Sobre proles y responsabilidades
La Humanidad podría considerar cumplido de sobra el hipotético objetivo sublime (un mandato divino) de poblar la Tierra.
Es verdad que no lo ha logrado una sola estirpe ni una sola nación ni los pertenecientes a una sola secta, pero intentos no han faltado: el genocidio de los rivales parece estar ubicado muy hondo en las miserables razones de muchos sátrapas y dictadores, compartido y ejecutado por súbditos que unen miedo invencible y fidelidad inquebrantable como quien lava.
Exterminar al contrario fue una fórmula muy utilizada a lo largo de la Historia, que, por supuesto, no solo quedaba impune, sino que reportaba innegables beneficios: quedarse con lo suyo, esclavizar mujeres e hijos, y ampliar poderes, tierras y bienes que podían repartirse para premiar adeptos.
Aviso a navegantes: han cambiado algo las cosas.
Desde ayer mismo prácticamente, los países más poderosos de la Tierra, cuando encuentran algún resquicio entre las debilidades de los que lo son mucho menos, lanzan órdenes de busca y captura contra presuntos culpables de lesa humanidad y, con suerte, al cabo de los años, la Corte Penal Internacional puede ocuparse en juzgar a un anciano con cara de no haber roto nunca un plato, del que se demuestra capacidad para maldades inimaginables. Después de un juicio justo, se le condena, con alivio, a cadena perpetua y se le encierra en una cárcel de carísimo mantenimiento junto a sus dos más directos colaboradores, sometida a una estrecha vigilancia que no permite descartar que se acaben colgando con su cinturón de los barrotes de lacelda.
El otro lado de esta turbia moneda es que los gobernantes suelen apoyar los incrementos de natalidad de los que les convienen. Más población puede significar más representantes en los Parlamentos, más subvenciones, más votos, más poder; animar a tener hijos está también vinculado a las técnicas de huída hacia delante, son un método de aumentar la base de la pirámide de edades, para que parezca que encajan las cifras de generosas prestaciones sociales, se sostenga el crecimiento insostenible y todo eso que gusta al personal creer para no hacerse el harakiri.
La imaginación al poder: se podrían dar 2.500 euros a los que tengan un hijo antes de determinada fecha, o animar a conseguir Premios de natalidad -incluso ofreciendo un chalet- si se consiguiera concentrar doce, quince o veintidós retoños bajo un mismo techo.
Hace un par de días, la prensa del corazón (toda, aunque en este caso era La Nueva España, que está algo más cerca del nuestro por razones ancestrales) presentaba el caso dramático de un chatarrero al que las nuevas normativas para recogida de residuos iban a hacer más difícil la subsistencia de su negocio clandestino, de recoger frigoríficos, teléfonos móviles y ordenadores abandonados en cualquier esquina por ciudadanos des-preocupados por el cambio climático: "Tengo seis hijos, y si me quitan ésto, me veré obligado a robar para darles de comer".
Ibamos a extraer algunas consecuencias de la falta de controles a la natalidad, pero se nos fue la imaginación por la ventana, en este caluroso día de comienzo de verano. Era algo sobre las consecuencias de un mundo en el que las parejas acomodadas ocidentales tienen solo un hijo, que pudo incluso haber nacido en China, mientras los pobres del mundo -desde Egipto a Sumatra o Sudán, pasando por Ecuador, Guatemala, Bangla Desh o Pakistán- siguen creyendo que, cuantos más hijos tengan (varones, of course), más posibilidades les serán concedidas para salir de la miseria.
Se nos cruzó el chatarrero y su amenaza de perturbar nuestro orden. Así no se puede vivir.
0 comentarios