En defensa de la pirámide del saber
Hubo en la Escuela de Ingenieros de Minas de Oviedo un profesor un tanto singular (por diversas razones) que aconsejaba a sus alumnos que más que preocuparse por saber ellos mismos, tuvieran la perspicacia para saber quien lo sabía (bien, se entiende), que era lo importante.
Ahora que todo el mundo se jacta de venir de vuelta, el aparente chascarrillo encaja de maravilla con lo que nos está pasando. Todos tenemos títulos universitarios; todos queremos sentarnos en los sitios de preferencia para pontificar como si hubiéramos merecido un premio nobel. Y pocos son quienes conocen verdaderamente de lo que hablan.
Y la cuestión es muy grave. La diferencia entre la punta tecnológica y lo que saben estos eruditos de saloncete crece exponencialmente. La pirámide del saber se resquebraja brutalmente. De lo que se enseña en la Universidad, poco es lo que se aplica. Los centros de investigación se especializan en campos muy concretos, reproduciendo títulos de doctor a base de exprimir sacharomices, saxífragas, índices de extrusión y modelos dinámicos de simulación hasta el paroxismo.
No es un problema único de España. Los núcleos de trabajo están desconectados entre sí. Los excelentes se confunden con los vulgares, los copiones, los ineptos. En los pocos centros en que se cuenta con equipos de altura, multidisciplinares, motivados y bien orientados, el riesgo del presupuesto suficiente amenaza como una espada de Damocles.
Necesitamos rellenar los huecos del saber, del saber bien, reconstruyendo la pirámide. La base, hoy, es mucho más ancha que hace décadas. No sirve tener un puntito de luz a gran altura, si, por abajo, reinan oscuridades y vacíos. En lugar de pretender ser todos ingenieros, médicos, científicos de gran nivel, jugando a ser sabios para todo, debemos ilustrar a nuestros adolescentes, convencer a nuestros jóvenes, de la dignidad y necesidad de las funciones bien hechas por todos los escalones intermedios.
Para que no se nos caiga, como está sucediendo, la pirámide del saber sobre nuestras inconscientes cabezas de falsos ilustrados. Un grupo de profesores universitarios anda recogiendo firmas contra el Borrador del Estatuto del Profesor universitario, en apoyo de un Manifiesto en el que se refleja, además de mucho resquemor, un análisis amargo de la situación, abonado con algo de improvisación. (Se han deslizado errores gramaticales -como "todos los viejos (...) se puedan hacer catedráticos de bien mayores"- que no hubiera perdonado el más novel de los docentes de Lengua, imaginamos).
Se les disculpa, porque se trata de recuperar el edificio en donde se ha apalancado la indolencia, generando un espacio para reproducirse cómodamente, sin reparos para aparearse cuando convenga con cómplices tan aviesos como la envidia, el descaro, la impudicia, la ignorancia y el desprecio. Ese edificio, fundamental para nuestro desarrollo, es la Universidad, y necesitamos volver a encajarla en la pirámide del saber, del que se ha desconectado.
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