Ante la duda sobre si fue violación o sexo consentido
La valoración de algunos comportamientos, especialmente cuando no tienen más testigos que los propios intervinientes, y cuando no existen vestigios remanentes de lo sucedido que puedan ser analizados por terceros, está supeditada a la credibilidad de los protagonistas.
En el fondo de los asuntos que se tratan en los tribunales, y ya que los jueces son -o deben serlo imperativamente- ajenos a lo que dirimen, la presentación por parte de los abogados y los mismos involucrados de la sinceridad de lo que defienden y el objetivo simultáneo de minar la credibilidad del contrario, es sustancial.
Los avances de la medicina forense, en particular, y de la tecnología en general, permiten alcanzar mayor objetividad en cada vez mayor número de casos, a despecho de lo que pretendan los sujetos: análisis de ADN, rastreo de frecuencias, restos de documentos en la memoria oculta de los ordenadores, inspección por sondas magnéticas o al microscopio electrónico, etc.
Sin embargo, es posible que, a pesar de incorporar muchos elementos objetivos, -rescatándolos de la bruma que crea el tiempo transcurrido, superando la insuficiencia de datos y la ocultación de los protagonistas de algunas circunstancias y la generación de otras, para provocar confusión respecto a cómo sucedió- subsistan dudas.
¿Fue violación o sexo consentido? ¿Hubo intento de forzar o fue un acuerdo para relación sexual, frustrada o incompleta por alguna razón? ¿Fue un regalo de amistad, una donación a un partido político, un soborno personal? ¿Tuvo o no tuvo efectos en la adjudicación de una obra o servicios públicos?
En cualesquiera casos en los que la duda se plantee y no puede ser resuelta, por supuesto, por la incorporación de nuevos datos objetivos desde la investigación, se debe apelar a la credibilidad de los intervinientes en el acto, pero nos parece determinante atender, sobre todo, al beneficio que algunos obtendrían del hipotético resultado del juicio.
El a quién beneficia (qui prodest) pasa a ser, en casi todos los asuntos que han alcanzado un furor mediático, la piedra angular del edificio. Hay episodios que están ocupando grandes espacios de la llamada actualidad, en los que el o los beneficiarios, no parecen encontrarse, curiosamente, entre los actores y sus presuntas víctimas, ni figuran, en otros casos, como corruptores ni corruptos.
En los casos de DSK, Camps, como ejemplos típicos, los tiros apuntan en un lado, pero las consecuencias ya obtenidas no tienen mucho que ver con lo que se debe juzgar.
En circunstancias como éstas, en que los autores de los presuntos hechos alegan -por medio de sus defensores jurídicos- haber tenido una participación diferente a la que se ha juzgado en los medios, cabe preguntarse por quiénes están actuando, aparentemente, como simples espectadores del resultado conseguido pero se han convertido, ya, en seguros beneficiarios por el escándalo causado.
Son situaciones en las que, sin pretenderlo, todos pasamos a ser cómplices, nos pese o no, forzados por la precipitación en juzgar a otros por vestigios. Porque es claro que estamos en contra de violadores y corruptos, pero no tenemos ganas de participar en la condena, por alto que sea el personaje y desagradable que su talante nos pueda parecer, por sexo consentido ni por algo que se presenta como gran corrupción cuando los mayores desfalcos permanecen a oscuras. No queremos que se nos distraiga con migajas.
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