Sobre la muerte
Se escribe poco sobre la muerte y podemos imaginar que el lector habitual de estos Comentarios habrá sentido una conmoción a la vista del título.
Que nuestra sociedad ha sepultado el temor a la muerte -la propia, la de cada uno- de la manera más ingenua, que es no mirando para ella, es una realidad evidente. Solo nos reunimos en torno a los cadáveres de familiares y amigos el tiempo imprescindible, visitamos los hospitales y residencias reticentemente y ponemos un asterisco de silencio en torno a los que sufren.
A medida que el tiempo y las circunstancias van cargando nuestro cesto de recuerdos y dolores pasados de las muertes de las personas que hemos querido -especialmente, de aquellos con los que hemos querido-, la muerte propia va tomando, lo queramos o no, una dimensión más consistente.
Y ello nos obliga a tomar una decisión: mantenerla oculta, como si no estuviera en nosotros, o ponerla sobre la mesa, para contemplarla y meditar sobre ella.
No se trata de imaginar lo que pasará cuando, una vez muertos, se proceda a incinerar o enterrar nuestro cuerpo. Puede que se cumplan las indicaciones que hemos dejado escritas, o expresado a nuestros allegados. Puede que no sea factible llevarlas a cabo. Puede que se realice un sepelio con cuatro íntimos o tumultuoso, aunque no hayamos sido en absoluto famosos en vida. Puede que el alcalde de la localidad en donde nacimos declare tres días de luto. Puede que nunca se recuperen nuestros restos o que algunos órganos sean utilizados para trasplantes.
Es, nos parece, más constructivo, reflexionar sobre el hecho de que meditar sobre el momento de la muerte es reflexionar sobre lo que nos queda de vida y sobre la actitud que tenemos respecto a ese futuro aún pendiente. Y aquí, tenemos que dejar solo al lector, porque para esa meditación lo más conveniente es no tener compañía. Hasta luego, pues.
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