Sobre la indefensión ante la desfachatez
Es más que una impresión. Es una realidad, que los prudentes, los sensatos, constatarán día a día en nuestra sociedad en la que la falta de escrúpulos se ha adueñado de posiciones centrales en la vida diaria y, por supuesto, de casi todas las marginales.
La desfachatez triunfa. No es ya que el que no llora no mama, y se va más allá de que hacer cierto aquello de quien más chifle, capador. Es el imperio del tonto el que no se aproveche de que las luces del respeto al otro están apagadas.
Quien mantenga el criterio de que se debe respetar el derecho de los demás, y, no digamos ya si, educado en la prudencia, prefiere renunciar a hacer algo si entiende que puede causar molestias a terceros, se encontrará en una selva en el que el vapuleado será él.
Se ha llegado a esta situación en la que la anarquía (egoista) campa gloriosa por los repeto de los demás, por una combinación exitosa -para aquella- de ausencia de sensibilidad frente al prójimo, junto con la vista gorda vertida a diario por quienes podrían, e incluso deberían, perseguir los casos de abusos que, desde la tierna infancia, se presentan en las guarderías, se multiplican en las escuelas y se perfeccionan en los lugares de trabajo, en las calles, en las relaciones de vecindad y cercanía.
Para muchos, empujados por la desfachatez de los otros, ejercitar la propia es una forma de defensa, en aplicación del principio de, si quieres la paz, prepárate para la guerra.
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