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Al Socaire de El blog de Angel Arias

El Club de la Tragedia: Claves y clavicordios

Los españoles tenemos algunas virtudes colectivas, pero la de conseguir mantenernos unidos ante las dificultades no es precisamente una de ellas.

No contentos con tener que afrontar los problemas que surgen por el natural devenir de las cosas, como nos entusiasma el riesgo, creamos continuamente situaciones propias de peligro. Lo hacemos para ponernos a prueba -quiero decir, sobre todo, a los demás-, pero, también, para divertirnos con los descalabros.

No de otra forma se puede explicar el comportamiento. Volver a casa después de la batalla, con magulladuras físicas o mentales resulta ser un verdadero deporte nacional. Cuanta más sangre, más mérito. Si no hay árbitros que nos agüen la fiesta, todos nos sentiremos, moralmente, vencedores; el rostro de satisfacción con que mostramos los diente perdidos en el fragor, debe ser moneda compensatoria suficiente: "si vieras cómo quedó el otro", parecemos decir como consuelo.

Nuestra capacidad para idear situaciones de peligro desciende de lo más noble a lo zafio, poniéndolos de igual en la peana. Podemos alardear de poner a miles de personas a correr como poseídas junto a seis toros, por una calle angosta, pendiente y en curva pronunciada, y ofrecer, con palabras rebuscadas y dichosas, cada día de toda una semana, el parte de heridos y contusionados con la precisión de un comunicado de guerra. Por tres minutos de chorrear adrelanina, montamos y desmontamos cada día un tenderete.

Si no hay peligro cierto, al menos, procuramos que el mundo entero vea cómo nos la jugamos por debajo de los ijares (1) con las cosas del comercio. Haciendo exhibición de una situación económica boyante, que es justo lo que no tenemos, justificamos batallas con mínimos pretextos, lanzándonos a los morros toneladas de tomates y de harina o bañándonos casi por pelotas en quintales de vino, divirtiéndonos como lo harían niños de teta con tamaño despilfarro.

Pero donde nuestra esencia de comportamiento adquiere su tono más alto es en política, que, como se sabe, es en teoría la correcta gestión del patrimonio colectivo.

Tenemos aquí una peculiaridad muy engañosa, que aprovechamos en demérito: por razones aún ignoradas, pero que pueden tener que ver con nuestro genuino desorden estructural, los ciclos económicos se producen en nuestras tierras con un desfase respecto al resto del mundo mundial, lo que podría servir, obviamente, para prepararnos para lo que nos va a venir, poniendo las barbas a remojar.

Pero quiá. En lugar de pensar en pelar barbas, las embellecemos con rizos. Por el contrario a lo sensato, esa señal nos sirve para agudizar el peligro de la situación, haciéndola, adrede, mucho más complicada. Todos contribuyen. Los que están a los mandos habrán de decir, viendo impertérritos cómo en otros lugares se afanan en enderezar los rumbos, que nuestra posición es distinta, mejor aún: privilegiada, porque tenemos las más sólidas bases y disfrutamos de un cascarón insumergible, por lo que nos animarán a seguir dándole más carbón a las calderas.

Los que esperan ansiosos el relevo -ansia que solo se puede calificar de gusto por estar donde el peligro, para que a uno le ostien- no tendrán otro objetivo aparente, al menos, que desear que las cosas se compliquen al máximo, pues, al parecer, cuando más riesgo obtengamos de que todos nos estrellemos, más placer vendrá al caso. Ellos, porque aumentarán su momento de gloria, por estar convencidos de que Santiago les cubrirá las espaldas; todos, porque damos siempre más crédito al que no tiene el volante entre las manos.

Cuando las cosas empiezan realmente a ponerse feas, y la tormenta se perfila ya con truenos que dan miedo, en lugar de ponerse todo el mundo en el barco a arriar velas, se mantienen infinitas reuniones, con plazos dilatados, en las que se perfila al cabo un grupo numeroso que propone que, según su intuición, no hay que arriar velas, sino que lo mejor sería izarlas todas, y que por algo será si no lo ha hecho nadie antes: ha de ser lo óptimo.

Al cambiarse el turno, la nueva guardia empeñará horas en echarle la culpa del tormentón a la ineptitud de la otra mitad, a su falta de previsión e incluso a su codicia, por lo que la tendrán enfrente, a la defensiva. Y a la primera, en lugar de irse a descansar o ponerse a las órdenes, pondrán empeños en hacer agujeros en la quilla, por aquello de lo que no ha de ser para mí, no lo tenga nadie.

Las cosas que aquí en estos predios suceden, sino se quieren utilizar términos de barcos, pueden tratar de explicarse también de esta manera, con nociones de música. Dice la norma que hay que elegir las piezas del repertorio musical que resulten adecuadas a las virtudes del músico y al instrumento que se tiene en la mano.

Si se tiene, por ejemplo, un clavicordio, pueden tocarse, en princioio, casi todas las piezas previstas para pianos y claves (clavecines), aunque habrá dificultades para hacer legatos y muchas más para producir armónicos, por lo que el sonido quedará débil, especialmente si se toca en teatros y grandes salas de concierto.

Así que si los que están en el escenario llevan violines y trombones, mejor es retirarse prudentemente, y en lugar de tratar de hacer sonar nuestro instrumento,  aguardar a que nos llamen para tocar en los aristocráticos salones, haciendo la pelota a los más ricos de este engendro.

Asumamos, pues, nuestra condición de pobres y dejemos a un lado las exhibiciones de fuerza bruta. Los dioses del mercado no creen que tengamos mucho futuro, y nos han enviado a las caballerizas. Mientras la prima de riesgo no se abaje de los casi seis puntos básicos que nos separen del bono alemán, nos tendrán de criados. 

Y para que penemos el disfrute pasado y en la pretensión, dicen de que podamos pagar el descalabro -lo que me parece, dicho sea de paso, imposible- tendremos que tocar en muchas fiestas, ya sean bodas, cumpleaños infantiles o despedidas de soltero. Posiblemente, hasta habrá que pasear con el yelmo y la bacía por calles y avenidas, esperando que nos caiga del cielo una limosna por quijotes.

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(1) Ijar, ijada: cada una de las cavidades entre las costillas falsas y los huesos de las caderas.

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