Propuestas para queToledo no se convierta en Tolero
Toledo es una ciudad a la que la modernidad ha divido en dos identidades (el casco histórico y su desarrollo extramuros), que por sus distintos objetivos y naturaleza no han resultado conciliables.
Es imprescindible que se pongan de manifiesto los efectos de esa dicotomía, y propiciar un debate constructivo y sereno sobre el futuro de uno de los mejores testimonios de nuestro patrimonio arquitectónico.
La mayor parte de quienes tenemos ocasión de observar el día a día del interior de la muralla, abrigamos pocas dudas acerca del riesgo que se deriva de la realidad vivida en ese entorno privilegiado. Toledo-centro ha mejorado en infraestructuras de acceso, se han rehabilitado algunos edificios, pero sigue siendo una ciudad con escasa vida propia.
Y una ciudad no se alimenta solo de turistas, porque son sus habitantes permanentes los que construyen su perfil y, en consecuencia, garantizan su futuro. Una ciudad no es un escaparate, ha de tener su propia dinámica, surgida desde sus entrañas, de la actividad que se produce en ella.
Una ciudad tampoco es un macro-establecimiento comercial, concebido como una galería de souvenirs a cuenta de lo que fue en su pasado. Eso es también otra cosa, y Toledo no puede quedar reducido a ser museo de su historia, vacío de vida propia, que es lo que, inexorablemente, para estar sucediendo.
Analicemos qué pasa en la ciudad de Toledo, tomándole el pulso de lo que es, no de lo que lo que se quiere ver de ella.
A partir de las nueve de la mañana, y hasta la caída de la tarde, miles de visitantes, en grupos de veinte o más individuos, pertrechados con su cámara fotográfica o de vídeo, siguiendo como obedientes ovejas a un guía que los conduce de aah en ooh, reciben una inmersión apurada, tremendamente sesgada y falsa, de Toledo.
Se mueve dinero en estos paseos, claro, pero sin sustanciales valores añadidos para el comercio de la ciudad, que ve pasar las hordas sin beneficios ciertos. ¿Qué comercio es ese?. Pues no hay mucha imaginación en la oferta, en verdad, porque lo forman regular y monótonamente intermediarios que atiborran los escaparates y el interior de sus tiendas de espaditas, escudos, navajas, cajitas, armaduras de mentirijillas y otros trabajos de seudoartesanos situados quién sabe dónde, alineados junto a repetitivos y sosos souvenirs que pueden encontrarse en cualquier sitio y que carecen, por tanto, del mínimo criterio artístico.
Antes que la oleada de turistas, al mismo tiempo casi que los propietarios y dependientes de tiendas, bares y baruchos colocan sus mesas y tenderetes, el observador podrá reconocer otros individuos bastante conspicuos que también se preparan para su peculiar faena.
Son los ladronzuelos del tirón, los especialistas en sacarte la cartera del bolso del pantalón, los maestros del descuido, que buscan hacer su agosto en cualquier mes aprovechándose del despiste de quienes a uña del caballo de los turoperéitors, van con la lengua fuera del Alcázar a Zocodover, de allí a la catedral, de la catedral a una sinagoga, de aquella sinagoga al Entierro del Conde Orgaz, y de allí a ver las afueras de San Juan de los Reyes y no tiro más porque nos toca volver al autobús a dormir a Madrid.
(continuará)
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