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Al Socaire de El blog de Angel Arias

Sobre el control de la natalidad

La capacidad de influir sobre la naturaleza, distorsionando (así lo creemos) su evolución en beneficio propio, tiene, también, sus servidumbres. Somos, desde luego, unos excelentes depredadores, dispuestos a utilizar, muchas veces de forma consuntiva o destructiva, lo que encontramos elaborado, -pertenezca al reino que sea-.

Somos tan fastidiosos para la mayoría de nuestros compañeros de viaje -desde luego, prácticamente todos los visibles-, que se alegrarán, posiblemente, de que solo compartamos con ellos una mínima parte de la eternidad, desapareciendo para siempre.

Para contabilidad peculiar de nuestro orgullo como especie, sin embargo, podemos jactarnos de haber escrito algunas páginas brillantes, según nuestros propios cánones. Hemos sido capaces de transformar, perfeccionándolas, adaptándolas a nuestro disfrute y aprovechamiento exclusivos, muchas cosas.

La curiosidad de algunos miembros de la tribu nos ha permitido, por ejemplo, conocer la forma de curar ciertas enfermedades, aumentar bastante la productividad agrícola y, a pesar de ser relativamente patosos, conseguimos movernos de un lado a otro del planeta Tierra sin esfuerzo propio, aunque a cambio de contaminar bastante.

Tenemos pues, en principio, serios motivos, -mientras no aparezca alguien por ahí con mejores credenciales-, para creernos el centro del Universo, la anomalía consciente más activa de la evolución natural desde el gran estallido.

Hemos también perfeccionado, sofisticándola, nuestra ilusión de entender lo que sucede, mezclando filosofía e imaginación. Los avances han sido aquí también, espectaculares, pues no solo estamos más cerca de teorizar sobre cómo se produjo el comienzo del cosmos, sino que hemos desarrollado algunas convicciones sobre lo que significa la existencia para nosotros, y que se han difundido y se difunden, incluso a sangre y fuego. (1)

Impulsados por la natalidad, protegidos por los avances médicos, controlada buena parte de los enemigos procedentes de otras especies y, por el momento, situados los humanos en períodos interbélicos, crecemos rápida, exponencialmente. Ya somos, según cálculos aproximados, 7.000 millones de seres humanos sobre la Tierra. Viviendo en condiciones muy diferentes, eso sí; aproximadamente, un 15%, subsisten y mueren en la penuria; son, socioeconómica y tecnológicamente, asimilables a una subespecie. (2)

El día 8 de diciembre -día en que se celebra por la Iglesia católica la Inmaculada Concepción de la Virgen María- puede ser un momento adecuado para reflexionar sobre el control de la natalidad, y sus derivados controvertidos, la contracepción y el aborto.

Cuando a mediados del siglo XiX, el Papa Pío IX elucubró, convirtiéndolo en dogma, sobre la concepción extraordinaria de la que había sido madre de un Dios hecho judío, poniéndola en relación con el pecado heredado de una pareja de sapiens que hizo, por primera vez, caso omiso de las leyes cósmicas, no había aparecido aún el problema mayor con el que nos enfrentaríamos los seres humanos. Por lo tanto, no tuvo ocasión de pronunciarse, con similar inspiración, sobre otras verdades que el futuro convertiría en imprescindibles para la supervivencia.

Hoy está muy claro. No porque lo haya dicho Malthus, ni se debata en el Club de Roma, ni surja como producto de una revelación externa. Somos objetivamente demasiados. Tanto los de aquí, los que estamos en la parte hasta ahora rica y poderosa de la Tierra -incapaces de mantener nuestro ritmo de consumo, faltos de recursos-, como los de allí, los de las zonas hoy pobres -incapaces de explotar los recursos que aún se mantengan intactos en sus territorios, porque no encontrarán suficientes mercados capaces de pagar su coste-.

Si no paramos la máquina de nuestra natalidad, no habrá para todos: ni alimentos, ni aire limpio, ni agua. Hemos poblado la tierra, hasta alcanzar, con mucho, el límite de saturación, y  precisaríamos más de dos planetas como el nuestro para sostenernos. Y cada vez somos más y, por tanto, tocamos a menos.

Podemos llamar al remedio más inmediato como queramos: control de natalidad, contracepción, aborto provocado. Una solución de urgencia que no solo depende de la relativa obviedad de admitir que las mujeres puedan decidir libremente sobre sus cuerpos y lo que suceda en ellos por su condición de receptoras de la llave de la fertilidad.

Todos debemos sentirnos involucrados. La humanidad entera debe tener claro que hay que poner orden en esta evolución sin mesura, y que estamos solos en el cosmos para adoptar las medidas que limiten nuestro feroz crecimiento demográfico. Corrigiendo, de paso, nuestra insensata cerrazón en sostener que la humanidad es dicotómica, y consta de dos naturalezas: una, privilegiada, y la otra, subordinada al bienestar de la primera.

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(1) 

Echamos la vista atrás y advertimos que hace apenas diez mil años -que es una nimiedad, incluso considerando la totalidad del período de presencia de la especie humana en la Tierra-, hasta los más sabios de una forma de razonar de la que nos consideramos sucesores, creían que la parte poblada por el hombre se concentraba entre dos ríos, ignorantes de lo que sucedía en las demás. 

Los acontecimientos se aceleraron a medida en que se descubrieron otros territorios, más gentes, culturas y modos diferentes de explicar lo ignoto. Sorprende, sin duda, que solo fue hace más o menos dos mil años, cuando algunas familias autóctonas de esa franja de lo que hoy conocemos como Oriente Próximo, se entregaron a la difusión a ultranza de una fábula apasionante, que volvía a conectar, antropomorfizándolo y dotándolo de principios éticos que superpusieron a los legales, lo físico y lo metafísico.

No resultaba imaginable que esa construcción llena de piedad llevara implícitas semillas de discordia. En otros lugares, la historia no evolucionó de manera diferente y, cuando se consumó, al fin, el contacto entre todos los pueblos y se compararon las creencias, ninguna facción estuvo dispuesta a admitir que las suyas eran menos valiosas.

(2) 

Las múltiples diferencias entre las zonas pobladas por el hombre, evidencian que, aunque genéticamente compatibles, no formamos parte del mismo grupo. Estamos hechos de distinta naturaleza, y, por eso, nos preocupan cosas distintas: en el mundo desarrollado, sin ánimo de exhaustividad, nos obsesiona disfrutar a tope de la vida, el coste del dinero, el control tecnológico, la máxima producción de energía, la moda en el vestir y los sabores y placeres insólitos, así como los viajes especiales y la caza por placer; en el mundo de la miseria, unos homínidos con muy inferior capacidad de supervivencia, se obcecan en analizar a diario su disponibilidad de agua para beber, abrumados por enfermedades que desde el lado de la opulencia hemos superado, no consiguen en general llegar a los treinta años de vida y, varios cientos de milllones, puede que no consigan comer hoy, y serán miles de millones los que lamentarán, cuando paren, tener hijos hembras.

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