Sobre los deseos de cierto sector eclesiástico católico de intervenir en política
La religión atiende a la relación entre un ser asustado y una entidad intelectualmente necesaria, a la que el primero rinde pleitesía, aún a riesgo de que la existencia del segundo sea únicamente fruto de la contingencia del otro.
La historia de los últimos veinte siglos ha traído una notable simplificación de las creencias religiosas, agrupando a los dioses de forma monoteísta, como expresión de coherencia. Si hay un ser superior, tiene que ser superior para todos. Lo que no ha evitado la evolución del pensamiento humano es que la religión se mantenga como uno de los elementos más seguros de distanciamiento entre los humanos. Desde su pretendida proximidad al Dios que hacen venerar, sacerdotes, imanes, rabinos e iluminados de todo tipo, no han dudado en lanzar a guerras santas a sus fieles, ocultando el móvil sustancial del ser humano: el interés económico.
Algunos obispos españoles vienen desde hace algún tiempo apostando por una nueva guerra santa, al parecer, ya olvidado el dolor de la guerra civil de 1936-1939, en el que la Iglesia católica ocupó un papel relevante. De nada ha servido que una parte del clero, liberado de su papel de sumisión al poder terrenal, haya recuperado el contacto con los problemas de los demás mortales, bajando a la arena de la cuestión social, colocándose decididamente del lado de los que menos tienen.
A pesar del poder de convocatoria del cardenal Rouco Varela y sus obispos en la nueva Cruzada contra la hipotética -e indemostrable- actuación del Gobierno de Rodríguez Zapatero contra los designios del Dios que defienden, son mayoría los cristianos y no cristianos que piensan, desde lo profundo de su ser, que los poderes eclesiásticos harían muy bien en preocuparse sustancialmente por mejorar la tolerancia de los creyentes, reconociendo que hace ya mucho tiempo que Dios ha dejado de manifestarse entre los humanos y que, cuando lo hizo -real o imaginado- lo fue, justamente, para predicar el amor entre todos los hombres y decir que había que dar al César lo que era del César.
O sea, no mezclar la política con la religión. Y vaya si acertaba Jesús. Cada vez que lasIglesias inmiscuyen en política, resulta un fiasco, un error histórico, un paso atrás.
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