Sobre la inteligencia emocional
¿A quién no le han dicho alguna vez que carece de inteligencia emocional?. Desde que Daniel Goleman puso en circulación el término, con un best-seller inolvidable, estas dos palabras han pasado a ser terminología común, siendo utilizadas por su significado intuitivo. No es necesario, por ello, haber leído el libro o haber asimilado sus conclusiones. Y, más importante, de lo que se habla es de la carencia de esta hipotética virtud, de esa falta de sensibilidad que nos permitiría predecir la reacción del otro. Como todas las carencias sociales, la descubrimos en los demás, nunca en el coleto propio.
La falta de inteligencia emocional se ha convertido en una expresión mágica, y se traduce, en la práctica, en la tendencia a salir chamuscado de un barullo. Por variadas que sean las circunstancias, el que recrimina o recrimina en nuestra presencia a otro, está reconociéndose implícitamente la capacidad que niega, obligando a cree que el vencería en una situación idéntica.
Será reputado de carente de inteligencia emocional el esposo -o la esposa- que haya confesado que la bufanda, la falda o el jersey que le acaban de regalar por el cumpleaños es idéntico a otros dos que ya no usa y, además, ni siquiera es su cumpleaños. Es deficitario emocional quien bosteza en lugar de aplaudirle las gracias al cretino del que esperamos algo. Le falta de eso al profesor que recrimina a sus alumnos por desconocer quiénes eran Viriato u Holofernes, en caso de que hubieran existido, por supuesto. Tiene números rojos de inteligencia emocional el que increpa desde la cola a la taquillera por hablar durante un par de minutos al teléfono, entre risas, mientras el público se congela en la calle...
Por el contrario, un alarde de inteligencia emocional puede consistir en esperar a última hora del viernes para comunicar a un empleado que está despedido. Nada que objetar, emocionalmente hablando, en ocultar una gravísima crisis económica a un par de millones de personas (o miles de millones) llamándola desaceleración o reajuste. Se puede encontrar, hipotéticamente, a raudales inteligencia emocional en un nave industrial, saliendo de la boca de un predicador que augurase la entrada segura al reino celestial de quienes depositen mayores ofrendas en su gazofilacio. Cabe intuirla, en formato menor, en la madre que convence a su hijo de cinco años que se siente en ese sillón tan bonito porque le va a dar un helado, cuando en verdad lo fundamental es que le sacarán las vegetaciones al pequeño (y un riñón a los padres).
Los maestros de la inteligencia emocional, pues, nos doran la píldora para endilgarnos un palmetazo en el cogote. No es exactamente la teoría de Goleman, pero vale para andar por casa.
Lo que nadie ha dicho es que es preferible la gente que hable claro y por derecho. Es preferible que se nos diga a las claras la verdad, los que quieran nos confiesen sin rodeos lo que pretenden, los que nos asaltan nos pidan la bolsa o la vida, para saber si tenemos que cubrirnos la espalda o la cartera.
Desconfiamos, obviamente, aún más, de los que apelan a su inteligencia emocional para negarnos nuestra sensibilidad, solo porque pertenecemos al grupúsculo de los que llamamos al pan, pan, al vino, vino y, cuando no sabemos si las cosas son de comer o de jugar por casa, nos callamos.
1 comentario
Guillermo Díaz -
Y yo como conclusión de la lectura diría: Menos inteligencia emocional y mas "al pan pan y al vino vino", o "las cosas claras y el chocolate espeso".