Sobre los Sanfermines y otros festejos populares
La gente quiere fiesta. En la mayoría de las ciudades y pueblos se han recuperado las más variadas justificaciones para reunir al personal, dándoseles por lo general el calificativo impresionante de "tradiciones populares".
En otros casos, se han inventado ocasiones para concitar el interés del público, y al cabo de dos o tres años de organizar la misma parafernalia se habla ya de "consolidado festejo".
Vale todo para el caso: Disfrazarse de romano, de jerifalte, de encapuchado. Descender por un río en chalupa, en carro de bueyes o en neumático viejo de automóvil. Tirarse agua, tomates o cuescos. Correr delante de los toros, detrás, lancearlos, acuchillarlos, alfiletearlos, embolarlos. Matar un gallo a golpes, un cerdo, una cabra, una vaca. Emborracharse con cerveza, con chacolí, con vino peleón o con anfetas. Etc.
Cada año crece el poder de atracción de las fiestas, y miles de foráneos se desplazan de un lugar a otro soto el lema ancestral de "donde va Vicente, donde va la gente" que rima con eso de "iba a la fuente, no por el agua, sino por la gente". Y sabido es que la gente va donde la llevan los pastores.
Todas las fiestas implican una combinación de espectáculo, comida y bebida. Para los jóvenes en edad de merecer, lo más importante de la fiesta es la combinación de danza, cortejo y la posibilidad de coyunda. En general, el éxito de una fiesta popular está en encontrar la medida justa entre los que van para ver y los que van para ser vistos.
Este julio de 2009 conviene hablar de una fiesta muy singular por la que hace días murió corneado un muchacho y otros participantes han resultado gravemente heridos.
Los Sanfermines de Pamplona. Una demostración de destreza, por la que un grupo de corredores, bien preparados físicamente, conocedores del comportamiento específico de estos animales, corren delante de los seis toros, burlando a veces su embestida con un periódico enrollado o un trapo exigüo. Les ayudan para salir indemnes de esa exhibíción varios cabestros que agrupan y guían a los colegas semisalvajes hasta la plaza en donde van a lidiarse por la tarde.
Es un espectáculo de corta duración, con carga estética y emocional indudable.
Se inició allá por 1924, y fue glosado desde el principio como una tragedia única, con sus componenntes de amor y celos por un tal Ernest Hemingway, escritor no muy conocido por sus libros, pero que ha pasado a ser modelo de amigo extranjero, vividor y borrachín.
El amigo Ernest es el prototipo del foráneo al que le gusta cómo somos, nos entiende, y admitimos sin rechistar que nos quiere a rabiar porque se emborracha con nosotros. Escribió cosas muy curiosas sobre una España inventada que llenó personajes ingenuos, temperamentales, combinando revolucionarios con ideales confusos, toreros y manolas, y llevándolos de fiesta en fiesta hasta por quién doblan las campanas, sin dejar de querernos, por lo que acabó pegándose un tiro con las entradas para las corridas de San Fermín en el cajón, el 2 de julio de 1961.
En esa fiesta, los entendidos saben que los animales corren, cuando lo hacen en línea recta, más que los mozos, a los que van dejando atrás. Como el trayecto tiene curvas y el adoquinado es resbaladizo, los bichos derrapan en algunos puntos, se rezagan, se excitan. En esas situaciones, el asunto puede tornarse peligroso cuando un toro queda aislado del resto del grupo -le dicen "la manada", pero no parece de aplicación este término, al menos no al conjunto ocasional de irracionales-. Aturdido, desorientado, el bicho intentará cornear a todo lo que encuentre por delante.
Finalmente, los últimos jóvenes en incorporarse a la carrera y los toros y cabestros, llegan a la plaza donde los machos encuentran el descanso de los chiqueros.
¿Hemos dicho en algún momento que los corredores no son hoy por hoy unas decenas, sino varios miles que se amontonan a todo lo largo de la calle Estafeta y en la plaza, y se aturullan y obstaculizan cotinuamente? ¿Hemos escrito que en un alto porcentaje van ebrios, sin haber dormido, exaltados por la droga y el desconocimiento absoluto de lo que sería adecuado hacer si se encuentran, por puñetera casualidad, con un bicho de quinientos kilos delante de las narices?
No. San Fermín cuida de que no pase nada en esos dos a cinco minutos después del chupinazo. Después, los que han seguido en directo por cualquier medio de difusión el momento vuelven a su normalidad, comienzan el día. Pamplona, entre tanto, prosiguiendo la fiesta, se entrega desatada a la continuación del jolgorio que empeña a sus visitantes: ¿Hay manifestaciones culturales, debates artísticos, presentación de proyectos, visitas históricas?
No hace falta. La gente que soporta el núcleo central de la fiesta se dedica a lo que ha venido: beber, comer algo, beber, cruzar cuatro palabras con miles de otros romeros, beber, comer algo, hacer cualquier tontería arriesgada o infeliz, beber, mojarse en una fuente, beber.
Analizándolo así, puede entenderse algo de la personalidad de los pastores del rebaño juvenil y de sus intereses. Los grandes beneficiados de la fiesta son las agencias de viaje, y los comerciantes de Pamplona y alrededores y, en especial, los propietarios y gestores de bares, restaurantes, hoteles y fondas.
Hay otros beneficiarios que ponen su rostro para hacerse fotografiar y pretender que capitanean el asunto, teniéndolo todo por controlado: los políticos. Pues a ellos conviene dirigir este mensaje. Las fiestas de San Fermín deben ser reconducidas. Los que corran delante de los toros han de ser mozos que hayan demostrado su entendimiento de lo que debe hacerse, estar sobrios, y no ser más allá de algunas decenas o cientos.
El espectáculo de la carrera tiene encanto, no es cruento ni tiene porqué serlo, y, aunque sería mejor ver a los bichos libres en el campo, se puede pretender que se mantenga esa tradición tan nueva (ochenta años), y que atrae a tanta gente. Lo que habrá que exprimir el magín es para ocupar dignamente los otros 1.438 minutos de cada día de los que se hayan acercado a Pamplona, problema cierto y complejo.
Hasta tanto en cuanto, los verdaderos artífices de la fiesta seguirán los hombres y mujeres a los que rara vez se les pone cara y ojos: empleados municipales, gentes de la limpieza, médicos y asistentes de los servicios de urgencia, pastores, conductores, camareros, cocineros, ...
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