Para encerrar
Los encierros de San Fermín tienen su origen, según tradición, en la necesidad de conducir los toros que se iban a lidiar en la tarde, -en Pamplona y en otros pueblos, no solo navarros-, de las carretas que los habían transportado desde las dehesas en donde se habían criado, hasta los establos de donde saldrían para encontrar la muerte.
Esta operación debía ejecutarse de forma rápida, para evitar que los animales se escaparan o dañaran; pero, como toda situación de riesgo implica un atractivo para aventureros, se cree que, ya a partir del siglo XV o XVI, jóvenes de las localidades que no tenían nada que ver con las ganaderías, se animaban a correr al lado o junto a los toros, encontrando ellos gran gusto en el baño de adrenalina que les suponía este asunto, y los que lo contemplaban, lo hallaron en jalearlos y aplaudirlos, tanto más cuanto más se exponían a ser corneados.
En 2012, los encierros de San Fermín son una consolidada fiesta nacional, un espectáculo acreditado, vistoso, emocionante, que concita la congregación de decenas de miles de personas, muchas de ellas venidas desde el extranjero. Algunos se animan a correr junto a los animales; los más, simplemente, miran y, después, mientras duran los festejos (una semana) se incorporan como les pete al jolgorio colectivo.
Confieso que las imágenes de gente corriendo en tropel perseguidos por los astados, atropellándose, empujándose, cayendo; alardeando los entendidos de su arrojo junto a la inconsciencia de los advenedizos, me resulta sugerente. Percibo una sensación de igualdad entre los cornúpetas y los que arriesgan el ser corneados. Son de dos a cuatro (máximo, seis) minutos de carrera en el que los toros y los humanos se entremezclan, para hacer lo mismo: correr de un sitio a otro.
Además de ese estético y vibrante espectáculo, a cuyo disfrute, no habiendo sido en lo más mínimo su instigador, sostengo inocente derecho pasivo, como aficionado a analizar los comportamientos humanos, añado estas consideraciones:
Los encierros de San Fermín, y otras similares demostraciones relacionadas con el deseo de correr junto a los toros de lidia, reflejan representativamente la variedad de comportamientos ligados a la naturaleza humana.
Estas conductas incluyen: a) la generación de un riesgo donde no debería existir (pues los toros podrían ser conducidos, tranquila y diligentemente, de las dehesas a los establos de la plaza); b) la exarcebación del riesgo evitable hasta convertirlo en peligro cierto (pues podría limitarse el espectáculo a ver correr a unos pocos, bien preparados físicamente y conocedores del comportamiento animal -hasta donde sea posible-, y no a convertir la carrera en un, por momentos, atolondrado y tumultuoso desafío, con imprevisibles peligros, aumentados, incluso, por la inconsciencia, temeridad y afición a llamar la atención de bastantes mozos, a algunos de los cuales no cabe sino calificar como desaprensivos); c) la conversión de todo el trasiego en espectáculo plural, no ya solo estético, sino utilitario y hasta morboso, por parte de un amplio conjunto de asistentes al acto: autoridades, hosteleros y restauradores, medios de comunicación, y espectadores directos e indirectos; d) la asunción colectiva de costes evitables: policía, personal sanitario, colocadores de barreras, "pastores", monosabios, personal de arrastre, etc.; e) la culminación desquiciante del momento vivido en auténticos daños personales: desde que se lleva el cómputo, se registran más de diez muertos por cornadas, centenares de heridos, algunos con pérdidas definitivas de miembros y apéndices.
Estamos para encerrar, ¿no?
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