Sobre el tratamiento de la ancianidad
Resulta coherente con sus principios, que una sociedad que adora la apariencia de juventud hasta el punto de dejarse, en no pocos casos, modelar por el bisturí, y no quiere oir hablar de enfermedades, hambre o catástrofes más que en resúmenes de telediario, no sepa qué hacer con sus ancianos.
En realidad, sí que cree haber encontrado la fórmula ideal. De acuerdo con un cóctel personal que aúna posibilidades económicas del anciano y de su familia, estado mental y resistencia físicosíquica del envejeciente a dejarse manipular y oferta cercana de plazas residenciales, los afectados por la edad pueden optar entre las diferentes escalas del sálvese quien pueda o acceder a ser recluídos en un cobijo definitivo tipo cementerio de elefantes.
De vez en cuando sabemos de algún anciano que es descubierto muerto en su domicilio al cabo de varios días de ocurrir su óbito; se calcula que casi la mitad de los ancianos viven solos, en las viviendas que sirvieron para cobijo familiar en su momento, hoy ya abandonadas por unos hijos que, en un porcentaje que ninguna estadística fiable ha evaluado, se acerca a visitarlos solo ocasionalmente.
Un porcentaje de ancianos, que no es difícil calcular si se tiene en cuenta el número de residencias y sus plazas medias, y de ellos, una mayoría con graves hándicaps síquicos o motrices, vive en esos geriátricos, atendidos por voluntariososo o por personal especializado, al que, desde luego, también habría que añadir el calificativo de "sufrido", por las duras situaciones a las que se deben confrontar, con personas que solo pueden evolucionar hacia peor y cuyo estado mental no facilita ni recompensas ni satisfacciones.
Quienes hayan tenido ocasión de pulsar la situación de las residencias para la tercera edad, tanto públicas como privadas, convendrán en que la visión de esos centros no produce al visitante precisamente sensación de tranquilidad ni sirven para detectar mucha felicidad entre los que allí cohabitan.
La situación geográfica, el emplazamiento urbano de estas residencias no nos parece, además, en general, bien elegido. Subraya esa sensación de cárcel, de aislamiento; ¿por qué se han construído en las afueras de las poblaciones, o en lugares de incómodos accesos peatonales, impidiendo o dificultando el paseo de los ancianos, o la posibilidad de que, por sí mismos, o guiados por sus acompañantes, circulen en silla de ruedas o puedan caminar sin mayor esfuerzo -seguramente apoyados en un bastón- por los alrededores?.
Tomamos como ejemplo, entre muchos, de este despropósito, el, por lo demás, magnífico centro asistencial de Taramundi (Asturias); en el fondo de una población con empinadas cuestas, los residentes no tienen nada fácil la opción de acercarse a la cafetería más cercana, fuera del centro.
Creemos que el anciano mejor ubicado lo está junto a su familia, en el entorno que le es más conocido; si aún es físicamente capaz, le encantará ser todavía útil, incluso en pequeñas labores; si tiene las facultades físicas poco mermadas, disfrutará participando con los demás, con sus consejos, sugerencias o, porqué no, contando sus batallas de juventud y madurez.
Aislar a los ancianos, concentrarlos con otros de su misma edad y parecidas dolencias, es someterlos a un suplicio que, seguro, no desearíamos para nosotros.
(Convendría volver a dar difusión al cuento de los Hnos. Grimm sobre el abuelo de la escudilla y el nieto)
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