Sobre las envidias y otras ensaladas poco higiénicas
Ningún originalidad habrá en denunciar que la envidia preside, desde su pedestal ignominioso, la mayoría de los actos de ciertos prójimos. Los nuestros, por definición, quedan salvados, pues nos limitamos a defendernos de esos envidiosos.
Ese ser abyecto que es el envidioso tiene un perfil bien definido, y, por eso, es fácilmente detectable. Sin embargo, no estamos por ello libres de su veneno, pues el envidioso actúa siempre a nuestras espaldas y únicamente podemos intuir sus maniobras, ya que, prácticamente, jamás descubriremos que ha echado su mierda sobre nosotros, que la llevaremos a la espalda como un monigote de los santos inocentes.
Los envidiosos hacen su ensalada ideal con los arribistas, los timoratos, los ineptos. Un perfecto envidioso no carece de algunas virtudes, y su perspicacia le lleva a conocer lo que otros tienen en demasía, para procurar zaherirlos donde más les puede doler. El envidioso no busca a los que habrá de maltratar con sus artes, sino que se los encuentra en un lugar que cree suyo, o le vienen desde fuera cuando él se creía dominante del medio.
Pobres de los que caigan en el caldo de cultivo en donde impera el envidioso. Aderezados con los condimentos dichos más arriba, la única forma de librarse de esa ensalada tan poco higiénica que forman junto a los incompetentes y aduladores, la única forma de escaparse a su influencia es dejándoles el campo libre, mudándose de terreno, y, si se puede, como aconsejaba Pons en una historieta memorable, tirando todo el mejunge por la ventana, como haríamos con una tartaleta invadida por gusanos.
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