Sobre la muerte
El muerto al hoyo y el vivo al bollo, es un dicho que recoge, con precisión castellana, los intereses en juego en torno a la muerte.
Refleja también, con toda crudeza, la poca fiabilidad que la cultura popular concede a los argumentos en torno a la trascendencia del ser humano, el descrédito de las posiciones religiosas respecto a la existencia de otra vida, incluso aunque se nos presente como más privilegiada.
Una vez que el cuerpo del otro se queda inmóvil para siempre y empieza la descomposición de su materia, el cuerpo propio reclamará la inevitable atención: hay que darle alimento para que el mismo no decaiga.
Esta idea de que lo único que tenemos es la vida, y que hay que aprovecharla, disfrutar a tope, se ha incrustado de tal forma en nuestra sociedad, que se ha convertido en el mensaje más relevante.
Disfrutarlo todo, hollarlo todo, consumirlo todo. Este movimiento iconoclasta ni siquiera se detiene ante la cuestión trascendente de "cómo disfrutar mejor" o "con qué sentido", sino que se ve arrollada por el impulso colectivo, especialmente visible en un sector tal vez incluso mayoritario de la juventud, de que para gozar a tope de la vida hay que desplegar absolutamente cuantas opciones de posible placer que estén al alcance, sin pensar ni en el día de mañana ni, desde luego, en lo que pudiera tener lugar después de la propia muerte, a nosotros o a lo que sobreviva a ésta.
Resulta curioso que nuestra sociedad española haya importado la fiesta anglosajona del Halloween para sustituir a la Festividad de Todos los Santos, que la iglesia católica viene celebrando el 1 de noviembre desde que el papa Gregorio III (allá por 741), la fijó definitivamente en esta fecha, y que había sido establecicida para conmemorar, tanto a los bienventurados conocidos como a los anónimos, que eran multitud desde que el emperador Diocleciano se había empeñado en poner un halo de virtud martirológica a cuantos cristianos se puesieron al alcance.
Resulta curioso que nuestra sociedad española haya olvidado la festividad de Difuntos, establecida el 2 de noviembre, y señalada como diferente a la anterior, y cuyo origen es incluso anterior, pues parece haber sido fijada por un tal San Odilón, abad de Cluny, francés por supuesto, en 998.
Lo que ya no resulta curioso, sino coherente, es que en cualquiera de estas fechas, sean pocos los jóvenes españoles que se dejan caer por los cementerios a poner, como era costumbre, flores a sus deudos y adecentarles los nichos donde yacen, y que se lancen a las calles, descocadas ellas y sedientos ellos, (o al revés, quién sabe) disfrazados de brujas, muertes, diablos, trasgos y vampiros (o puede que al revés o en totum revolutum), proclamando que hay que aprovechar el hoy, y que, si alguien cree que existe un mañana en donde rendir cuentas ante un juzgado que no sea el del Garzón y otros empecinados, que cambie el chip y corte el rollo.
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