábitos y su automarginación, que no controla la lengua del pais de acogida, será siempre "el otro". De ahí también el grave problema de las mujeres islámicas, sometidas al yugo del varón y de su grupo, controladas en sus movimientos, veladas, incomunicadas con los nativos.
En Alsocaire creemos que la cuestión de la integración o no de los inmigrantes ha de discutirse sin visiones a priori. No hay una fórmula unversalmente válida, y no todos los extranjeros que acuden a nuestro país tienen las mismas intenciones y han de someterse a los mismos supuestos. Habrá que distinguir entre los que vienen para quedarse, y los que quieren volver, después de haberse aprovechado de nuestra necesidad en tiempos de bonanza.
No es xenofobia, no es posición de derechas ni de izquierdas, es puro pragmatismo. Como país de emigrantes, España debiera tener buen presente dónde se encuentran hoy los cientos de miles de personas que ayudaron al despegue de Alemania. ¿Se integraron? ¿Fueron aceptados? ...No, han vuelto, están aquí, de vuelta, con los demás. Han hecho algo de dinero, tienen cosas que contar, han percibido desde su perspectiva otra sociedad. Pero no son alemanes, claro. Que nadie nos cuente cuentos, por favor.