Sobre embarulladores y escacipleros
Los niños escacipleros tienen gran probabilidad de ser embarulladores cuando se hacen grandes, que no es ir a mayores, sino curarse de un sarampión para agarrar una gripe.
Hay confusión en la terminología, como en todo. Algunos listos asimilan los escacipleros a los metomentodos, marujas o marieculinos, pero escaciplar no implica, de por sí, tendencia alguna, porque el que escacipla es víctima de una curiosidad incontenible, que lo lleva a mover las cosas y las actitudes de un sitio para otro, sin provecho. Después de su paso, lo dejan todo desordenado, de forma que si se poner a revolver en un cajón, lo dejan como cajón de sastre.
Hay niños que se mantienen escaciplando toda su vida, y adultos que, un día, se levantan con las ganas de meter la nariz en lo que no importa, y, si no se les cuida, ya no saben cómo abandonar ese mal hábito. Da pena ver a gente de peso en función de escaciplar, sobre todo si se dedican a la política. Poner los asuntos boca arriba, los mueven de un sitio para otro, picotean por aqui y por allá, dan un par de vueltas y nunca rematan la jugada. Cuando se van del puestín, dejan los cajones del ministerio, consejería, concejalía o lo que les hayan dado, para el arrastre y a la gente con la cabeza caliente y los pies fríos.
El escaciplero que no se dedica a la política -que son muchos-, suele acabar con el síndrome de Diógenes. Cuando encuentra algo que le llame la atención entre lo que tiran o abandonan los demás, va y lo coge, por si sirve para luego. Como no puede parar, con el tiempo tiene colección de trastos, a base de tonterías en los cajones, mirar armarios, urgar mercadillos, manipular rebajas y dejarse seducir por baratijas y liquidaciones de retales.
Si los niños o adolescentes escacipleros no son enseñados a dejar el mal a tiempo, pueden pasar a ser embarulladores, que algunos interpretan como que ya están curados. Qué va. Los embarulladores usan solo la lengua, y no las manos, pero siguen escaciplando como el que más. Cuando se ponen a pensar en un asunto, las ideas se les acumulan en el magín sin que se vean capaces de seleccionarlas ni ponerlas en orden, y las sueltan como quien da explicaciones, calentando la cabeza a los que pretenden seguir su charla.
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