Sobre la originalidad
Entre las muchas contradicciones con que nos movemos los humanos, la pretensión de originalidad, en conflicto con la necesidad de ser gregario para no correr el riesgo de resultar marginado, debe ser una de las que provocan las mayores esquizofrenias en nuestra dotación genética más íntima, ésa que es subyacente al ADN y a los alelos, y, por su carácter metafísico, aún no investigada.
Empezando por lo fácil: necesitamos mucho a los demás y, más precisamente, de la sociedad, hasta el punto de que no seríamos capaces de sobrevivir sin ella.
No estamos pensando en los primeros meses o años del infante, en el que la dependencia de la madre es absoluta, sino en la existencia del ser ya adulto. Poco sabemos hacer por nuestra cuenta, como consecuencia de la especialización y complejidad de las tareas que permiten conseguir los productos, cada vez más sofisticados, imprescindibles para vivir; ya no digamos, de aquellos que la publicidad nos invita a desear poseer o de los que queremos disfrutar porque nos obsesionamos creyendo que nos harán más felices.
Aún para ejecutar lo más sencillo, y específicamente en los países avanzados, la inmensa mayoría necesitamos del auxilio de otros. Nos hemos convertido en unos incapaces esféricos, en un acopio parásito de lo que podíamos calificar como "inutilidades adquiridas".
Sin valorar el riesgo de la situación, no son pocos quienes, con estúpida petulancia, hasta se jactan de ello: "No sé ni freir un huevo", oímos decir; es una demostración de inutilidad, desde luego, pero quien alardea de tan penosa condición debiera admitir, además, que para conseguir ponerla en evidencia debiera disponer de un huevo, una sartén, fuego y aceite: demasiadas cosas previas.
Si pensamos en cómo podríamos sobrevivir, totalmente solos, en distintos escenarios naturales -ni siquiera hay que imaginarse en el desierto o el ártico, basta suponernos desplazados, sin móvil ni dinero, a un bosque de un país del que no conozcamos el idioma (y sin cámaras de televisión que nos sigan, claro)-, la conclusión alarmante es que no duraríamos mucho: el hambre, la sed o el frío acabarían con nuestro experimento, inadaptables al medio, dependientes de la piedad o la lástima de desconocidos.
En algunos lugares, más por diversión que por otra cosa, se realizan periódicamente ejercicios de supervivencia, a la manera de aquellos manuales para boyscouts que enseñaban a distinguir una sabandija de una sanguijuela y a hacer fuego frotando dos maderos, consiguiendo que las manos ardieran. Pero no tienen mucha credibilidad, porque el que experimenta la falsa soledad sabe que, si algo se tuerce, vendrán a rescatarle.
Está, por otro lado, la cuestión de querer ser originales ante aquellos a los que deseamos impresionar: la persona a la que estamos cortejando, el jefe al que pretendemos convencer de nuestra capacidad, el grupo al que desearíamos ver entregado a nuestra facilidad de palabra, dotes escénicas o el genio musical que desplegamos anteél.
Pocos, muy pocos, de entre nosotros somos originales, aunque la medida fuera solo "una chispita". A la inmensa mayoría, no queda otra opción que copiar, trasladando a la esfera personal lo que se ha visto o aprendido en otros lugares, confiando en que nuestra falsaria acción no sea descubierta, en que lo que imitamos sirva para elevar la estima que pretendemos de los demás.
Cruzándose entre ambas tensiones -ser gregario y aparentar originalidad-, individuos particulares en nuestra especie, se apropian del resultado de la originalidad de otros, retirándolo de la contemplación o el disfrute a todos los demás.
Pueden ser los autores o instigadores de robos de páginas miniadas monacales, lienzos de maestros pintores, delicadas piezas de orfebrería, valiosos elementos sustraídos de museos, iglesias o viviendas ajenas; son "coleccionistas privados", que nos privan, en realidad, al resto, del gozo que se quieren reservar a sí mismos.
A veces, su propósito de apropiarse de la originalidad, les cuesta mucho dinero. Pueden ofrecer cantidades estrafalariamente altas por una obra que se subaste en una prestigiosa casa de pujas, haciéndose con la pieza pagando por ella un caudal que hubiera supuesto inmensa felicidad para el autor, quizá muerto hace años en la miseria (es sabido que, para que un original se cotice más, su artífice tiene que haber fallecido: así se tendrá la certeza de que no competirá consigo mismo).
Apostaríamos que lo importante no es la posesión de la obra para estos exclusivistas de la originalidad ajena. Es más atractiva la sensación voluptuosa de haber sustraído de la contemplación de todos, eliminándolo del mundo salvo para ellos, el producto de la originalidad de un artista. Equivale a haberla destruído para siempre, similar a quemarla, romperla a martillazos, enterrarla muy hondo, negando a partir de ahí, fundadamente, su existencia fuera de un territorio de vacuidad y miseria mental del que ellos son los únicos guardianes.
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