Sobre lo que quieren los ancianos
La población humana vive más tiempo, pero la cuestión principal es resolver que los viejos disfruten de verdad de esos años de más que el progreso les está dando, con una buena calidad de vida.
Lo de la buena calidad de vida es un concepto difuso que cada uno podría interpretar a su manera. Sin embargo, y para no entrar en largar disquisiciones, podíamos concretar en que, para un anciano, está directamente relacionada con tres condiciones: gozar de autonomía intelectual, motriz y económica.
Un envejeciente occidental con razones para sentir satisfecho, habrá conseguido zafarse, con éxito, de múltiples amenazas físicas y síquicas, pues no, aunque le haya sido más sencillo que hace siglos, sus setenta o más años de vida le han acreditado como un superviviente.
Habrá superado enfermedades infantiles (varicela, sarampión, ictericia), cuarenta o cien gripes, treinta anginas, convivido con su herpes, resistido a las operaciones de apendicitis y vegetaciones, cicatrizado diez tajos en la piel -alguno de dos o tres centímetros-, y, en fin, sobrevivido al riesgo de caer víctima del tráfico rodado, los asaltos callejeros, el islamismo radical, las locuras de adolescencia y la exhibición póstuma de cualidades de los cincuenta.
Superada la criba de los accidentes coronarios y los cánceres galopantes que diezman los finales de la segunda edad, los peligros que tiene que superar el anciano serían ya muy pocos antes de alcanzar la inmortalidad, aunque, desgraciadamente, se convierten siempre en despedidas finitivas.
Ese envejeciente, con la pensión oficial complementada con alguna renta de los ahorros de la vida que no se permitió hasta ahora, no tiene más que conjurar el riesgo de la demencia senil, librarse de padecer la enfermedad de Alzheimer o ser azotado por la sintomatología del Parkinson.
Observando lo que hacen los ancianos, podría deducirse que un placer seguro para la edad mayor, es pasear: solo, o con un perro, o acompañado de su pareja. Hay quien se apoya en un bastón o una andadera, por la artritis, el reuma, el miedo a caer o la osteoporosis.
Otro placer del anciano está relacionado con el comer y beber. Se les suele ver cargados con bolsas de las que siempre sobresalen varias barras de pan, pero en las pescaderías y carnicerías piden con determinación lo que les gusta, y lo compran por gramos si fuera preciso. Eso prueba que, en general, lo hacen con moderación pero con conocimiento. Lamentablemente, los otros placeres de la carne habrán ido pasando a mejor vida, por lo que solo hay que luchar contra el aumento del colesterol, la glucosa o la precipitación de los oxalatos.
Pero, sin duda, el mejor placer del anciano, tanto para instruídos como para iletrados, radica en disfrutar de algún foro de interés en donde poder expresar sus opiniones. Por esa devoción ocupan los bancos libres, aprovechan los silencios, y cuentan incluso a desconocidos, anécdotas de su vida y la de otros sin que les importe repetirlas miles de veces.
Si el joven lector se toma el interés de acercarse un dia a uno de los cientos de Centros de mayores que han poblado nuestro país y, disimulando la curiosidad, se toma el esfuerzo de escuchar alguna de las conversaciones de quienes no están jugando al dominó o a las cartas (ni rodeando la mesa de los que juegan), aprenderá los temas preferidos de las conversaciones: a) alabar lo mejor que estaba todo antes -que suele incluir referencias directas a la situación económica propia-, b) relatar los achaques recientes -con detalles clínicos que podrían hacer las delicias de un especialista en geriatría- y c) denunciar el abandono en el que les tienen sumidos los hijos, que andan lejos, no llaman, no atienden, no preguntan.
Son muchos los ancianos que tienen suficiente autonomía siquico-física y que desearían, aunque no lo expresen, sentirse útiles, insertos en la sociedad en la que aún viven, queridos.
La atención formal a los ancianos ha mejorado. Hay más centros para congregar ancianos; se acumulan en ellos más revistas y periódicos; en los centros de día, pueden obtener medicinas sin problemas, muchas veces autorecetadas, con las que calmar dolores reales, supuestos o presuntos.
Pero estamos abandonando a nuestros mayores, reuniéndolos en lugares en donde los dejamos que se cuezcan juntos, en su propia salsa, la de su vejez de marginados.
Nuestros abuelos vivieron menos tiempo y, sin embargo, en sus últimos años fueron más felices. Permanecieron hasta su último día en sus propias casas, contaron con la presencia frecuente o permanente de alguno de sus hijos y nietos, y, sobre todo, tenían la certeza de que sus opiniones y decisiones servían.
Y cuando caían enfermos de verdad, además de las medicinas y placebos de rigor, recibían la impagable demostración del cariño de los suyos.
Hoy los viejos se mueren solos, rodeados de cables, sostenidos mecánicamente a una vida que desde hace tiempo devino inútil. Los avances de la técnica pueden prolongar su existencia, pero su calidad está relacionada con el valor de estar de estar viviendo.
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