Sobre premios, medallas y galardones
Se ha puesto de moda premiar a gentes que se han distinguido por algo en lo que sea. Comités de expertos locales sobre los más variados temas se reúnen a comer o a cenar y deciden quienes merecen llevarse la estatuilla que amigos artistas han creado ad hoc y que se entregará en un acto solemne, culminando un proceso costeado con dineros públicos, cuyo objetivo es, se dice, prestigiar una localidad, "ponerla en el mapa", por expresarlo con política logorrea.
Las opciones de estos decididos o forzados a juzgar la labor de los demás en campos en los que, por pura necesidad de especialización, no tienen mucha idea, fluctúan entre dos extremos, entre los que caben combinaciones, si los premios a otorgar son más de uno.
Bien premian al héroe local, eligiéndolo como el erudito, deportista o vate más valioso del orbe, o bien extraen de las hemerotecas o de su memoria el nombre de una figura mundial en el asunto, y así añaden al currículum del lejano famoso, la hipotética gloria de haber sido recordado en esa reunión de próceres, invitándolo a visitar el pueblo a recoger el galardón y divulgando de paso que esos ardores pueblerinos se añaden al reconocimiento que ya otorgaron antes a la figura otras instituciones harto más prestigiosas.
El objetivo mínimo, de cualquier manera que las cosas vayan, se entenderá siempre cumplido por la comisión. Se habrán reunido a comer y a tomar algún estimulante, habrán conseguido hacer unas risas y podrán poner su nombre junto al premiado.
Si el destacado es un miembro de la comunidad local, se le hará pronunciar un pregón en las inmediatas fiestas, recibirá los aplausos y plácemes de sus conciudadanos cuando visite el pueblo y tendrá su mayor día de satisfacción, equivalente al mejor baño de multitud, cuando sus padres, abuelos, y hasta las mujeres u hombres (según inclinación sexual) que no le habían hecho ni caso en la pubertad, se junten en abrazos de felicitación, haciendo morirse de envidia a los que los chincharon en la escuela.
Si el premiado es de fuera, lo más seguro es que su gabinete de prensa envíe una carta agradeciendo el premio y confesando la imposibilidad de venir a recogerlo, rogando se le envíe el asunto por correo certificado.
Pero, quién sabe, si al cabo de unos años de resistir, el premio se haya consolidado o, por curiosidad o error, alguno de los galardonados venga a recoger la estatuilla y el posible dinero, con el que se conseguiría el cierre solemne de una transacción de vanidades por deseos.
Se nos ocurre otra opción algo más barata. Que los del Comité de expertos actúen como cónclave cardenalicio y se concedan a sí mismos, por turno, el premio, al que, seguro, se consideran en lo íntimo tan merecedores como el que más, ni más ni menos. Y que se paguen por sí mismos las comidas y el bebercio.
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