Por la defensa ética de nuestro estado de derecho
Un estado de derecho, como el español, no puede estar sometido continuamente a la desastrosa sensación de que existen demasiados individuos que, incluso y a pesar de su posición de garantes, se aprovechan para delinquir, en la confianza (suponemos) de que sus actuaciones resultarán inadvertidas y, -lo que es mucho peor-, saldrán impunes si son descubiertos.
Son excesivos los casos con los que los media nos alimentan el malestar cada día. Es intolerable para la sensibilidad de los millones de personas que, no solamente nos esforzamos en cumplir la Ley sino que, conscientes de nuestra responsabilidad ética con los demás, seguimos los principios que forman la base de la convivencia: el respeto a los demás, la honestidad y concordancia entre lo que creemos, lo que decimos y lo que hacemos.
Ha trascendido un grave escándalo protagonizado por autoridades andaluzas, que no tuvieron empacho en inventarse situaciones laborales de la que no disfrutaban -ellos, sus amigos o sus correligionarios- para cobrar subsidios de desempleo a los que no tenían derecho, o inventarse falsas personalidades para acogerse a prejubilaciones.
No dudamos que los sucesos se esclarecerán y, finalmente, los culpables, si se demuestra el dolo de sus actuaciones, serán castigados como se merece.
Pero este escándalo se suma a otros múltiples, se superpone con otros miles de situaciones aún no denunciadas y, por lo que se acaba sabienda en algunos casos, conocidas y, por tanto, toleradas en complicidad, por quienes están al cabo de la calle, enterados de fraudes que no denuncian e incluso ocultan, quién sabe porqué motivos.
Hay en España demasiadas construcciones irregulares, demasiadas situaciones de fraude, excesivas infracciones impunes a toda una parafernalia de leyes, normativos y reglamentos que a menudo parecen estar ahí solo para que las cumplan los que no puedan permitirse saltárselas a la torera.
No debiera trasladarse al ámbito penal o administrativo y mucho menos, al ámbito de los procesos civiles de quienes se sienten obligados, ante la omisión de las autoridades a suplir la dejación de las obligaciones de los responsables públicos, a acometer complejos, dilatados y caros, denunciando irregularidades de las que el día a día nos ofrece excesivos ejemplos.
Pongamos orden, de una vez. La administración de justicia no debiera actuar más que como última razón para restablecer el orden que la sociedad haya elegido como modelo.
La tenemos empapizada, con la legiferancia de los que gobiernan, la beligerancia de los que son gobernados, la parcial incompetencia técnica de jueces y abogados (unos, obligados con demasiada frecuencia a decidir sobre lo que no saben, y otros, a promover litigios para comer) y, sobre todo, con la ausencia de ética que se ha colado como ventaja competitiva en nuestra sociedad.
Todos estamos obligados a cumplir y a hacer cumplir las normas de convivencia y, muy en especial, las leyes. Los que tienen responsabilidades públicas deben dar ejemplo, no solo de su cumplimiento, sino de no tolerar que sus colegas de partido, sus compañeros en la función pública, sus familiares y amigos infrinjan lo que, entre todos, hemos decidido acatar como base para nuestro Estado de derecho.
No es juego en el que gana el más listo. Es una obligación de convivencia, de ética, de respeto hacia los demás, en el que quien desea zafarse merece ser destacado con nuestro más profundo desprecio.
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Guillermo Díaz -