Sobre la calidad de la inmigración como instrumento político
Los inmigrantes, en su mayoría, son gentes que en sus países de origen no tienen las ventajas y posibilidades que les ofrecen sus potenciales países de acogida. No pretendemos abundar en las verdades de Perogrullo, pero el que emigra está dispuesto a sacrificar algunas opciones de su país de origen a cambio de la incertidumbre que siempre produce tratar de incrustarse en una escala social en la que se le valora por debajo de su formación y actitudes.
Ignorar que un alto porcentaje de inmigrantes cambian estatus por dinero, sería cerrar los ojos a la realidad inmigratoria. Los que emigran son mejores que los que quedan: más valientes, más jóvenes, más entregados, mejor preparados.
Los países desarrollados, sobre todo, lo que necesitan, son trabajadores en los sectores y cualificaciones que los naturales del país ya no quieren: servicio doméstico, construcción no cualificada, dependientes de supermercado, camareros de hostelería a jornada partida, etc.
Pretender que los inmigrantes se integren en la realidad social de los países de acogida es un encomiable desideratum, pero resulta, en general, utópico. A medida que la formación del inmigrante aumenta (o se hace valer, porque no hay que olvidar que el efecto llamada y la posibilidad de los altos salarios del desarrollo hacen que muchos de los advenedizos tengan cualificaciones importantes), la resistencia a su integración aumenta.
Una correcta política de emigración exige, por tanto, el acuerdo entre los dos países, donante y receptor, de forma que se facilite el retorno de una parte sustancial de quienes han venido atraídos por la posibilidad de ahorrar unos dineros realizando unos trabajos que, en su país, a lo mejor, se avergonzarían de tener que realizar, pero que en el país receptor están muy bien remunerados relativamente.
Esa política leal exigiría, igualmente, las ayudas a la formación en origen, y la selección de aspirantes para difereciar entre los que vienen con deseos de integrarse y los que vienen con la voluntad de marcharse con sus ahorros. Por eso, la mejor ayuda que pudiera prestarse a los países en desarrollo es conseguir que los más cualificados se queden allá, dotándoles de equipos, prestaciones y estímulos a su cualificación, complementándola con la formación de los inmigrantes para que puedan retornar, con los dineros ahorrados, y con mejores perspectivas de ayudar al crecimiento de sus países de origen.
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